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Homilías: La Santísima Trinidad (B) 2009


Lecturas: Dt 4,32-34.39s.; S.32; Ro 8,14-17; Mt 28,16-20

“En el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo”
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Resulta siempre difícil hablar de la Santísima Trinidad. Es el misterio más hondo de nuestra fe y tener sobre él un poco de claridad costó a la Iglesia varios siglos de discusiones y de esfuerzo teológico.

Comienzo, por eso, recordando las palabras de San Columbano – del siglo VI – que ya les cité en otra ocasión: “Nadie tenga la presunción de preguntarse sobre lo indescifrable de Dios. Limítate a creer con sencillez, pero con firmeza. ¿Quién es, por tanto, Dios? El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios. No indagues más acerca de Dios; porque los que quieren saber las profundidades insondables deben antes considerar las cosas de la naturaleza. En efecto, el conocimiento de la Trinidad divina se compara, con razón, a la profundidad del mar, según aquella expresión del Eclesiastés: Lo que existe es remoto y muy oscuro, ¿quién lo averiguará? Porque del mismo modo que la profundidad del mar es impenetrable a nuestros ojos, así también la divinidad de la Trinidad escapa a nuestra comprensión. Y por esto insisto: si alguno se empeña en saber lo que debe creer, no piense que lo entenderá mejor disertando que creyendo; al contrario, al ser buscado, el conocimiento de la divinidad se alejará más aún que antes de aquél que pretenda conseguirlo. Busca, pues, el conocimiento supremo no con disquisiciones verbales sino con la perfección de una buena conducta, no con palabras sino con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es fruto de una argumentación basada en una sabiduría irreverente. Por tanto, si buscas mediante el discurso racional al que es inefable, te quedarás muy lejos, más de lo que estabas; pero si lo buscas mediante la fe, la sabiduría estará a la puerta, que es donde tiene su morada, y allí será contemplada, en parte por lo menos”.

Lo que dice San Columbano es verdad y su consejo lo vamos a seguir. Pero, para evitar el estorbo que levanta nuestra inquietud racional, es bueno constatar que misterios los hay en la misma naturaleza. Porque hay verdades que la inteligencia demuestra, pero que ofrecen obstáculos que impiden una total claridad.

Por ejemplo el hecho de que cada uno de nosotros es una sola naturaleza humana individual con conciencia clara de ser uno: yo soy un solo hombre. Ese hombre es el mismo que actúa con la mano, quiere con la voluntad, piensa con la inteligencia. La inteligencia, al razonar, tiene conciencia de ello y de que es un hombre el que razona y que razonar es distinto de querer y de hacer. La inteligencia razona y ve la conveniencia de hacer algo, la voluntad decide hacerlo, el cuerpo lo hace. La acción es fruto de los tres. En cada facultad el hombre es consciente de sí mismo y de que actúa, pero ni hay tres acciones ni tres hombres obrando, sino uno solo y el mismo testimoniado por cada facultad. Tres facultades distintas, cada una con la conciencia de su acto y del todo. Y no hay tres naturalezas humanas sino un solo hombre.

Otro misterio es cómo está el alma en el cuerpo. Tiene que estar en todo el cuerpo y en cada parte de él, pues una parte del cuerpo sin el alma estaría muerta. Pero el alma es simple, sin partes, y donde está, está entera. Está, pues, entera en la cabeza, entera en el corazón, entera en cada miembro. Pero no hay muchas almas, sino una. La misma es la que ve, oye, anda, piensa. Luego el alma está entera en cada parte y entera también en todo el cuerpo. Los filósofos la llaman presencia definitiva; pero no es posible imaginarla.

Hay, pues, misterios en la naturaleza; no nos extrañe que los haya en Dios.

Dios nos ha revelado el misterio de la Trinidad por Jesucristo. En el Antiguo Testamento Dios se esfuerza por inculcar a Israel que no hay otro Dios que Él, que se manifestó a Abrahán, Moisés y los profetas, que creó todo y que es el único salvador. Los demás dioses ni ven, ni oyen, ni pueden salvar (Jer 5,21).

Pero Jesucristo nos manifestó que aquel Dios creador de todo y salvador era su Padre (Jn 5,17), que le había enviado precisamente para salvar del pecado a todos los hombres (Jn 3,16). También les dijo que él y su Padre eran una misma cosa, es decir que poseía la misma naturaleza divina que el Padre (Jn 10,30). Por fin también les dijo que él y el Padre les enviarían el Espíritu Santo (Jn 15,46). Ese Espíritu es del Padre y del Hijo y, como tal, también tiene la misma naturaleza divina y recordaría y manifestaría a todos y cada uno todos sus secretos (Jn 14,26).
Hemos sido bautizados y debemos bautizar “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”; no en los nombres, porque no son tres, sino un solo y el mismo Dios. Un Dios que existe desde siempre, que ha creado todo y a todos, que ama a todos y, siendo todos pecadores, de tal forma nos ama que ha enviado a su Hijo unigénito al mundo para que, avalando la deuda cuasi infinita de nuestros pecados, la satisficiese con su obediencia hasta la muerte en la cruz, alcanzase la salvación todo aquél que creyese en su amor y se arrepintiese, recibiendo su Espíritu Santo, que le convertiría en Santo y ciudadano del Cielo (Hch 2,38).

Buen medio para ir creciendo en esta espiritualidad trinitaria es entrar y hacer conscientemente la oración oficial de la Iglesia. La oración oficial de la Iglesia es trinitaria, fundamentalmente trinitaria. El primer saludo de la misa y la primera invocación son: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”; “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo”. A la Trinidad se llama expresamente en la triple invocación del “Señor, ten piedad”, del canto del Gloria, de la confesión de fe del Credo, de la plegaria eucarística en varias expresiones, de la bendición final de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo que despide, acompaña y fortalece a los fieles para ser sus testigos. Procuren participar así siempre en la misa de cada domingo, viviéndose como hijos de Dios, en su casa y bajo su protección, alegres de la grandeza de la fe que nos alegra comunicar a nuestros hermanos.

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