Feliz Año Nuevo
José Ramón Martínez Galdeano, S.J. y equipo.
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El comienzo del nuevo año pide naturalmente al hombre de fe un examen y una renovación de su impulso en cuanto a las responsabilidades de las que Dios un día le pedirá cuentas. Se junta el deseo esperanzado y renovado de felicidad. Otro deseo universal que aflora es el de la paz; si falta, no puede haber felicidad. En este día la Iglesia recuerda a todos la obligación de procurar la paz, y el Papa en un mensaje al mundo reflexiona sobre los medios necesarios, exhortando a empeñarse a naciones, colectividades y personas. Además la Iglesia celebra hoy dos misterios importantes que reúne en una solemnidad: La maternidad divina de María y la circuncisión e imposición del nombre a Jesús. Por fin parece conveniente recordar también la fiesta de la Sagrada Familia, que este año no ha podido ser celebrada en domingo.
El hecho de ser la Madre de Dios es el privilegio más importante de María. Dios la eligió para madre de su Hijo al hacerse hombre. Ser la Madre de Dios es para María la fuente de las demás prerrogativas: haber sido concebida sin pecado, haber sido llena de gracia, haber concebido virginalmente a Jesús, haber recibido el encargo de ser la Madre de la Iglesia, la madre espiritual de todos los creyentes, haber sido llevada en cuerpo y alma al cielo tras acabar el tiempo de su vida mortal. Ninguno de estos dones puede compararse en importancia al de ser la Madre del mismo Dios. Por eso la Iglesia la venera, se pone bajo su protección, sabe que en el orden de la gracia es madre y fuente de esa gracia para todos los creyentes, que no dejará de escuchar a todo el que suplicante se dirija a ella, que dirige y allana a todos el camino hacia Jesús.
Estos días en los misterios de la infancia de Jesús tenemos los creyentes la experiencia clara de la gracia que la presencia de María nos aporta para acercarnos y adentrarnos en el amor de Jesús. Por el camino de María viene Jesús al mundo; de brazos María lo reciben los pastores y nosotros en el encuentro de Belén; en brazos de María lo reconocen y adoran los magos; en casa de María lo encuentran los habitantes de Nazaret; gracias a la petición de María los esposos e invitados de Caná, símbolo de la Iglesia, tienen el mejor vino; a María nos confía Jesús en el Calvario purificados de los pecados; la oración de María obtiene la mayor gracia del Espíritu Santo en Pentecostés para todos los discípulos; estando el niño en brazos de María, recibe en la circuncisión, anuncio de su entrega redentora, el nombre de Jesús, que significa “Dios salva” y anuncia haber venido para ser el Salvador de los pecados del mundo.
Él nos trae la paz, Él hace de todos los hombres un solo pueblo, Él los va a reunir en un solo rebaño y los hará hermanos bajo un solo pastor. Él y sólo Él es el que libera a los hombres del pecado, del dominio de Satanás y de la soberbia, de la idolatría de la fuerza y del poder egoísta, del odio de Caín por ser el primero, de la disolución del amor fraterno por el egoísmo del acaparamiento, de la incapacidad de perdonar y de pedir perdón, de la impotencia para comprender que dar felicidad y procurar el bien de mis hermanos es la mayor y más pura fuente de la propia fidelidad, de la incapacidad para de construir la paz.
Demos gracias a Dios porque, gracias a la fe en Cristo y a que su luz ha brillado y brilla en nuestros corazones, nos bendice “concediéndonos su paz”, “por Cristo nos ha reconciliado y dado la paz por la sangre de su cruz” (Col 1,20). En nuestros corazones ha vuelto a resonar el canto que oyeron los pastores. “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres” (Lc 2,14). “Paz al de lejos y paz al de cerca. Así dice el Señor” –lo dice por Isaías profetizando la llegada de Jesús “el príncipe de la paz”– (Is 57,19; 9,6). “Mi paz les dejo, mi paz les doy; no como la da el mundo”, dice Jesús antes de su pasión (Jn 14,27); “la paz sea con ustedes”, dice y repite resucitado (Jn 20,19.21.26).
