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Domingo II Cuaresma. Ciclo B – La transfiguración de Jesucristo.
Domingo I Cuaresma. Ciclo B – Jesús en el desierto
Vida - Parte 7: Peripecias en el camino a la cumbre
P. Adolfo Franco, jesuita
Continuación...
PERIPECIAS EN EL CAMINO A LA CUMBRE[1]
Hemos hecho juntos un recorrido de reflexiones comenzando
desde el primer capítulo con las preguntas sobre si me gusta la vida que tengo,
y pasando por cada uno de los capítulos que intentan ayudarnos a enriquecer nuestra
vida. En el capítulo anterior les proponía el desafío de nuestra vida: Buscar y
escalar nuestra propia cumbre. Y ahora cuento la aventura de un escalador
imaginario en su aventura hacia la cumbre (que podría ser tu propia aventura).
1. Advertencia
en la subida a las montañas
Cuando uno se aventura a subir su propia cumbre, debe estar dispuesto a llegar hasta el final. Uno puede quedar frustrado si a medio camino en la ascensión, se siente fatigado y renuncia a subir más arriba.
La cumbre es hermosa, nos desafía, y nos atrae, aunque se sabe que el camino es bastante empinado y hay que emplear todas las fuerzas de las que se dispone.
Se siente el reto del todo o nada. Y cuando se ha subido bastante, hay un momento en que ya no se puede retroceder. En las ascensiones a los Andes ha habido algunos que se han desbarrancado, por meterse por caminos equivocados. Algunos se han perdido en la nieve, por salirse del grupo y querer volver al campamento, es decir por retroceder.
Hay que decidirse entonces a jugarse el todo por el todo, que ninguna dificultad me acobarde; y no detenerse en ningún momento. Hay quienes se han congelado por el frío de las alturas, al querer detenerse un rato para descansar. Y el método es dar un paso cada vez, no correr, pero no detenerse nunca, porque viene la tentación de claudicar.
Hay momentos en que la respiración se hace difícil, cuando se llega a determinada altura; se empiezan a sentir palpitaciones en las venas del cuello y de la sien. Parece que hay que abrir más la boca para captar aire.
Otro problema que puede sentirse en las alturas es la soledad y el silencio. A veces el silencio es tan gélido, que se necesita gritar para sentirse acompañado, aunque sea por el propio eco.
Baste con esta descripción de los retos que se presentan a los escaladores arriesgados. Esto nos puede servir de comparación, para entender lo que les pasa a los que se aventuran y no se quedan en la comodidad de la llanura espiritual.
2. La
novedad de la situación[2]
Cuando uno siente la llamada de su propia cumbre, que es la llamada de Dios, para escalar, empieza un camino que resulta completamente nuevo. Puede haber sucedido que uno se encuentre en ese camino de ascensión sin saber cómo llegó ahora aquí a esa nueva situación. Parecería que lo han traído, y que lo único que ha hecho él es no resistirse a quien lo llevaba a ese nuevo lugar. Lo que tiene ahora delante no es un camino conocido, como los de antes. Uno sabía guiarse antes perfectamente en la meseta, sabía a donde iban todos los senderos. Se conocían los atajos, el destino final de cada senda. Dónde se podía reposar bajo la sombra, dónde había peligros de caídas y precipicios, dónde el camino se hacía estrecho y peligroso. Donde se podía encontrar el agua.
El camino de los de la meseta es conocido, muy trillado: la donación se hace hasta cierto punto, eso es la meseta; pero no se va más allá hacia la altura. Y cuando uno decide arriesgarse lo primero que percibe es que los caminos son nuevos. Hay dificultades a las que antes no se había enfrentado: discernir ahora no es tan fácil como antes: el camino que me lleva arriba aparentemente, puede terminar en un abismo profundo. Se está en la posibilidad de caer: aún no se conocen los nuevos peligros. No se sabe dónde habrá agua, donde habrá un refugio en el caso de que se viniesen avalanchas o ventiscas.
Pero se ha tomado la decisión de subir, sin que ya nadie lo pare. Entonces se camina con más cuidado, observando bien las consecuencias de cada paso: se va viendo si todos los pasos le van llevando hacia arriba, si no hay oculto un grave peligro detrás de lo que se pensaba que era una buena decisión. Pero se va sintiendo dentro, en el corazón, un guía que sintoniza con tus pasos y te hace ver, con un poco de observación y de reflexión interior, que todo va bien, o que hay que rectificar, y eso muy a tiempo. Entonces ya se vence esa primera dificultad en esta ascensión total. Ya no se teme la novedad de los caminos espirituales, porque se va produciendo dentro una sintonía que sirve como si fueran señales que indican cual es el camino recto y cual el equivocado.
