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La relación de pareja como prioridad - 2º Parte

P. Vicente Gallo, S.J.


2. La principal prioridad

“No es bueno que el hombre esté solo”, dijo Dios habiendo creado al primer hombre. Aquel hombre lo tenía todo, todas las cosas eran suyas; pero se sentía vacío y desdichado en su soledad. Entre tantas cosas, no encontraba una que pudiera hacerle compañía. Como Dios no sería feliz sino en la Relación de amor en su Trinidad de Personas haciendo un único Dios, así el hombre, que era verdadera “imagen y semejanza” de Dios, no podía ser feliz viviendo solo. La experiencia universal nos lo enseña.

Todas las otras prioridades son comunes en los casados; tanto que no les resulta fácil decir cuál de ellas ocupa, en su vida y en el de la pareja, el primer lugar. Todas ellas resultan tentadoras en un mundo que las vive y las enseña; son normales en ese mismo mundo que hace tan difícil no darles esa importancia. En realidad, no es legítimo ni posible excluir alguna de ellas del campo de unas necesidades que son inapelables. Ni es fácil hacer una selección de cinco por encima de todas las otras; mucho más difícil aún es elegir la que se juzgue ser la primera.

Pero al poner “la relación de pareja” como la primera prioridad, podemos reflexionar y ver que, de hecho, todas las otras no sólo son menos importantes, sino que hasta dejan de ser importantes cuando falta la principal: la buena relación de la pareja en su vivir cada día unidos en matrimonio. Ser la mejor pareja que se pueda ser, viviendo la mejor relación que se pueda vivir en la pareja, no sólo podemos ponerlo como lo principal; sino que, como cristianos, lo ponemos como el primer elemento del vivir la fe en el Matrimonio como Sacramento, la esperanza desde él, y el amor como Dios nos ama, virtudes que constituyen la espiritualidad matrimonial, viviendo el Sacramento de la Iglesia que los unió.

La relación de pareja, que decimos ha de ser la primera prioridad en el matrimonio, consiste en la disponibilidad de ambos para dar al otro lo que se le vea necesitar; la apertura hacia el otro para saber, en todas las situaciones, recibir con gratitud lo que otro le está dando; la confianza de ambos para poder pedir el uno al otro lo que necesite; la generosidad y entrega mutuas para acoger lo se le pide a uno, y a quien se lo está pidiendo. Es la responsabilidad de cada uno para saber decir sí o poder decir no a lo que le pide el otro, pero con amor. Es la fidelidad permanente, que le da al otro la seguridad de no verse nunca sólo, habiéndose casado ante Dios para vivir toda la vida en la unidad de la más perfecta intimidad. Pudiendo siempre decirse el uno al otro: ¡Qué suerte tuve de casarme contigo!




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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.

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Nuestro Sí a Dios

P. Adolfo Franco, S.J.

Mateo 21, 28-32

El Evangelio de este domingo nos cuestiona, haciéndonos reflexionar sobre el SÍ que decimos, que a veces es una afirmación y un compromiso gaseoso.


Una parábola muy breve, y dedicada especialmente a los fariseos: se trata de dos hijos, a quienes el Padre manda algo, uno dice que sí, pero no lo hace; el otro dice que no, y termina haciendo lo que su Padre le ha pedido. Va dirigida a los fariseos que aparentan decir que sí, con su vida “superficialmente recta” pero no hacen lo que realmente quiere Dios, que es que acepten a su Enviado.

Es muy aleccionadora esta parábola y es verdad que eso ocurre muchas veces, en las cosas de la vida. Hay quienes parecen decir que sí, y no hacen nada, proponen muchas cosas, pero nada de nada. Y otros que parecen muy rebeldes, pero son al final los que obran más rectamente y los que más ayudan al prójimo.

¿Qué significa decirle sí a Dios? Porque en esto está lo central de este asunto. ¿Bastan buenas palabras, propósitos hechos en un retiro?, ¿o hace falta algo más? Decirle sí a Dios en la conducta diaria, y no sólo de palabra, sino en las obras. Es una respuesta fundamental, a Alguien que nos llama. ¿Hasta qué punto le hemos dicho sí a Dios?

Cuando fuimos bautizados, éramos muy pequeños, nuestros padres y padrinos dijeron que sí a Dios, por nosotros. Después, a lo largo de los años, nos tocó a nosotros asumir lo que ellos prometieron por nosotros. Y entonces es cuando nuestro sí empezó a desvanecerse, y hasta quizá hasta desaparecer: habíamos dicho que sí, y después resultó que no.

