Marcos 6, 7-13
Jesucristo envía a sus apóstoles a su primera actuación evangelizadora. Esto nos recuerda que todos somos apóstoles enviados, porque somos bautizados.
Jesucristo se
rodeó de doce Apóstoles, para que después de El siguieran la obra de salvación
y la predicación del Evangelio. Y aun antes de dejar este mundo, hizo que estos
doce elegidos tuvieran una práctica apostólica. Y para que puedan hacer bien
esta experiencia apostólica, les da unas instrucciones bastante exigentes. De
esto trata el Evangelio de este domingo.5
La primera
indicación del Señor es que no llevan nada (casi nada) para el camino:
"... ni pan, ni alforja, ni dinero..." Es decir hay que ser libre de
todos los condicionamientos que pueden atarnos, cuando se predica el Evangelio.
El apóstol, primero debe liberarse totalmente, para que su único fin sea
predicar el Evangelio que es de Dios, más que del predicador. Esto quiere decir
pobreza, confianza en Dios, libertad y desprendimiento. Todo esto junto se
puede entender en este mensaje. El estar libres de las ataduras que condicionan
el mensaje, lo practicaron los profetas y los predicadores: desde Elías (Dios
lo tuvo que alimentar milagrosamente, porque él no tenía nada, era
absolutamente pobre), hasta Juan Bautista (lleva la pobreza hasta el extremo en
su forma de vivir en el desierto). Y sobre todos el mismo Jesús, que no tenía
ni casa ni dónde reclinar su cabeza, menos incluso que los pájaros y que las
zorras. La pobreza es un gran instrumento apostólico; cuando es una pobreza que
nace del corazón, y no simplemente impuesta por las circunstancias. Esta
pobreza produce la libertad de espíritu.
Esta libertad del
hombre enviado a evangelizar es necesaria, y no siempre los predicadores somos
fieles a este mandato. Claro que la sociedad en que vivimos es mucho más
compleja que la sociedad campesina y simple, en que vivieron Jesús y los
apóstoles. Pero a veces es verdad que queremos añadir algunos elementos de
fuerza exteriores al mensaje, superficiales (dinero, influencia, poder,
presión, violencia) para hacer eficaz la predicación.
Otra indicación
importante es el contenido del mensaje mismo que se debe transmitir. El
Evangelista San Mateo, en el pasaje paralelo explicita más que San Marcos el
contenido del mensaje que deben transmitir los apóstoles en esta misión (Cf. Mt
10, 7 y 13). Jesús les dice que el mensaje es anunciar la inminencia del Reino
de Dios, y que trasmitan la paz. Ese debe ser el contenido fundamental de toda
predicación, sea cual sea la forma en que se realice.
Hablar de la
cercanía del Reino de Dios es hablar sobre todo de Dios mismo, de su
centralidad en la vida del hombre, de la primacía de Dios sobre todo lo demás,
sobre cualquier otro interés. De la necesidad de buscarlo y adorarlo. De la
importancia de someter nuestra conducta, y nuestra conciencia a lo que Dios ha
enseñando: eso es hacer cercano el Reino de Dios. Hablar de la cercanía del
Reino de Dios es hablar de que Dios está en nuestro corazón, y que desea que le
permitamos invadirnos (El no lo hará sin que nuestra libertad le abra la
puerta). Y trasmitir la paz es orientar el impulso de la predicación a la
salvación, a la esperanza: dar paz y trasmitir paz, fundada precisamente en la
aceptación del Reino de Dios. Aunque el Reino de Dios es lo más exigente, no se
le puede trasmitir enarbolando amenazas y castigos. Hay que dar la paz: no una
paz sin fundamento, sino la paz de la verdad y de la esperanza fundada en la
Salvación de Jesucristo.
Está claro que el
que habla del Reino de Dios debe hacerlo por experiencia propia: debe haber
permitido que Dios sea el centro de su vida. El evangelizador debe haber sido
evangelizado. Se trata de que las palabras que salen de nuestra boca sean un
mensaje que nos brote del corazón, si no serán palabras que se las llevará el
viento antes de que le lleguen a nuestro oyente.
Y para comunicar
la paz, hay que estar inundado por la paz. ¿Cómo se puede transmitir la paz con
violencia? Y esa violencia se manifiesta de muchas maneras: se manifiesta en
nuestra impaciencia por lograr el fruto pronto, y que lo veamos, se manifiesta
en la forma impositiva de hablar, hablar como quien pelea para dejar noqueado
al oyente; a veces se puede manifestar en
nuestra violencia oratoria de la que sale más impaciencia que paz.
La paz es lo que
todos deseamos en lo más profundo de nosotros. Tener la serenidad del espíritu,
con una certeza de que hemos asentado nuestra vida en algo sólido, no en algo
deleznable. Y esta seguridad y esta serenidad sólo la podemos obtener estando
arraigados en Jesucristo nuestro Salvador, o sea, habiendo aceptado el Reino de
Dios.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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