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La Sagrada Familia: Jesús, María y José - Ciclo B
La fe cristiana desde la Biblia: "A la escucha de Dios"
P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
Cuando hemos hablado de la fe, hemos aludido a la oración de corazón (véase anteriormente). Teniendo muy en cuenta esta clave de humildad ante el Señor, podemos pasar a la contemplación de sus misterios, puestos en su presencia. Esta suele vincularse a un cierto ánimo de soledad y de paz quieta de la persona que se dispone a sintonizar a Dios. Cuando se está en su presencia lo invisible e inmaterial adquieren dimensión y se empieza a experimentar la confianza de que uno está en manos del Dios siempre mayor. Como dice san Agustín: “Interior intimo meo, et superior summo meo” (Dios está más hondo que lo más íntimo mío, V por encima de lo más elevado de mi ser). Pero ahí está, más allá del ruido y de las sombras de este mundo, más allá de la ansiedad y las prisas de mi corazón vacilante. “Todavía mi queja es una rebelión; su mano pesa sobre mi gemido. ¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada!” (Job 23,2-3).
En su presencia sentida, es decir, en sintonía con él, es cuando Dios nos habla y nosotros escuchamos. Quizás sea una corazonada que inunda el espíritu al soportar un dolor con paciencia, o al oír una música que llega al alma, o junto a un amigo que comunica su comprensión y su apoyo, o al admirar algo de un paisaje que se esfuma, o ante una situación ajena de desesperanza que provoca una oración vocal de súplica. No hay duda que en muchas ocasiones de nuestra existencia late el Espíritu de Dios. En tales circunstancias si ellas llegan a ser percibidas bajo su aliento, se aprende a contemplar entonces la vida toda, particularmente la propia, con otros ojos. Al final de la vida sólo queda Dios y la asignatura pendiente que se cursa es la de la “sabiduría”. Para el que cree todo se le transforma en “gracia”, en don divino. “Somos débiles, pero el Espíritu viene en nuestra ayuda. No sabemos lo que nos conviene pedir, pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inexpresables. Y Dios, que sondea lo más profundo del ser, conoce cuáles son las aspiraciones de ese Espíritu que intercede por los creyentes en plena armonía con la divina voluntad. Estamos seguros, además, de que todo se encamina al bien de los que aman a Dios, de los que han sido elegidos conforme a su designio” (Rm 8,26-28).
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Teología fundamental. 23. El Credo. El pecado original
P. Ignacio Garro, jesuita †
5. EL CREDO
Continuación
5.5.6. EL PECADO ORIGINAL
5.5.6.1. Su naturaleza
El pecado de Adán no es exclusivo de él, sino que se transmite a todos los hombres. Se llama pecado original porque nos viene a consecuencia de nuestro origen.
Este pecado nos viene a consecuencia de nuestro origen, porque Adán era cabeza y fuente de todo el humano linaje. Adán, pues, con su pecado hizo que la naturaleza humana se rebelara contra Dios; y por eso, al nacer, recibimos la naturaleza humana privada de la gracia y del derecho al cielo.
"Creemos que todos pecaron en Adán pues, esta naturaleza humana caída de esta manera, destituida del don de gracia de que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo al Concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, "no por propagación ni por imitación", y que se halla como propio de cada uno" (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 16).
5.5.6.2. Verdadero pecado, pero no es pecado personal en nosotros
El pecado original es verdadero pecado, pero no es en nosotros pecado personal.
1. Es verdadero pecado. Porque nos despoja de la gracia y del derecho al cielo. Por su causa nacemos "hijos de la ira", como nos dice San Pablo; esto es, privados de la justicia original (cfr. Ef 2, 3).
Para comprender mejor esta noción conviene tener presente la diferencia entre el acto de pecado y el estado de pecado. Pongamos por ejemplo un robo grave. El acto de pecado, o sea la misma acción de robar, pasa. El estado de pecado, o sea la privación de la gracia que el pecado produjo en nuestra alma, perdura hasta que el pecado se nos perdone.
Pues bien, tratándose del pecado original cabe la misma distinción. El acto fue cometido por Adán y pasó. Las consecuencias de ese acto, o sea la privación de la gracia y del derecho al cielo, perduran y afectan a todos sus descendientes.
2. Pero no es en nosotros pecado personal. Este pecado evidentemente es distinto en Adán y en nosotros.
a) En Adán fue pecado personal, cometido por un acto de su voluntad.
b) En nosotros no es cometido por un acto de nuestra voluntad, sino que nos viene sin quererlo, a consecuencia de nuestro origen.