“Bienaventurados aquellos cuyo corazón tiene paz y la dan a los demás, porque ellos serán hijos de Dios” (Mt 5,9). El Papa, que acentúa en su mensaje de este año la exhortación a los jóvenes, hace notar también la importancia de la acción de la familia cristiana para la paz en la sociedad; podemos añadir que también para la paz en los corazones. “Si hubieras atendido a mis mandatos, sería tu paz como un río” – dice el profeta Isaías al pueblo judío desterrado por sus idolatrías y ya arrepentido (Is 48,18).
Un deseo expresado por el Papa con tanto interés en un mensaje que se dirige al mundo entero, tiene el valor de expresarnos con especial claridad que se trata de algo que Dios quiere hoy de su Iglesia y que lo va a acompañar con gracias especiales para que se realice. Que este año, pues, todos y cada uno, especialmente en el seno de sus familias, se esfuerce en pedir con su oración y en construir con su conducta una familia unida, una familia en la que el cariño se expresa con palabras y de obra, en que cada uno procura el bienestar del otro, en que para lograrlo nadie ahorra los sacrificios diarios y necesarios, pequeños y grandes, en el que la alegría y la felicidad van perfectamente unidos con la tolerancia y el perdón. Una familia así es un don precioso para sus miembros, para sus amigos, para la sociedad y para la Iglesia. Hace visible, es una prueba de que Jesús vino y está presente para salvar de los pecados y hacer hijos de Dios.Cuando la antigua liturgia latina llama a María «madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor» (1), cuando el Concilio de Efeso (a 431), le da el nombre de «theotokos, madre de Dios», la tradición aquí no tiene más mérito que el de descubrir el verdadero sentido del Evangelio, y particularmente de las palabras de Isabel: «la madre de mi Señor».
El dogma de Efeso tiene por esencia una extensión cristológica: no se titula a María madre de Dios para la glorificación personal suya, sino por Cristo, para que la verdad sobre la persona de Cristo quede inundada de luz. En eso mismo es María sierva del Señor; el dogma que gira en torno de ella está al servicio de la verdad concerniente a su Hijo, el Señor. El Concilio de Efeso, llamándola madre de Dios, reconoce en Cristo dos naturalezas, divina y humana, y una sola persona; así reconoce también la realidad de la encarnación del Hijo de Dios en María desde su milagrosa concepción. La liturgia celebra este dogma el 1º de Enero.
Cirilo, obispo de Alejandría (siglo V) respondió a la herejía de Nestorio quien sostenía que Jesús tuvo dos naturalezas (divina y humana) y dos personas separadas (divina y humana) y que la Virgen María sólo era madre del Jesús humano, esta carta de respuesta fue reconocida en el Concilio de Efeso como representadora de la verdad ortodoxa de la Iglesia, escribía: « [Decimos más bien] que las naturalezas que se juntan en verdadera unidad son distintas, pero que de ambas resulta un solo Cristo e Hijo; no como si la diferencia de las naturalezas se destruyera por la unión, sino porque la divinidad y la humanidad constituyen más bien para nosotros un solo Señor y Cristo e Hijo por la concurrencia inefable y misteriosa en la unidad… Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne… De esta manera [los Santos Padres], no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios a la santa Virgen» (2). Aún más, ante el Concilio se leyeron doce anatemas formuladas por san Cirilo, aunque no se sabe si fueron aprobados. El primero, en otros términos, expresaba la unión entre el título de María «Madre de Dios» y la realidad de la encarnación: «Si alguien no confiesa que el Emmanuel es verdadero Dios y que, por esto, la Virgen santa es Madre de Dios (ya que se ha dado luz según la carne al Verbo de Dios encarnado), sea anatema»