Hicimos la primera comunión, y le dijimos sí a Jesús (¿no estábamos demasiado aturdidos por los agasajos para saber qué es lo que decíamos?) Y esa amistad prometida, en ese momento tan hermoso, no logró consolidarse. Todavía no sabíamos bien lo que hacíamos, y Quién era el que nos pedía una respuesta.

Pasaron los años: pasaron muchos años y muchas cosas. Y cada uno sabe su historia personal. Si las repetidas respuestas dadas al Señor eran concretas o se desvanecían fácilmente en el olvido de lo prometido. Nos hemos mantenido tanto tiempo en el “sí, pero no”. Ha habido momentos en que parecía que ya arrancábamos de verdad; parecía que el sí a Dios al final iba ya en serio. Pero el tiempo, el desgaste, el aburrimiento, la falta de perseverancia, volvía a transformar en no ese nuestro sí, que había parecido contundente.

Y ¿a qué se le dice sí, cuando Dios pregunta? Cuando me pide una respuesta, ¿qué quiere en realidad de mí?. Es atreverse a darle la vida entera, sin recortes y sin límites. ¿Nos llama Dios al amor y a la mistad? ¿Nos arriesgamos a querer a Dios y a dejarnos querer por El? Decimos a veces sí, pero cuidando la retirada. No nos atrevemos a adentrarnos en el bosque, sino que nos quedamos en el sitio donde todavía nos es posible retroceder. Porque la aventura de ir adentro, por un camino desconocido nos da mucho miedo y queremos asegurar la retirada.

Y es que El que nos llama, no nos explica de ninguna manera todo, desde el principio, y ahí está el comienzo de la respuesta, en fiarnos completamente. Decirle sí sabiendo sólo que es El. Lo llamamos nuestro Salvador, pero le tenemos miedo. Le llamamos Bueno, pero no nos fiamos del todo. Le decimos Padre, pero tememos que no nos dé lo mejor. Reservas, dudas, temores, frialdad, cobardía. Esos son elementos que acompañan nuestra respuesta. Nos cuesta mucho salir del “sí, pero no”. Y la forma de decir sí al fin, es cerrar los ojos y zambullirnos (aunque sea con miedo) en el abismo; aparente abismo, porque en realidad es sumergirnos en un abrazo inconmensurable.


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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Homilía - Un corazón humilde para que Dios lo ocupe - Domingo 26º TO (A)


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Ez 18,25-28; S. 24; Flp 2,1-11; Mt 21,28-31


Este evangelio nos sitúa en la última semana de vida mortal de Jesús, entre el Domingo de Ramos y el Jueves Santo. En esos días Jesús sostiene discusiones fuertes con escribas, fariseos, saduceos y aun sacerdotes y ancianos miembros del Sanedrín, que le llevarán a la cruz.

El sentido de esta breve parábola, dura en su contenido, es claro. No es la primera vez tampoco en que expresa una idea semejante. El Padre representa a Dios. Ellos son los hijos buenos, cuidadosos en su forma de expresarse muy respetuosa con todo lo religioso; pero sus obras no son las que Dios quiere. No creen, no se arrepienten, no cambian de vida, no escuchan el mensaje de Dios ni a Juan ni a Jesús mismo. La idea no es nueva en su predicación. Ya la expresó con énfasis acabando el sermón del monte. Escuchar y no hacer es edificar sobre arena; escuchar y hacer es edificar sobre roca (Mt 7,21-27).

La liturgia de hoy en la segunda lectura San Pablo presenta a Cristo como ejemplo de coherencia entre las palabras y los hechos en la práctica de la virtud de la caridad, resumen de la moral cristiana.

Quiere insistir, porque viene a ser un indicador seguro de la calidad de su fe. Filipos es una comunidad —piensen en una familia, un grupo, una parroquia, una diócesis­— que ha dado grandes alegrías a Pablo. Pablo la anima hacia lo más alto: “denme esta alegría: manténganse unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obren por envidia ni por ostentación” —la envidia y la pretensión de aparecer ser más que los demás mata la caridad— “déjense guiar por la humildad y consideren siempre superiores a los demás. No se encierren en sus intereses, sino busquen todos el interés de los demás” —el que llega a hacer esto es porque se ha transformado en Cristo—. “Tengan entre ustedes los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús”—es decir de una vida transformada por la presencia, el Espíritu, la fuerza activa de Jesús.