Por lo mismo que no hay acto ninguno de nuestra parte en él, no hay tampoco nada positivo. En nosotros el pecado original es una simple privación, a saber, la privación de la gracia con que hubiéramos nacido si no viniéramos al mundo manchados con él.
5.5.6.3. Sus efectos
Por el pecado original, el hombre:
a) Nace despojado de los dones sobrenaturales, de la gracia y del derecho al cielo.
b) Se ve privado de los dones preternaturales y sometido a la ignorancia, la concupiscencia, los sufrimientos y la muerte.
c) Por último, su misma naturaleza quedó debilitada.
Así dice el Concilio de Trento: "Todo Adán por el pecado pasó a peor estado en el cuerpo y en el alma"
Una de las más desagradables consecuencias del pecado original es la inclinación al mal y la concupiscencia.
1o. El pecado disminuyó en el hombre la inclinación al bien. La inclinación a la virtud es natural al hombre, porque obrar conforme a la virtud, es obrar conforme a la razón; pero, después del pecado, tender a la virtud resulta difícil y costoso.
Sin embargo, es falsa la doctrina protestante según la cual la naturaleza humana quedó a tal grado corrompida, luego del pecado original, que ya es incapaz de obrar el bien. La fe católica indica que quedó herida, enferma, pero no corrompida.
2o. La concupiscencia -o inclinación al pecado - de suyo no es pecado. El Concilio de Trento condenó el error de Lutero, que confundía a la concupiscencia con el pecado original; y así el bautismo nos borra este pecado y nos deja la concupiscencia. Pero si es una de nuestras mayores mortificaciones y la raíz de mayor número de pecados. Preocupado por esa inclinación al mal exclamaba San Pablo "¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (Rom. 7, 24).
a) No supone injusticia por parte de Dios
Dios no fue injusto en castigar a todos los hombres por el pecado de uno solo; en efecto:
lo. Si se trata de los dones sobrenaturales y preternaturales:
- No eran dones debidos a la naturaleza del hombre, sino sobreañadidos por pura bondad.
- Y Dios era libre de concedérselos bajo una condición. Y no cumplida ésta, pudo quitárselos sin injusticia. Ejemplo: Un maestro ofrece a sus alumnos un paseo si determinados discípulos se portan bien. Si ellos se portan mal, puede el maestro sin injusticia privar a todos del paseo.
- En fin, el pecado original puede privar de la felicidad del cielo; pero por el puro pecado original nadie se condena. Si se trata de niños que mueren sin bautismo, su destino es el limbo. Si de adultos, nadie se condena sin haber cometido una transgresión grave y voluntaria de la ley de Dios.
2o. Si se trata del debilitamiento que el pecado dejó en la naturaleza, tampoco obró Dios con injusticia, porque nos brindó medios muy propios para fortificarnos, y vencer la tendencia al mal.
Dios la remedia dándonos la gracia de que el pecado nos privó.
La gracia nos ayuda eficazmente en el vencimiento del mal y la práctica del bien.
b) Dogma y misterio
El pecado original es dogma de fe, definido por el Concilio de Trento, y expresado claramente en la Escritura.
Así dice San Pablo: "Como el pecado entró en el mundo por un solo hombre, y la muerte por el pecado, así la muerte ha pasado a todos los hombres, habiendo pecado todos en uno solo" (Rom. 5, 12). Consta, pues, que tanto el pecado como la muerte son efecto del pecado de uno solo.
Más el pecado original también es un misterio. Hay en él cosas que no podemos comprender, aunque tampoco enseña nada que contradiga de lleno la razón.
Por ejemplo, de Adán no recibimos sino el cuerpo; ¿Cómo es posible que se nos transmita el pecado, que reside en el alma? Contestan los autores que tal cosa no es imposible, como lo vemos en la ley de la herencia, pues con frecuencia los hijos heredan no sólo las cualidades físicas, sino también las intelectuales y morales de sus padres. Hay esta otra explicación, más fundamental: en razón del pecado de Adán, Dios crea para cada uno de sus descendientes el alma sin adornarla de la justicia original.
Por otra parte, el dogma del pecado original ayuda mucho a explicar la debilidad y malas inclinaciones del hombre, que de otra suerte quedan sin explicación satisfactoria.
5.5.6.4. Excepción al pecado original
Todos los hombres contraen el pecado original, con excepción de Nuestro Señor Jesucristo y la Santísima Virgen María.
- lo. Cristo no incurrió en él por derecho de naturaleza, ya que por su concepción milagrosa no estaba sometido a la triste herencia de Adán.