3. La
soledad y la fatiga
Se puede sentir, y de hecho se siente en muchos momentos el temor de caminar sólo: la soledad a veces es demasiado fuerte. Se echa de menos la compañía de otros que había en la meseta. Allí uno no era tan solitario, ni tan extraño: ahora se siente, no solamente sólo, sino raro y piensa que otros también lo perciben así: ¿qué pretende este al salirse de los caminos normales? ¿por qué no irá por dónde va todo el mundo? Y aunque nadie se lo diga en realidad, él se fabrica esas preguntas, como si la gente se las dijera. Pero la verdad es que en el camino hacia la cumbre hay una experiencia de soledad bastante pronunciada, y hay que superarla; incluso parece que Dios mismo (el que le llamaba hacia la cumbre) no dice nada. El silencio de todo lo que rodea, hace sentir con más fuerza esa soledad; parecería algunas veces que todo está vacío que se camina para nada. Hasta que, en el corazón mismo del silencio, se siente la seguridad de estar acompañado, y de que se está yendo a un encuentro. Cuando se sabe con certeza que ese camino de aparente soledad te lleva a un maravilloso encuentro, te das cuenta que la soledad misma es la atmósfera en que El habita, y te dan ganas de comerte a puñados el aire que hay a tu alrededor, te quieres llenar de soledad.
Pero cada paso se hace más arduo a medida que subes, la fatiga es en algunos momentos insuperable, o así lo parece. No se respira bien, parece que el corazón se te va a salir por la boca. Y miras para arriba, y no ves aún el término de la ascensión, y te preguntas ¿tendré fuerzas para llegar hasta el final? ¿Por qué me metí en esta aventura? Son preguntas que se hacen los que escalan las cumbres, cuando les empieza la fatiga. Y que siente nuestro peregrino de las montañas. Piensa que aligerando la carga que lleva, podrá sentir menos la fatiga: dejar todo, todo lo que siempre le ha acompañado. Hay una resistencia a dejar todas esas cosas con las que se sentía seguro en su sitio, y ahora necesita dejarlo todo para poder subir. Duda en dejarlo, pero toma una firme decisión. Querría detenerse, pero sigue adelante y va viendo que poco a poco el ánimo se le va acostumbrando a esta sensación de desgaste, a este aparente debilitamiento. Lo que le atrae es saber que el que le llamó se encuentra arriba. Y poco a poco disminuye esa terrible sensación y le invaden como nuevas fuerzas.; dentro de esa sensación de fatiga se ha abierto, como una flor un amor irresistible, que se convierte en nueva fuerza, para nutrir el esfuerzo.
4. Ya no hay
retroceso
Además siente que ya no puede retroceder. Hay un momento en la subida que es el punto de no retorno. Ya lo único que se puede hacer es seguir adelante, aunque la cumbre se haga aparentemente huidiza. Caminar para abajo se hace más peligroso que seguir subiendo. Ya todo lo que se dejó abajo ha cambiado a sus ojos de tal forma que ya no podría encontrarlo: el tiempo no puede ir para atrás. El pasado es eso, simplemente pasado, una etapa que fue, pero ya no es posible repetirla: ya no se podría gustar lo mismo allá abajo, después de haberse asomado un poco a estas alturas maravillosas.
Entonces se toma una determinación: sólo me espera algo allá arriba, porque hacia abajo ya no tengo meta, y por supuesto no querría caer en el vacío. Pero más arriba ¿qué habrá? Y viene también la tentación del sueño: pensar que todo lo que ha hecho es una ilusión y que camina sonámbulo a la nada. Detrás de las nubes que le tapan la cumbre ¿habrá algo? ¿No fue una ilusión todo lo que ha hecho desde que empezó esta arriesgada subida? Y los pensamientos se vuelven vacilantes: es verdad, no es verdad,... Todo aquel impulso que sintió en un primer momento ¿fue verdad? ¿no fue creado por su propia imaginación? ¿no será orgullo este salirse del camino “normal”? Y se dice ¿habrá cumbre o será una silueta creada por su sueño? Además, en el caso de que haya cumbre ¿qué me ofrecerá de mejor que lo que tenía? Pero durante la ascensión en determinados momentos ha sentido una presencia y una certeza que le ha sostenido en muchos momentos de vacilación.