Y canta a continuación uno de los cantos a Cristo más hermosos de la Escritura, repetido una y mil veces por sus grandes adoradores y amigos: ”Él, a pesar de su condición divina—a pesar de que era Dios—“no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”. Esto es verdad, esto es lo que eligió el Padre para Jesús y Jesús aceptó para realizar la misión de salvar a los hombres. No vino como emperador poderoso a la cabeza de un gran pueblo ni de grandes ejércitos; al revés perteneció a un pueblo entonces humillado y sometido y en él nació en una familia pobre y sin poder; sería rechazado, condenado a muerte con suplicio de esclavos, como uno de tantos. “y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”.

Este fue en resumen el camino salvador de Jesús y éste, y no otro, ha de ser el camino de nuestra propia salvación y de nuestra colaboración en su obra salvadora: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo y que tome su cruz y me siga” (Mt 16,24). El texto de Pablo destaca como lo más necesario en este seguimiento la humildad. Humildad es aquella virtud del espíritu que se alegra por pertenecer a los últimos, no se entristece por estar en el último lugar, acepta que su puesto es servir, recibe con paz palabras y gestos de poco aprecio. Cristo la recordará en la Última Cena como última lección y base del amor mutuo para motivar a los hombres a creer en él. San Pablo la pide aquí a los filipenses para que lleguen a ser una comunidad cristiana modelo; la pone como la virtud de Cristo más destacada y fuente de toda su obra redentora; concluyendo con esta expresión maravillosa: “Por eso Dios lo levantó sobre todo” —los últimos serán los primeros— “y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre», de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo, y toda lengua proclame: «Jesucristo es Señor» para gloria de Dios Padre”.

Si cada domingo, como hoy, nos reunimos en la misa para purificarnos, cantar y alabar a Dios, es porque queremos cumplir la voluntad de nuestro Padre. Pedimos perdón al principio de la misa, porque a veces hemos respondido “no” a la invitación del Padre aunque luego nos hayamos arrepentido; pero otras veces dijimos “sí” y no lo hicimos. Y deseamos hacerla con más perfección y alegría. Queremos formar comunidades cristianas, empezando por nuestras propias familias donde el amor brille.

Sabemos que para ello es necesaria la gracia de Dios. La acción de esta gracia, que hace fácil el bien, se nota con frecuencia en la conciencia. Suele ser un sentimiento complejo de paz, alegría de ser amado y perdonado, de fuerza para el bien, cuyo deseo viene de dentro, sin imposición externa. Desaparece si uno se deja engañar por la vanidad. Recordemos a Jesús cuando, lleno de entusiasmo, se dirige al Padre: "Yo te glorifico, Padre, porque estas cosas - los secretos de la fe y de tu amor- las ocultas a los sabiondos y las manifiestas a los pequeños. Aprendan de mía a ser mansos y humildes y hallarán la paz del alma" (Mt 11, 25-29) y, más aún, la gracia del Todopoderoso.


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¿Cómo se explican los milagros de Jesús?


P. Juan Chapa


Entre las acusaciones más antiguas de judíos y paganos contra Jesús se encuentra la de ser un mago. En el siglo II, Orígenes refuta las imputaciones de magia que Celso hace del Maestro de Nazaret y a las que aluden San Justino, Arnobio y Lactancio. También algunas tradiciones judías que pueden remontarse al siglo II contienen acusaciones de hechicería. En todos estos casos, no se afirma que él no hubiera existido ni que no hubiera realizado prodigios, sino que los motivos que le llevaban a hacerlos eran el interés y la fama personales. De estas afirmaciones se desprende la existencia histórica de Jesús y su fama de taumaturgo, tal como lo muestran los evangelios. Por eso, hoy en día, entre los datos que se dan por demostrados sobre la vida de Jesús, está el hecho de que obró exorcismos y curaciones.

