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Domingo XXIV del Tiempo Ordinario. Ciclo C. “El hijo pródigo”



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P. Adolfo Franco, jesuita

Lectura del santo evangelio según san Lucas (15, 1-32):

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:

«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».

Jesús les dijo esta parábola:

«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice:

“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”.

Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.

O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice:

“Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”.

Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

También les dijo:

«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:

“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”.

El padre les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.

Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.

Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.

Recapacitando entonces, se dijo:

«Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.

Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.

Su hijo le dijo:

“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.

Pero el padre dijo a sus criados:

“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.

Y empezaron a celebrar el banquete.

Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.

Este le contestó:

“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.

Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.

Entonces él respondió a su padre:

“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.

El padre le dijo:

“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».

Palabra del Señor.

 

Jesús nos descubre la inmensidad de la misericordia del Padre.

El Evangelista San Lucas agrupa en estos versículos tres parábolas sobre la misericordia. Quiere dejar bien establecido que Jesús ha venido a salvar, que su deseo es tener una fiesta por la salvación de sus hijos. Sobre todo quiere poner al descubierto el corazón tierno y amoroso de Dios. Estas tres parábolas tienen detalles hermosos, que pretenden subrayar la voluntad de misericordia, el deseo incontenible que tiene Dios de salvarnos. El pastor carga sobre sus hombros la oveja perdida, no la empuja golpeándola con la punta de su cayado. La mujer que enciende la lámpara, y que se afana incansablemente en buscar la moneda perdida, y que explota de alegría cuando termina su búsqueda. ¿Será verdad, Dios mío, que explotas de alegría cuando nos encuentras? ¿Será verdad que encendiste todas las luces para buscarnos? ¿Mi Dios, tú nos cargas sobre tus hombros? Señor, hazme entender que por mí haces fiesta.

Pero la que más se ha destacado siempre de las tres parábolas es la del hijo pródigo, y con razón, por la transparencia del amor, por la fuerza del dramatismo, y por la emoción dolida que surge en un padre que ve alejarse al hijo, y de un hijo que llega al extremo del fracaso. Y sobre todo destaca por el amor incondicional del Padre cuando vuelve a abrazar al hijo que se fue.

Lo primero que el Señor quiere inculcarnos es que alejarse de la casa del padre es caminar al fracaso. Una afirmación contundente, pero que es esencial: alejarse de Dios es arruinar la vida. La dignidad del hombre, sólo se salvaguarda en la casa del Padre. La felicidad que se pretende obtener lejos de Dios, termina siendo amargura y fracaso. El ser humano se realiza al calor de Dios, y se destruye cuando camina lejos de Dios. Con frecuencia se tiene (inconscientemente) la idea de que Dios hace la vida aburrida, y que para buscar la felicidad hay que liberarse de cada uno de los diez mandamientos. Se piensa que la felicidad se puede obtener cuando se borran de nuestro pensamiento las ideas religiosas. Se piensa que las orientaciones y las prácticas religiosas hacen la vida reprimida. Y que en la aventura del placer, en que uno rompe todos los esquemas de los “niños buenos”, es donde se encuentra la chispa de la vida, lo emocionante.

Y por eso la parábola nos presenta al hijo, cuando ya ha gastado todo; despierta de su sueño de felicidad equivocada; y se ve rodeado de animales inmundos, sucio, con hambre y sin dignidad. Pelea por quitarle su comida a los animales. Ese es el despertar del que ha equivocado el camino.

La segunda gran enseñanza y la más central que nos la da la parábola, es que Dios es Padre. Esto lo hemos dicho tantas veces todos, que parecen tópicos vacíos de significación; palabras que no se sienten y que se repiten por rutina. Decimos que Dios es nuestro Padre, y no nos llenamos de emoción. ¿Es verdad que Dios nos trae a la vida, y se llena de ternura con nosotros, y nos echa de menos cuando nos alejamos? ¿Es verdad que suspira por encontrarnos, que todos los días sale al camino para ver si en el horizonte al fin me ve a mí acercarme a su casa? ¿Es verdad que me llena de besos, que me pone su anillo, que me viste, y que prepara para mí un banquete? ¿Será verdad? ¿Será verdad que le gusta que le diga el Padre Nuestro? ¿Será verdad que mira a ver si este domingo he ido a verlo, a estar con El a solas, al menos un rato? ¿Es vedad que me amas así, Dios querido?

Otra enseñanza es que Dios vive impreso en nuestro corazón, su huella es imborrable (una chispa de su vida nos hizo vivir) y que no descansamos hasta que nos volvamos a El de todo corazón. San Agustín decía: “nos hiciste, Señor, para Ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que no descanse en Ti”. Esto es lo que siente el hijo pródigo: una irresistible añoranza de Dios, de su Padre. Cuando ha pasado el torbellino de las aventuras que lo han tenido aturdido, cuando se ha disipado la niebla del placer, se siente sólo, tristemente sólo, necesitando el abrazo de su padre, su voz tranquilizadora. Cuando se sienta a pensar, en esa pocilga que es la descripción de su propia suciedad, siente una honda necesidad de llamar por su nombre a su Padre. Y este fuego interior lo va preparando para verse de nuevo con su Padre ¿cómo imaginaría este muchacho que sería ese encuentro? ¿Cómo soñaría con su padre, la última noche en la pocilga?

Dice San Agustín, ese hijo pródigo, salvado por las lágrimas de su madre: “Y Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo”. 



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Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.

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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.

 




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