5. ¿La
última dificultad?
Otros muchos problemas tiene esta nueva situación. Problemas que hay que conocer, pues son frecuentes y harían peligrar todo lo que se ha conseguido hasta hora. Y podrían llevarnos a caer en una de esas grietas profundas que a veces hay en el camino hacia las cumbres. El pensar que uno ya todo lo puede, que no hay que temer nada. El asegurarse uno en sus propias fuerzas. No darse cuenta de que todo esto que ha vivido es un gran regalo, y apropiárselo como si proviniera de uno mismo. El mirar a los demás con cierto aire de superioridad: se está camino de la cumbre, pero no se está por encima de nadie. Esos son peligros normales, que hay que poner al descubierto pues podrían engendrar caídas en las grietas; y de esas grietas congeladas es más difícil salir. Hay que sortear todos esos peligros.
Hay una dificultad más. Y se debe conocer, para no sentirse frustrado por ella. Y es que la cumbre parece esquiva: nunca se llega. Uno querría que ya apareciese el final, que ya no hubiese más búsqueda. Y percibe que a medida que sube, hay más que subir, sin límite y siempre. Se duda si ha tomado el camino correcto, y vuelven otra vez los temores que tuvo en algunos momentos, si no habrá hecho mal al arriesgarse por estas alturas, si no ha sido una temeridad; porque la realidad parece decirle que no hay cumbre, que lo que hay es una cuesta interminable, cuyo fin no existe, que está subiendo para llegar a “ningún sitio”. Y tiene que ir cambiando de perspectiva: no se trata de llegar a la cumbre (en el fondo es querer dominar sobre las alturas), se trata de subir: eso es a lo que se le invita, no a llegar a una cumbre, que estará al final de los años, sino a estar dispuesto a subir siempre más y más, y no volver a plantar su campamento en ninguna nueva meseta por más alta que ésta sea.
6. El
panorama de las alturas[3]
Pero vale la pena describir, junto con los problemas, el panorama que ha ido viendo mientras sube. Aunque sea brevemente es bueno expresar lo que nuestro peregrino de las montañas ha ido sintiendo, y entreviendo: todo lo que puede llegar a vivir.
Lo que se ve desde arriba es maravilloso, la mirada abarca la realidad que nos rodea de una forma nueva: todo adquiere un sentido, todo forma parte de un mismo paisaje: diferente de la atomización con que antes veía las cosas, y especialmente las que parecían hacerle daño: todo se armoniza en un conjunto, y cada parte de ese conjunto está unida a las demás, para formar líneas ondulantes, colores en contrastes: un paisaje equilibrado y vistoso que es la propia vida. Descubrir así todo lo que se ha vivido es recuperar para todas las situaciones de la vida vivida, su verdadero sentido. La mirada no se cansa de mirar el paisaje, en su conjunto unas veces, y en sus detalles otras veces, y los detalles se descubren también como bellos. Esa es una experiencia notable, que los ojos se te llenen de bellezas. Es de alguna forma descubrir tu propia vida de una manera nueva.
El silencio, que no es ausencia sino quietud, algunas veces lo ha sentido como peligro, pero la mayor parte de las veces lo percibe amistoso. Este silencio es algo que se oye, aunque esto parezca contradictorio. Es un silencio que se convierte en voz en el corazón: es la voz del que te está llamando en cada momento: una voz que tiene un sonido inconfundible: y es el sonido del silencio. Es verdad todo esto: este silencio es la voz de Dios, y no hay voz más dulce, más estimulante, y más cálida que ésta que se siente. Pero no siempre esta voz produce vibraciones interiores. Algunas veces el silencio se puede sentir en estado puro, y entonces es la fe sin apoyos la que llena de palabras adecuadas este silencio.
Sería muy difícil explicar y poner en palabras lo que se va viviendo en la subida a la cumbre. La mirada sobre las cosas también se va haciendo diferente. Las cosas esas compañeras necesarias de la vida, ahora se ven en su propia realidad, se miran desde arriba, y ya no se desea su posesión: se las ve como a la distancia. El afán de posesión se ha ido perdiendo: ya no quiere hacer a las cosas esclavas de la propia ambición, sino que las respeta en su ser y en su belleza. El peregrino tuvo que dejar toda su carga para poder seguir subiendo, y ahora ya no apetece cargarse de nuevo con el lastre que impide subir.
