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María, Madre de Dios



Cuando la antigua liturgia latina llama a María «madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor» (1), cuando el Concilio de Efeso (a 431), le da el nombre de «theotokos, madre de Dios», la tradición aquí no tiene más mérito que el de descubrir el verdadero sentido del Evangelio, y particularmente de las palabras de Isabel: «la madre de mi Señor».

El dogma de Efeso tiene por esencia una extensión cristológica: no se titula a María madre de Dios para la glorificación personal suya, sino por Cristo, para que la verdad sobre la persona de Cristo quede inundada de luz. En eso mismo es María sierva del Señor; el dogma que gira en torno de ella está al servicio de la verdad concerniente a su Hijo, el Señor. El Concilio de Efeso, llamándola madre de Dios, reconoce en Cristo dos naturalezas, divina y humana, y una sola persona; así reconoce también la realidad de la encarnación del Hijo de Dios en María desde su milagrosa concepción. La liturgia celebra este dogma el 1º de Enero.

Cirilo, obispo de Alejandría (siglo V) respondió a la herejía de Nestorio quien sostenía que Jesús tuvo dos naturalezas (divina y humana) y dos personas separadas (divina y humana) y que la Virgen María sólo era madre del Jesús humano, esta carta de respuesta fue reconocida en el Concilio de Efeso como representadora de la verdad ortodoxa de la Iglesia, escribía: « [Decimos más bien] que las naturalezas que se juntan en verdadera unidad son distintas, pero que de ambas resulta un solo Cristo e Hijo; no como si la diferencia de las naturalezas se destruyera por la unión, sino porque la divinidad y la humanidad constituyen más bien para nosotros un solo Señor y Cristo e Hijo por la concurrencia inefable y misteriosa en la unidad… Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne… De esta manera [los Santos Padres], no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios a la santa Virgen» (2). Aún más, ante el Concilio se leyeron doce anatemas formuladas por san Cirilo, aunque no se sabe si fueron aprobados. El primero, en otros términos, expresaba la unión entre el título de María «Madre de Dios» y la realidad de la encarnación: «Si alguien no confiesa que el Emmanuel es verdadero Dios y que, por esto, la Virgen santa es Madre de Dios (ya que se ha dado luz según la carne al Verbo de Dios encarnado), sea anatema»

En la Reforma, Lutero y Zuinglio tuvieron el mayor respeto por la definición del Concilio de Efeso. Lutero, en 1539, escribía en un tratado Sobre los Concilios y las Iglesias: «Así, este concilio (de Efeso), no ha establecido nada nuevo en la fe, sino que ha defendido la antigua fe contra la oscura novedad de Nestorio. Efectivamente, el artículo según el cual María es Madre de Dios, ha existido en la Iglesia desde el principio, y no ha sido creado como novedad por el Concilio, sino que está sostenido por el Evangelio o por la Sagrada Escritura. Porque en san Lucas (1,32), se halla que el Ángel Gabriel anuncia a la Virgen que ha de nacer de ella el Hijo del Altísimo. Y santa Isabel dice: “¿De dónde me viene a mí que la Madre del Señor venga a mí?”. Y los ángeles proclaman en Navidad todos juntos: “Hoy os ha nacido un Salvador, que es Cristo, el Señor”. Igualmente, san Pablo (Gal 4,4): “Dios ha enviado a su Hijo nacido de una mujer”. Estas palabras, que yo creo verdaderas, sostienen en verdad con bastante firmeza que María es la Madre de Dios» (3). Zuinglio hizo imprimir en 1524 un sermón sobre “María, siempre virgen pura, Madre de Dios” (4). En él, emplea libremente el título de Madre de Dios. En un pasaje en el que se defiende de la acusación de que era objeto por parte de personas de mala voluntad que pretendían haberle oído hablar de María como de una pecadora igual a cualquiera otra criatura, declara: «Nunca he pensado, ni menos enseñado o públicamente hablado cosa en modo alguno deshonrosa, impía, indigna o maligna en puntos concernientes a la pura Virgen María, Madre de nuestra Salvación… Séame suficiente el haber expuesto a los piadosos y sencillos cristianos mi neta convicción referente a la Madre de Dios: creo firmemente, según las palabras del santo Evangelio, que esta Virgen pura nos ha dado a luz al Hijo de Dios, quedando en y después del alumbramiento, Virgen pura e intacta eternamente».

Si Dios ha tomado carne realmente en la Virgen María, si las dos naturalezas de Cristo están realmente unidas en una sola persona, María no puede ser sólo la Madre de la humanidad de Cristo, como si ésta pudiese ser separada de su divinidad: es la Madre de una sola persona, la Madre de Dios encarnado, del único Cristo, Dios y hombre verdadero. Por otra parte, si es real la humanidad de Cristo, tiene como persona individual una madre verdadera, lo que exige una relación de madre e hijo en toda la extensión de la palabra, física, sicológica y espiritual. En la encarnación de Dios que es real, y en la humanidad de Cristo, que también es real, está la exigencia fundamental de que María tenga el apelativo de Madre de Dios, y de que sea una madre verdaderamente humana, no sólo un instrumento que permita la aparición de Dios sobre la tierra. Ya que Dios estaba en Cristo, ha tenido en María una Madre verdadera, Madre de Dios; siendo verdaderamente hombre, ha tenido en María una verdadera madre humana. La unidad humana de María, Madre de Dios y de Jesús, Hijo de Dios, aparece muy claramente en la narración de la visitación.


1. «Genitrix Dei et Domini nostri Jesu Christi», Communicantes de la misa romana.

2. Traducción española de Daniel Ruiz Bueno en la obra El magisterio de la Iglesia, Ed. Herder, Barcelona 1955.

3. Martin Luthers Werke, Weimar, 50: 591, 22 1 592, 5.

4. «Von der ewig reinen Magd Maria, der Mutter Gottes», Huldrych Zwingli, Sämtliche Werke, Berlín, 1, 391-428.


Biografía:

Max Thurian, María, madre del Señor, figura de la Iglesia. Editorial Hechos y Dichos, Zaragoza, 1966


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