Sin embargo, en relación a otros personajes de la época conocidos por realizar prodigios, Jesús es único. Se distingue por el número mucho mayor de milagros que obró y por el sentido que les dio, absolutamente distinto al de los prodigios que pudieron realizar algunos de esos personajes (si es que de verdad los hicieron). El número de milagros atribuidos a otros taumaturgos es muy reducido, mientras que en los evangelios tenemos 19 relatos de milagro en Mt; 18 en Mc; 20 en Lc y 8 en Jn; además hay referencias en los sinópticos y Juan a los muchos otros milagros que Jesús hizo (cfr Mc 1,32-34 y par; 3,7-12 y par; 6,53-56; Jn 20,30). El sentido es también diferente al de cualquier otro taumaturgo: Jesús hace milagros que implicaban en los beneficiados un reconocimiento de la bondad de Dios y un cambio de vida. Su resistencia a hacerlos muestra que no buscaba su propia exaltación o gloria. De ahí que tengan un significado propio.

Los milagros de Jesús se entienden en el contexto del Reino de Dios: “Si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros” (Mt 12,28). Jesús inaugura el Reino de Dios y los milagros son una llamada a una respuesta creyente. Esto es fundamental y distintivo de los milagros que obró Jesús. Reino y milagros son inseparables.

Los milagros de Jesús no eran fruto de técnicas (como un médico) o de la actuación de demonios o ángeles (como un mago), sino resultado del poder sobrenatural del Espíritu de Dios.

Por tanto, Jesús hizo milagros para confirmar que el Reino estaba presente en Él, anunciar la derrota definitiva de Satanás y aumentar la fe en su Persona. No pueden explicarse como prodigios asombrosos sino como actuaciones de Dios mismo con un significado más profundo que el hecho prodigioso. Los milagros sobre la naturaleza son señales de que el poder divino que actúa en Jesús se extiende más allá del mundo humano y se manifiesta como poder de dominio también sobre las fuerzas de la naturaleza. Los milagros de curación y los exorcismos son señales de que Jesús ha manifestado su poder de salvar al hombre del mal que amenaza al alma. Unos y otros son señales de otras realidades espirituales: las curaciones del cuerpo —la liberación de la esclavitud de la enfermedad— significan la curación del alma de la esclavitud del pecado; el poder de expulsar a lo demonios indica la victoria de Cristo sobre el mal; la multiplicación de los panes alude al don de la Eucaristía; la tempestad calmada es una invitación a confiar en Cristo en los momentos borrascosos y difíciles; la resurrección de Lázaro anuncia que Cristo es la misma resurrección y es figura de la resurrección final, etc.

Bibliografía: V. Balaguer (ed), Comprender los evangelios, Eunsa, Pamplona 2005; R. Latourelle, Milagros de Jesús y teología del milagro, Sígueme, Salamanca 21990; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 541-550.


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Tomado de:
http://www.opusdei.es/art.php?p=15378

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La Oración en los Ejercicios Espirituales - 3º Parte

3. EL COMIENZO DE MI ORACIÓN


No todos tenemos una misma forma de hacer oración. Pueden variar las formas y los modos de hacer oración. Se puede decir que hay tantas maneras de orar como personas intentan hacer oración. Orar es entrar en relación personal con Dios, y eso es un don, un regalo del Espíritu Santo. Pero proponemos unos pasos que tal vez nos puedan ayudar para comenzar la oración.

[Nota importante]:

El comenzar bien la oración es tan importante que puede convertirse en una garantía para terminar bien la oración

Es lo mismo que cuando se va a cocinar algo especial o se va a hacer una tarea extraordinaria, eso toma su tiempo y su atención especial. Sabemos que es importante la preparación.

En la oración, pronto nos podemos sentir tentados a querer leer cuanto antes el texto, sin preparación previa. Hacer eso no es recomendable.

Es conveniente darle tiempo a Dios. No podemos dañar la comunicación por nuestros apuros.

Por eso proponemos estos pasos:

1º Calmarme

Generalmente todos vivimos bajo presión, congestionados o tensos, siempre de prisa.

Luego de tomar en cuenta los elementos de la oración, empezaré calmándome físicamente, serenándome, relajando los músculos. Esto lo puedo lograr con un ejercicio de respiración. Esto ayudará a conseguir el silencio exterior.

Trate enseguida de descongestionarse espiritualmente (puede ser más difícil). Debe dejar de lado sus preocupaciones, no para desconectarse o aislarse de su realidad, sino para situarse ante ella en otra dimensión de profundidad, que es propia de la oración. Esta “profundidad” requiere silencio interior. Intente hacer esto mientras se va calmando su ritmo respiratorio, repetirá una y otra vez, varias veces, muchas veces, una frase evangélica breve que le guste, especialmente, o una simple palabra (por ejemplo: “Yo os he llamado amigos”, “Padre Nuestro”, “Bendito seas, Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo”, etc.). Deje que el significado de la palabra cale hondamente en su interior. Se está poniendo en la presencia de Dios. Si una preocupación sigue fija en su mente, diga simplemente: “De esto ya me encargaré a tal hora…”, “De eso ya hay quien se encargue…”, “¿Es sumamente importante?...”, “La escribiré en un papel para ocuparme de ella luego”, etc.