La paz que siente el peregrino es también especial: parece que se han ido los miedos, y ese cielo azul y ese aire puro que lo rodea en su ascensión se le han entrado en el corazón, haciendo de él un recinto de paz y de armonía, donde no hay temores, ni ansiedades. El aire puro entra por los pulmones hasta el corazón y la pureza del paisaje entra sin neblinas a través de los ojos hasta el alma. Y hacen dentro del peregrino un espacio puro, sin perturbaciones. La paz es como la misma sustancia interior. Serenidad ante la vida, ante las circunstancias, ante las personas, ante las actividades, ante el futuro.
Otra cosa que siente así el peregrino pacificado es un nuevo corazón, todo está lleno de palabras nuevas, y de afectos nuevos. Es un amor tan grande que a veces parece que es más grande que él mismo. Y es que es un amor que se le ha dado, no es propio. Como no es propio nada de lo que ha ido viviendo en este proceso de ascensión. Pero este amor regalado, como gracia, le hace manifestar un sentimiento de amor que el peregrino dispara al infinito para que le llegue a El. Quisiera pasarse la vida solamente así diciéndoselo, y para eso inventa unas palabras que quedan en su intimidad, pues sólo El tiene que oírlas. Pero tampoco es un amor que se quede en esa intimidad, sino que se sale hacia fuera, a todos aquellos que son la obra de Dios. Y así siente que al aparecer este amor, ve de una manera diferente y hermosa a los mismos hombres que antes conoció. A los que servía y a quienes trataba.
Y cada vez se sorprende más y más de lo que es la ascensión a la cumbre; y quisiera pasarse la vida de rodillas, para agradecer al Dador de todo bien. Y a la vez piensa cómo es que no empezó la ascensión antes y cómo es que muchos se privan a sí mismos de estas maravillas inimaginables. Pero sabe que todo esto es un misterio de Dios que tiene nuestros destinos y que es el Unico que sabe el día y la hora.
Como síntesis se puede decir que la subida termina siendo un
encuentro íntimo con el Señor. Y nada mejor para resumirlo que citar dos
encuentros con el Señor en la cumbre, que nos relata
Y primero el de Moisés (Exodo 33, 17-23) en pleno camino del desierto, y en plena comunicación de la amistad entre Dios y Moisés.
“Entonces Moisés dijo a Yahvé: «Déjame ver tu gloria.» Él le contestó: «Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahvé; pues concedo mi favor a quien quiero y tengo misericordia con quien quiero.» Y añadió: «Pero mi rostro no podrás verlo, porque nadie puede verme y seguir con vida.» Yahvé añadió: «Aquí hay un sitio junto a mí; ponte sobre la roca. Al pasar mi gloria, te meteré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no lo verás.»”
Y el segundo el del profeta Elías (1 Reyes 19, 11-13). Elías se encuentra desalentado, y está perseguido por la reina Jezabel y ya no quiere seguir adelante. Entonces Dios
“le dijo: «Sal y permanece de pie en el monte ante Yahvé.» Entonces Yahvé pasó y hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas ante Yahvé; pero en el huracán no estaba Yahvé. Después del huracán, un terremoto; pero en el terremoto no estaba Yahvé. Después del terremoto, fuego, pero en el fuego no estaba Yahvé. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, enfundó su rostro con el manto, salió y se mantuvo en pie a la entrada de la cueva.”
[1]
Al leer este capítulo algunos pensarán que se habla sólo de la etapa alta de la
ascensión; de alguna forma es verdad, pero se aplica mucho de todo eso también
a las primeras ascensiones, cuando uno se atreve a salir de la etapa en que
vivía y decide aspirar a más; cosa que sucede muchas veces y en algunos
momentos de “conversión” especialmente.
[2]
A continuación, se describen algunas dificultades que se pueden experimentar en
esta subida a la cumbre. Pero, cada vida es única y cada uno experimentará sus
propias dificultades. Algunos experimentarán todas o algunas de las que aquí se
describen. Y unos las experimentarán en formas parecidas a las descritas y
otros en formas diferentes.
[3]
El panorama que aquí se describe es una forma idealizada de expresar diversas
experiencias que se pueden tener en esta ascensión. No representa ninguna
aventura en particular sino una perspectiva general.
