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Homilía - Solemnidad de la Inmaculada Concepción





P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Gen 3,9-15.20; S 97,1-4; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,26-38

Bendita entre todas las mujeres
ruega por nosotros



No es raro que los fieles católicos nos veamos atacados por la devoción que tenemos a María. A veces hay hermanos separados que dan pie a pensar que pertenecen a su secta o religión más por la agresividad de su rechazo a la Virgen María que por su vivencia del amor a Cristo. Nos urge por eso saber dar “razón de nuestra esperanza”. Las fiestas de María, como hoy, nos ofrecen la oportunidad de prepararnos.

El Catecismo de la Iglesia Católica es un resumen completo de la fe de la Iglesia. Conviene que toda familia cristiana lo tenga y lo consulte cuando surja la duda sobre algo de la fe católica. De la Virgen María habla en muchos lugares; lo que muestra ya que María es parte de la fe de la Iglesia. El misterio de Cristo –dice el Catecismo– remite necesariamente a María. Lo que significa que quien excluye a María de su vida religiosa, no vive en plenitud la fe católica. (v. CIC 963).

De algunos convertidos sabemos que la ausencia de María era antes para ellos causa de insatisfacción; incluso veían una contradicción entre lo que la Escritura dice de María y lo que sus mismos teólogos y pastores afirmaban y de hecho se vivía en su propia confesión.

La piedad mariana es una de las tantas joyas de la Iglesia católica, que nosotros formamos. La fiesta de hoy nos pide que una vez más gustemos de la riqueza sobrenatural de nuestra Madre Inmaculada. María tiene la función de Madre, de modelo o figura ideal y de colaboradora de Cristo en el orden de la gracia. Reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor –enseña el Catecismo– es verdaderamente la madre de los miembros de Cristo, porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza. Así lo afirma ya San Agustín y lo repite el Papa Pablo VI: “María, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia” (Pablo VI, 21 nov. 1964; v. C.I.C. 963).

Por eso –continúa el Catecismo –“el papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo y deriva directamente de ella (de esa unión). Esta unión de la Madre con el hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte. Se manifiesta particularmente en la hora de su pasión” (964).

Dicha afirmación se confirma en las lecturas de la misa de hoy. En el evangelio hace María su primera aparición; el contenido es el mensaje de Dios para que aceptara la misión de ser madre de Jesús y su respuesta. En la lectura del Génesis, la primera de hoy, está en el mensaje profético de Dios de que derrotará al Demonio: “establezco hostilidades entre ti y la mujer (se refiere a María), entre tu estirpe y la suya (Jesús)”. En la segunda lectura, de San Pablo, se nos revela el plan de Dios destinando a todos y cada uno de los hombres a unirlos con su Hijo Jesucristo, lo cual se verifica de modo eminente en María su Madre.

En particular la prerrogativa de la Inmaculada Concepción de María ha suscitado y suscita siempre, sobre todo en tantos jóvenes, el anhelo, el ansia de imitarla liberándose de todo pecado, en particular contra la pureza. María, aplastando la cabeza de la serpiente, es un imán, una llamada interior de todo hijo e hija de la Iglesia y una esperanza de liberación del pecado.

Con razón, pues, podemos afirmar con el mismo Catecismo de la Iglesia: “La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano” (971). Lo que significa que sin la devoción a la Virgen María nuestra vida cristiana estaría enferma.

La devoción a la Virgen María, pues, es una riqueza de la gracia de Dios que debemos cuidar, una luz necesaria que nos ilumina el misterio de Cristo y de la Iglesia. El Catecismo cierra sus reflexiones diciendo: “no se puede concluir mejor que volviendo la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su Misterio, en su peregrinación de la fe, y lo que será al final de su marcha, donde le espera para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad, en comunión con todos los santos, aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre” (972).

La devoción mariana debe ser así parte normal de nuestra vida religiosa. Es bueno que hoy hagamos examen del valor que damos a María en la práctica de nuestra fe. Si la recordamos, saludamos e invocamos su bendición todos los días; si le pedimos ayuda para superar nuestras tentaciones; si nos es ejemplo al leer la palabra de Dios, para que “se haga en nosotros según la misma palabra”; si sus festividades tienen en nosotros una resonancia especial y nos provocan para realizar en su honor algo especial; si su caridad y sus virtudes nos estimulan. En un hogar cristiano que no falten nunca los recuerdos para vivir la presencia de María: cuadros y adornos artísticos y sobre todo la oración mariana, como el Santo Rosario, síntesis de todo el Evangelio (C.I.C. 971). Los padres y madres que enseñen a sus hijos, antes ya de ir a la escuela, que tienen otra Madre en el Cielo y otro Padre Dios, que también les quieren mucho, y enséñenles a rezar al Padre, al Hijo y a la Madre.

Desde el corazón de la Iglesia saludemos a María con frecuencia y con amor de hijos: Alégrate, Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres. Porque has encontrado gracia ante Dios para ti y para nosotros; porque has concebido por obra del Espíritu Santo un hijo que es Hijo de Dios; porque has colaborado para que nosotros seamos también hijos de Dios por el bautismo e hijos tuyos porque así lo quiso Jesús; porque para Dios nada hay imposible.





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