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La fe cristiana desde la Biblia: "La Providencia"


P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita

Llegados a este punto hemos de indicar algo acerca del misterio de la “providencia”. Si en la vida nos acompaña la salud y el dinero, hacemos proyectos y respiramos fuertes y seguros: “Hoy o mañana iremos a tal ciudad y pasaremos allí el año negociando y enriqueciéndonos. ¿Sabéis acaso, qué sucederá mañana? Pues nuestra vida es como una nube de vapor, que aparece un instante y al punto se disipa. Haríais mejor en decir, si el Señor quiere, viviremos y haremos ésto o aquéllo” (Sant 4,13-15).

En vez de la frase que a veces empleamos nosotros, “si Dios quiere”, el texto de la carta de Santiago utiliza “si el Señor quiere”. Dios es el Señor y nosotros servidores suyos, y por la fe en Jesucristo, nos atrevemos a decir que en lo importante, en aquello que interesa al reinado de Dios, somos “siervos inútiles”. Y es cierto, pues somos simples siervos. “Así también vosotros, cuando hayáis hecho lo que se os mande, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10).

Nuestra relación esencial con Dios en Cristo es de filiación, pero en esta vida lo somos conforme al modelo del hijo hecho hombre, Jesús de Nazaret. Y en este sentido no olvidemos el himno de Pablo: “A pesar de su condición divina, Cristo Jesús no quiso hacer de ello ostentación. Se despojó de su grandeza, tomó la condición de siervo y se hizo semejante a los humanos. Más aún, hombre entre los hombres, se rebajó a sí mismo hasta morir por obediencia, y morir en una cruz” (Flp 2,6-8).

Todo ésto viene a cuento al hablar de “la providencia”. Es claro que si nosotros somos hijos de Dios en Cristo, ese Dios padre que es amor ha de cuidar de nosotros particularmente si nosotros le buscamos y anhelamos su presencia. Y es claro también que siendo él sólo el único Señor, nos abrimos a su voluntad confiando en su fuerza y no en la nuestra. “Y no es que por nosotros mismos seamos capaces de poner a nuestra cuenta cosa alguna; por el contrario, nuestra capacidad procede de Dios, que incluso nos capacitó para ser servidores de la nueva alianza” (2Cor 3,5-6).

Cuando murió el amigo Lázaro, “algunos dijeron: —Este que dió la vista al ciego, ¿no podía haber hecho algo para evitar la muerte de Lázaro?” (Jn 11,37). La respuesta la encontramos unos versículos más arriba: “Esta enfermedad no terminará en la muerte, sino que tiene como finalidad manifestar la gloria de Dios” (Jn 11,4). Pero la gloria de Dios se manifiesta a costa de la vida de Lázaro y del dolor causado a sus hermanas y amigos. Pareciera que Dios puede sacar bien del mal; puede orientar el mal hacia el bien. En este sentido, aun en el dolor y la desdicha el texto tiene su valor misterioso. Entonces, la fe se acrisola.

Recordamos este otro párrafo: “¿No se vende un par de pájaros por poco dinero? Y sin embargo ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a vosotros hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. No temáis, vosotros valéis más que todos los pájaros” (Mt 10,29-31). Así la fe nos sugiere que todo está en manos de Dios, que todo lo llevará El a buen fin a pesar del mal e incluso “escribirá derecho en líneas torcidas”. No conocemos la dinámica de este mundo complicado ni la profundidad de la historia humana que en última instancia desemboca en el absoluto que pertenece a Dios. Sólo sabemos por la resurrección de Jesús que Dios apunta en el libro de la vida lo que en este mundo ha sido construido con amor verdadero para poder sacar de él una nueva creación. “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Habían desaparecido el primer cielo y la primera tierra y el mar ya no existía. (...) Habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido” (Ap 21,1.3-4).

A veces sucede que en un recodo del camino, el peregrino mira desde lo alto la perspectiva de sus revueltas. Y queda alucinado. Dios estuvo presente y a su lado.

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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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