FIN
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Agradecemos al P. Adolfo Franco jesuita, por compartir con nosotros esta serie que busca ayudarnos a reflexionar sobre nuestras propias vidas, a la luz del mensaje cristiano.
Domingo VI Tiempo Ordinario. Ciclo B – Jesús cura a un leproso
Nuestra Señora de Lourdes
Vida - Parte 6: Escalar la montaña
P. Adolfo Franco, jesuita
Continuación...
ESCALAR LA MONTAÑA
Estamos recorriendo un camino de reflexión sobre la vida personal, para darle plenitud y sentido, cosa que todo el mundo desea: que valga la pena haber vivido, o como dice Neruda en su autobiografía: “Confieso que he vivido”.
1. Buscar mi cumbre
Y así, continuando con estas reflexiones, ahora propongo este nuevo aspecto del problema; esto puede resumir y completar todo lo reflexionado hasta ahora. Buscar la cumbre que me está destinada: hay una cumbre que está esperando que yo la escale, que suba a ella, ella me está esperando para enseñarme el panorama que se ve desde allá. ¿Una cumbre para cada persona? ¿Una especial para mí? Podríamos pensar, por el contrario, que todos debemos subir a la misma montaña: el monte de la perfección. Pero lo mismo que las personas son únicas e irrepetibles, así la vida de cada uno es única e irrepetible: y mi cumbre es única e irrepetible.
Entonces estamos imaginando un horizonte lleno de cumbres hermosas; algunas ya recibieron la visita de su propio héroe, otras han quedado solitarias ¿y dónde está la mía? ¿cómo identificarla y cómo subir a ella? Si miramos en nuestro propio lago la veremos reflejada y sabremos cuál es. Claro que es una metáfora, pero ilustrativa de la presente propuesta de reflexión. Vamos a mirar en nuestro propio lago, que es el espejo donde vemos nuestra cumbre.
Hay en nuestros Andes algunos lagos azules, tersos y serenos, al pie de cumbres nevadas. Uno mira al lago y ahí se refleja el bello panorama de la cumbre cubierta de nieve. El lago es nuestra alma, o nuestro mundo interior. Si sabemos mirar, si el lago está sereno, descubriremos nuestra propia cumbre cubierta de luz; al verla dan ganas de llegar a ella de una vez. Así pues, empecemos a mirar en nuestro lago, a ver si descubrimos nuestra cumbre.
2. Mirando en la superficie del lago
En el lago de nuestra alma, se refleja la cumbre personal que nos pide que ascendamos: esa cumbre no quiere quedar desierta. Naturalmente el lago debe tener la superficie serena, para poder ver claramente el perfil de nuestra montaña, el punto al cual ascender. Y dentro de nosotros mismos, en las profundidades del lago encontramos ideales, sentimientos, sueños, aspiraciones, impulsos, heroísmos; encontramos lo que quisiéramos llegar a ser. Así captamos cuál es nuestra cumbre. Pero hay que tener una visión clara, y el alma libre y serena, para dejar reflejar lo mejor que llevamos escondido, y que nos pide a gritos una realización.
Con frecuencia, al principio no se ve demasiado; sólo se ve algo, un pequeño montículo al que hay que atreverse a subir; con esfuerzo llegaremos a coronarlo. Y, si lo hacemos, al llegar arriba nos daremos cuenta que ahí no se termina la escalada, que hay otra elevación más allá, que nos anima a subir, y nos estimula para superar la fatiga de la subida. Y la cumbre propiamente, la nuestra, la anhelada, se nos muestra elevada, distante, y desafiante. La mayor parte de las veces es así: la cumbre no se descubre de una sola vez, sino que poco a poco se nos van mostrando pequeñas subidas, y cada una nos prepara para subir a la siguiente. Así que, mirando a nuestro lago, y empezando la primera subida, estamos en camino de nuestra más alta elevación, la que nos hace sentir que la vida estaba hecha para eso, para subir a esa bendita cumbre: arriba es donde el aire es puro y transparente, donde el mundo se ve como paisaje hermoso, porque desde la altura todas las cosas, incluso las pequeñas, adquieren una belleza insospechada. Cuanto más alto se sube, más bello se ve el panorama.