Despacio, sin prisa, deje que su cuerpo se vaya relajando y su mente serenándose poco a poco. Si su vista lo distrae, lo fijará en un punto (que puede ser una imagen o una vela encendida) o seguiré con los ojos cerrados.

Estos minutos de tranquilidad le son necesarios. No pierde el tiempo. Va sintiendo que todo su cuerpo se apacigua, no hay músculos ni nervios en tensión. Sus sentidos reciben impresiones del exterior, pero no promueven ideas sobre lo que reciben. No “pelee” con los ruidos que llegan a Ud.: los oye simplemente, sin intentar clasificarlos o identificarlos. Los objetos que le rodean están simplemente, reflejan la luz, pero no se detiene a observarlos. Hay “imágenes” que se entrecruzan en su imaginación…, así como vienen, se irán; no luche contra ellas, simplemente deje que se vayan y siga pensando en su frase…

2º Calmado en presencia de Dios

La señal de la cruz, hecha lentamente, repitiendo internamente las palabras: Padre, Hijo, Espíritu Santo, me hacen entrar en la presencia del Dios Trinidad, que está aquí, de veras presente y me mira, me acoge ante Él, me escucha… “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17).

Caigo en la cuenta delante de quién estoy… Del Hijo, que me lleva al Padre, por el Espíritu Santo…

Alguien está realmente aquí y me escucha…

Y yo ante Él

como un hijo ante su Padre

o un amigo con su amigo

o un discípulo ante su maestro…

“Como están los ojos de los esclavos, fijos en las manos de sus señores, así nuestros ojos en el Señor” (Sal 12)

3º Calmado en espera de algo

Porque Dios ha hablado y ha insinuado que se espere algo:

“Yo la conduciré al desierto y allí le hablaré al corazón…” (Os 2,16)

“Zaqueo: bájate de allí, es necesario que me aloje hoy en tu casa…” (Lc 19,5)

“Simón, tengo algo que decirte…” (Lc 7, 40)

“Si alguno me ama… yo le amaré y me manifestaré a él…” (Jn 14,21)

“Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre a puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20)

¿Qué cosa puedo esperar de mi oración?

Primero, un contacto consciente, vivo, con la persona del Señor, con Dios, que me hace decir:

“Habla, Señor, que tu siervo escucha”

“Que tu voz resuene en mis oídos”

“Muéstrame tu rostro”

“Enséñame tus caminos”

“Santificado sea tu Nombre, venga tu Reino…”

“Ven, Señor Jesús”

Y con esto, una atención más grande a su Voluntad; un moverse a hacer Su Voluntad, poniendo toda mi existencia, personal y social (mi pensamiento y acciones, los acontecimientos y realidades que me rodean, mis actitudes y proyectos, etc.) a la luz de su Palabra, para ser interpelado por ella y ver lo que Él quiere.

Además, todo esto, en una espera confiada. Sin querer apresurarme, ni inquietarme. Sin hablar mucho; escuchando más bien, sintiendo y gustando internamente. Porque “no el mucho saber harta y satisface el alma, mas el sentir y gustar de las cosas internamente” (EE.2) Reconociendo que “no sabemos orar como conviene” (Rom 8,26) y por eso el Espíritu, que está en mí y todo lo abarca, “intercede a nuestro favor con gemidos inefables”, “viene a socorrer nuestra debilidad” y “nos hace clamar: ¡Abba! ¡Padre!.

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Referencias:

Guías de ayuda para hacer los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola en la vida corriente. Ignacio Huarte, S.J.

Métodos Ignacianos de Oración – Equipo de Pastoral Juvenil, Compañía de Jesús en el Perú. Lima.

Para sentir y gustar con Dios. Módulo Taller de Oración Cristiana – Encuentros, Casa de la Juventud, Lima. 1998.

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Para leer las etregas anteriores:

La Oración en los Ejercicios Espirituales - 1º Parte ¿Qué es la Oración?

La Oración en los Ejercicios Espirituales - 2º Parte ¿Cómo preparo mi Oración?


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