P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Sab 1,13-15; 2,23-25; S 29; 2Co 8, 7-9.13-15; Mc 5, 21-43
Estos hechos, hoy recordados, están narrados por los
tres sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), pero ocupan en Marcos, que es el
evangelio más breve, más del doble que en Mateo y también mucho más que en
Lucas. Los detalles en Marcos muestran al testigo presencial de los hechos:
Simón Pedro.
El evangelio de Marcos –recuerden– tiene como fuente
principal la catequesis de Pedro a los cristianos de Roma, que son de origen
pagano. Estas personas, a diferencia de los judíos, no habían oído ni se
ilusionaban con la venida de un mesías que arreglase este mundo. La catequesis para
ellos se dirigía a fundamentar la fe en Cristo Dios, el Hijo de Dios, hecho
hombre para liberarnos de los pecados. Empieza así: “Comienzo del Evangelio de
Jesucristo Hijo de Dios” (Mc 1,1).
Esto explica que este evangelio dé gran espacio
(proporcionalmente más que los otros evangelios) a narrar los milagros de
Jesús, que son de todas clases (curaciones, expulsiones de demonios, milagros
de la naturaleza, resurrecciones…); que recoja además sus afirmaciones de
autoridad por ejemplo sobre el sábado y también el tono de consciente autoridad
con que expone su doctrina. Todo ello está expuesto con una fuerza y en una
abundancia que verdaderamente impresionan. Si esto fue la realidad (lo que
parece bien posible) la impresión es que Jesús comienza su misión profética
como un ciclón. Aquello era una catarata de milagros fantásticos, de exigentes
y perentorias llamadas a la conversión. Si Juan, que no hizo milagro alguno,
sacudió a los israelitas, es fácil imaginar el impacto de Jesús desde el
comienzo de su vida pública. De todos modos ésa es la impresión que Marcos (y
probablemente Pedro en su catequesis de Roma) parecen tener en estos primeros
capítulos.
Los hechos leídos suceden inmediatos a la expulsión de
los demonios de una piara de cerdos. Jesús está rodeado por una muchedumbre que
quiere escucharle. Su palabra atrae a mucha gente. Habla magníficamente, es
claro, preciso y sobre todo llama la atención su conciencia profunda de tener
autoridad para decir lo que dice e imponer que se le crea. Su forma de hablar
obliga a preguntarse: “¿Quién es éste que habla así? Porque los doctores de
Jerusalén no se atreven a hablar con tanta autoridad”.
Y llega nada menos que uno de los dirigentes de la
sinagoga (el lugar donde cada sábado los judíos se reunían y aun hoy se reúnen para
orar y escuchar la Escritura y su explicación); Pedro, que vive enfrente,
recuerda su nombre Jairo; pide a Jesús que por favor se acerque a su casa para
curar a su hija agonizante; Jesús accede y en el camino una mujer enferma le
toca el borde de la túnica y se cura de lo que los mejores médicos no han
podido sanar en doce años de tratamientos; ella y Jesús son los únicos en darse
cuenta del milagro. A la mujer dice Jesús: “tu fe te ha curado”; lo
recuerdan los tres evangelistas.
Llegan a la casa, donde la niña está ya muerta y así
lo aseguran los que estaban. Jesús insiste a los padres en que “basta que crean”
y delante de ellos, de Pedro, que, entusiasmado por el hecho, lo cuenta con
todo detalle, y de Santiago y Juan, y sólo cogiendo la mano de la niña y, a la
orden de que se levante (Pedro recuerda muy bien las mismas palabras hebreas de
Jesús), lo hace al punto.
“Dios no hizo la muerte” nos recuerda el libro de la
Sabiduría. “Por envidia del diablo” entró la muerte en el mundo. La muerte, las
enfermedades, el pecado, las posesiones diabólicas son consecuencia de aquel
pecado original de quienes quisieron igualarse a Dios (Gen 3,5). “Entró el
pecado en el mundo y por el pecado la muerte; y la muerte alcanzó a todos los
hombres” (Rom 5,12), y el dolor, la enfermedad, la guerra y el poder del
demonio. Pero “si por el delito de Adán murieron todos, mucho más la gracia de
Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se ha
desbordado sobre todos” (Ro 5,15).
Esto es lo que manifiesta Jesús con la actividad
desbordante y la fuerza sobrehumana que demuestra desde el comienzo y en todo
el curso de su vida pública con sus milagros, cuando manda a los vientos, y
multiplica panes y peces, expulsa a demonios, cura toda clase de enfermos,
perdona a los pecadores, interpreta con autoridad la Escritura de Dios y
devuelve la vida a los muertos. Aquí hay uno que es más que Salomón, más que
Elías, más que Moisés, más que ningún hombre (v. Lc 11,30-32).
A lo largo de los evangelios insistirá Jesús en la
necesidad de la fe, de creer en Él. Sus milagros y su predicación son para que
los hombres crean en Él. La oración es un gran medio para obrar con fe y
aumentarla. Pero oramos poco, menos de lo que podríamos, y la limitamos a cosas
que no valen tanto, para conseguir la salud o trabajo cosas de este mundo, Si
usamos de la oración y activamos la fe bienes del espíritu, como corregir un
defecto, quitar una mala costumbre, obtener gracia para practicar una virtud
necesaria, afrontar una cruz que Dios permite, tener luz para conocer la
voluntad de Dios, lograr gracias para que el Reino de Dios venga a nosotros, agradecer
a Dios que nos ha ayudado a hacer algún bien, veremos con frecuencia a Dios
cercano y que “se hace conforme a nuestra fe” (Mt 8,13). Que la Virgen María
nos ayude y se haga en nosotros según la palabra de Dios.
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