Hablábamos del espejo de nuestra alma, donde se reflejan las cumbres. Y así lo podemos entender: llevando una vida un tanto rutinaria (por no decir vulgar), mirando a ese interior de repente un día sentimos deseos de algo superior: es una pequeña cumbre, a la que nos empuja esa mirada interior, para salir de esa llanura monótona e insípida. Cuesta a veces trabajo hacer el primer esfuerzo; unos se animan a hacerlo, otros no. Y el que hace el primer esfuerzo, al ver el panorama mejor, desde esa pequeña altura a la que ha subido, siente deseos de algo más, y así ve otra punta más alta, que le llama. Puede sentir deseos de retroceder, y temer el esfuerzo, o puede sentir la “curiosidad” de llegar a esa nueva cumbre (esa cumbre es una nueva meta más perfecta de realización de la vida). Uno puede ponerse en situación de querer ascender más y más.
3. El atractivo y el peligro de las cumbres
Nuevas cumbres irán apareciendo, nuevas metas interiores, nuevas elevaciones reflejadas en el lago de nuestra alma. La vida se va haciendo más transparente, el aire que se respira es más puro, y el mundo se ve de colores más bellos. Nos vamos alejando del llano de la mediocridad. Y seguimos hacia arriba. Dichoso el que sube, porque va a llegar a descubrir desde las cumbres una llamada y un rostro: que cuando se le intuye, ya no desea uno más que llegar hasta El. Y esa atracción hará olvidar el cansancio.
Pero hay que tener en cuenta que cuanto más se sube, más peligros puede uno encontrar: cuando se sube mucho las cuestas pueden parecer más empinadas. Puede uno sentir el soroche de la altura, dificultades para respirar. Y la tentación de quedarse a media subida: ya subí bastante, ya no puedo más. Y, ¡qué pena!, cuando ya se estaba por llegar a lo más alto, la subida finalmente queda frustrada. Y es que cuando se decide subir, no hay que poner ningún límite a la ascensión. Porque hay el peligro de resbalar otra vez hacia abajo, se puede ceder a la tentación de retroceder al sitio donde parecía que no había complicaciones. Al sitio de la vulgaridad, donde la vida se gastaba en la monotonía.
Pero también hay que advertir que en la subida, a veces uno puede extraviar su propio camino. Cada cuesta, y cada cumbre hay que atacarlas desde el mejor lado. Uno entre tantas lomas y pequeños cerros, puede escoger el que no conduce a la verdadera subida; puede uno, con la prisa, meterse en un vericueto sin salida, o que termina en un precipicio. O donde hay derrumbes y avalanchas. Y por eso hace falta un guía que nos ayude, que nos oriente, que sea nuestro apoyo.
4. Buscando el guía
¿Dónde encontrar el guía? ¿Es necesario siempre, o a ratos? Desde luego que hay caminos tan conocidos, que se pueden recorrer sin dificultades y sin consultas, sin necesitar la mano de un conocedor. Pero todos sabemos que para las más altas cumbres y para las excursiones más peligrosas, es bueno un experto en el camino de las montañas.
¿Cómo sabremos qué guía escoger? Hay que tener también algunos criterios sobre el guía. Sobre cómo debe ser éste.
Por supuesto que tiene que ser alguien que conoce el camino. Y lo conoce porque ha subido a su propia montaña. Nadie puede guiar en un camino complicado, sino el que conoce las dificultades, los recovecos y los riesgos. Y este conocimiento no lo puede adquirir el guía sino por la experiencia de la propia vida. No basta que el guía haya leído un mapa, o un manual para turistas extraviados.
Debe ser un modelo: si él cede a la fatiga, si siempre tiene ganas de descansar, si no me empuja con su propio ánimo y con su esfuerzo en la subida, no avanzaré mucho. Tiene que tener en su corazón muy clara la lectura de las cumbres, y conocer el sonido de la VOZ que se escucha en las alturas y haber visto el ROSTRO que se descubre, en este extraordinario camino de ascensión.
Un guía que sea amigo. Porque para caminar en una ascensión, que a veces se hace difícil, debemos tener al lado, alguien del que pueda fiarme totalmente, que sé que me dice siempre la verdad, y que no tiene interés más que en mi bien. Y si es necesario hará el esfuerzo de arrastrarme, cuando quiera quedarme rezagado: alguien a quien le importe mi éxito tanto como a mí mismo. Un amigo de verdad que no tolere mi mediocridad.