En la Reforma, Lutero y Zuinglio tuvieron el mayor respeto por la definición del Concilio de Efeso. Lutero, en 1539, escribía en un tratado Sobre los Concilios y las Iglesias: «Así, este concilio (de Efeso), no ha establecido nada nuevo en la fe, sino que ha defendido la antigua fe contra la oscura novedad de Nestorio. Efectivamente, el artículo según el cual María es Madre de Dios, ha existido en la Iglesia desde el principio, y no ha sido creado como novedad por el Concilio, sino que está sostenido por el Evangelio o por la Sagrada Escritura. Porque en san Lucas (1,32), se halla que el Ángel Gabriel anuncia a la Virgen que ha de nacer de ella el Hijo del Altísimo. Y santa Isabel dice: “¿De dónde me viene a mí que la Madre del Señor venga a mí?”. Y los ángeles proclaman en Navidad todos juntos: “Hoy os ha nacido un Salvador, que es Cristo, el Señor”. Igualmente, san Pablo (Gal 4,4): “Dios ha enviado a su Hijo nacido de una mujer”. Estas palabras, que yo creo verdaderas, sostienen en verdad con bastante firmeza que María es la Madre de Dios» (3). Zuinglio hizo imprimir en 1524 un sermón sobre “María, siempre virgen pura, Madre de Dios” (4). En él, emplea libremente el título de Madre de Dios. En un pasaje en el que se defiende de la acusación de que era objeto por parte de personas de mala voluntad que pretendían haberle oído hablar de María como de una pecadora igual a cualquiera otra criatura, declara: «Nunca he pensado, ni menos enseñado o públicamente hablado cosa en modo alguno deshonrosa, impía, indigna o maligna en puntos concernientes a la pura Virgen María, Madre de nuestra Salvación… Séame suficiente el haber expuesto a los piadosos y sencillos cristianos mi neta convicción referente a la Madre de Dios: creo firmemente, según las palabras del santo Evangelio, que esta Virgen pura nos ha dado a luz al Hijo de Dios, quedando en y después del alumbramiento, Virgen pura e intacta eternamente».
Si Dios ha tomado carne realmente en la Virgen María, si las dos naturalezas de Cristo están realmente unidas en una sola persona, María no puede ser sólo la Madre de la humanidad de Cristo, como si ésta pudiese ser separada de su divinidad: es la Madre de una sola persona, la Madre de Dios encarnado, del único Cristo, Dios y hombre verdadero. Por otra parte, si es real la humanidad de Cristo, tiene como persona individual una madre verdadera, lo que exige una relación de madre e hijo en toda la extensión de la palabra, física, sicológica y espiritual. En la encarnación de Dios que es real, y en la humanidad de Cristo, que también es real, está la exigencia fundamental de que María tenga el apelativo de Madre de Dios, y de que sea una madre verdaderamente humana, no sólo un instrumento que permita la aparición de Dios sobre la tierra. Ya que Dios estaba en Cristo, ha tenido en María una Madre verdadera, Madre de Dios; siendo verdaderamente hombre, ha tenido en María una verdadera madre humana. La unidad humana de María, Madre de Dios y de Jesús, Hijo de Dios, aparece muy claramente en la narración de la visitación.
1. «Genitrix Dei et Domini nostri Jesu Christi», Communicantes de la misa romana.
2. Traducción española de Daniel Ruiz Bueno en la obra El magisterio de la Iglesia, Ed. Herder, Barcelona 1955.
3. Martin Luthers Werke, Weimar, 50: 591, 22 1 592, 5.
4. «Von der ewig reinen Magd Maria, der Mutter Gottes», Huldrych Zwingli, Sämtliche Werke, Berlín, 1, 391-428.
Biografía:
Max Thurian, María, madre del Señor, figura de la Iglesia. Editorial Hechos y Dichos, Zaragoza, 1966