Un maestro de verdad. Alguien que sepa ayudarme a mí a descubrir mi propio camino: alguien que me ayude a hacer los descubrimientos de mi propio corazón, que me ayude a ver con claridad en mi propio lago, para que me anime a escoger el camino de la subida. Alguien que conozca los engaños y las tentaciones. Alguien que me enseñe con su conducta. Alguien que me ponga al descubierto con bondad mis propios tropiezos. Que sepa darle importancia a lo que la tiene, y se la quite a lo que no la tiene. Eso es un maestro, un maestro apto para hacerte llegar cada día más alto. Y, porque es maestro de verdad, sabe que debe ayudarte a descubrir y a subir a tu propia cumbre, y no llevarte a la suya: porque cada individuo es irrepetible, y cada uno tiene destinada su propia montaña.
El guía debe ser consolador: que comparta tus frustraciones y tus éxitos. Que sepa animarte aún en las dificultades. Que sepa estar a tu lado mirando con serenidad y optimismo, y sepa ver a través de la espesa niebla de la altura, que hace que tantos se extravíen.
Que sea un consejero, más que un jefe. El guía no puede imponerte el camino como si fuera una marcha de soldados que van a paso ligero y caminan a la dura voz del jefe. Debe saber hacer que sus palabras persuadan por la fuerza de la verdad que encierran y por el calor con que las transmite. Debe estar muy cerca de la verdad, y haberla hecho vida de su propia vida. Sus palabras tienen que tener el sonido del cristal, ser auténticas, porque le salen del corazón; y él mismo las ha aprendido en la Fuente donde se bebe la Verdad.
5. ¿Pero existe ese guía?
Uno podría preguntarse si existe entre los seres humanos, alguien con estas características. Porque cada uno de estos rasgos es tan notable, que parece que ningún ser humano podrá tener estas cualidades. Y es verdad. Hay un solo Guía que tiene estas maravillosas cualidades y es el Espíritu que gime dentro de nosotros, y clama: Abba, Padre. Y hay que saber escuchar su voz. Pero hay algunas personas (y ésas sí existen) que pueden ayudarnos a escuchar con nitidez esa voz del Espíritu en nuestro interior: así el Guía es el Espíritu de Dios, y el hombre que te acompaña es sólo un intérprete, un acompañante de tu propia aventura.
Debe ayudarte a crecer en libertad, hacer que cada vez dependas menos de él, que te enseñe a interpretar por ti mismo la Voz que suena en tu interior. No se puede uno entregar a un guía que desarrolle en ti el espíritu de dependencia, sino el espíritu de libertad. Un verdadero padre, que hace crecer, hasta hacerse innecesario, y no un padre que necesite que su hijo sea siempre un menor desvalido.
Es posible entonces descubrir tu propia montaña, y tienes la posibilidad de subir a ella. El tesoro se encuentra allá arriba y vale la pena vender todo y hacer todos los esfuerzos para obtenerlo.
6. Dos montañistas extraviados
En el Evangelio nos encontramos a Jesús, como guía de la montaña. Dos casos son especialmente ilustrativos para la presente reflexión: la samaritana, una persona que se arrastraba en la vulgaridad. Jesús la ayuda a ver en su interior, su propio lago, y ahí descubre su primera cumbre: salir del entrampamiento de los cinco maridos, y reformar su vida. Porque Jesús le ha hecho mirar en su propio interior, ha sabido ver y escalar la primera altura.
El otro caso: los dos discípulos de Emaús; están claramente retrocediendo de la altura a que habían llegado, cuando Jesús vivía con ellos. Ahora se marchan, ya no quieren seguir en esa altura. Y Jesús se les acerca, les hace ver en su propio interior, en su propio lago, y ellos descubren que deben volver, y hacen el esfuerzo de recuperar la posición perdida, corriendo a toda prisa hacia Jerusalén. Han recuperado la altura perdida y han subido incluso un poco más.
Ambos, la samaritana y los dos de Emaús, tuvieron la gran suerte de escuchar la Voz de la altura y ver el Rostro del que nos llama.
Continuará...
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Ofrecimiento Diario - Orando con el Papa Francisco en el mes de FEBRERO 2024: Por los enfermos terminales
junto al Corazón de tu Hijo Jesús,
que se entrega por mí y que viene a mí en la Eucaristía.
Que tu Espíritu Santo me haga su amigo y apóstol,
Pongo en tus manos mis alegrías y esperanzas,
en comunión con mis hermanos y hermanas de esta red mundial de oración.
Padre Nuestro…
Ave María...
Gloria...
Amén
Domingo V Tiempo Ordinario. Ciclo B – Jesús nos acompaña en nuestras enfermedades