- 2o. La Virgen María tampoco lo contrajo, aunque ya no por derecho, sino por especial privilegio de Dios, que se llama su Inmaculada Concepción.
La Inmaculada Concepción de María consiste en que María por especial privilegio de Dios, y en previsión de los méritos de Cristo, desde el primer instante de su ser se vio adornada con la gracia. Se dice:
a) Por especial privilegio, porque María, como descendiente de Adán, hubiera debido contraer el pecado original; y, si no lo contrajo, fue por especial gracia o privilegio de Dios.
b) En previsión de los méritos de Cristo, porque María necesitó ser redimida, como los demás hijos de Adán. Sólo que en ella la redención fue más admirable: a nosotros nos levanta después de caídos en el pecado; a María no le permitió caer.
c) Desde el primer instante de su ser se vio adornada con la gracia, es decir, desde que su alma se juntó con su cuerpo, estuvo aquélla revestida de la gracia santificante.
5.5.7. LA PROMESA DEL REDENTOR
Los hombres, después del pecado de Adán, ya no podrían salvarse al no usar Dios de especial misericordia con ellos.
Pero Dios tuvo compasión del hombre caído, e inmediatamente después del pecado le prometió un Redentor.
Su oficio principal debla ser el de mediador entre Dios y los hombres, para levantar al hombre caldo y acercarlo de nuevo a Dios.
A nuestros primeros padres en el paraíso ya les dio la esperanza de un Salvador. Y a Abrahárn le hizo la siguiente promesa: En un descendiente tuyo serán benditas todas las naciones de la tierra (Gen. 22, 18).
En los mismos términos renovó la promesa de Isaac y luego a Jacob: "Serán benditas en ti y en el que nacerá de ti todas las tribus de la tierra". A Judá, hijo de Jacob le prometió: "El cetro no será quitado de Judá... hasta que venga el que ha de ser enviado, y éste será la esperanza de las naciones". Y a David le anunció también que de su descendencia nacería el Mesías (cfr. Gen 26, 4-28, 14-49,10)
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Catequesis del Papa sobre la NAVIDAD
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 23 de diciembre de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En esta catequesis, en los días previos a la Navidad, quisiera ofrecer algunos puntos de reflexión en preparación a la celebración de la Navidad. En la Liturgia de la Noche resonará el anuncio del ángel a los pastores: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,10-12).
Imitando a los pastores, también nosotros nos movemos espiritualmente hacia Belén, donde María ha dado a luz al Niño en un establo, «porque —dice San Lucas— no tenían sitio en el alojamiento» (2,7). La Navidad se ha convertido en una fiesta universal, y también quien no cree percibe la fascinación de esta festividad. El cristiano, sin embargo, sabe que la Navidad es un evento decisivo, un fuego perenne que Dios ha encendido en el mundo, y no puede ser confundido con las cosas efímeras. Es importante que no se reduzca a fiesta solamente sentimental o consumista. El domingo pasado llamé la atención sobre este problema, subrayando que el consumismo nos ha secuestrado la Navidad. No: la Navidad no debe reducirse a fiesta solamente sentimental o consumista, rica de regalos y de felicitaciones pero pobre de fe cristiana, y también pobre de humanidad. Por tanto, es necesario frenar una cierta mentalidad mundana, incapaz de captar el núcleo incandescente de nuestra fe, que es este: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Y esto es el núcleo de la Navidad, es más: es la verdad de la Navidad; no hay otra.
La Navidad nos invita a reflexionar, por una parte, sobre la dramaticidad de la historia, en la cual los hombres, heridos por el pecado, van incesantemente a la búsqueda de verdad, a la búsqueda de misericordia, a la búsqueda de redención; y, por otro lado, sobre la bondad de Dios, que ha venido a nuestro encuentro para comunicarnos la Verdad que salva y hacernos partícipes de su amistad y de su vida. Y este don de gracia: esto es pura gracia, sin mérito nuestro. Hay un Santo Padre que dice: “Pero mirad de este lado, del otro, por allí: buscad el mérito y no encontraréis otra cosa que gracia”. Todo es gracia, un don de gracia. Y este don de gracia lo recibimos a través de la sencillez y la humanidad de la Navidad, y puede quitar de nuestros corazones y de nuestras mentes el pesimismo, que hoy se ha difundido todavía más por la pandemia. Podemos superar ese sentido de pérdida inquietante, no dejarnos abrumar por las derrotas y los fracasos, en la conciencia redescubierta de que ese Niño humilde y pobre, escondido e indefenso, es Dios mismo, hecho hombre por nosotros. El Concilio Vaticano II, en un célebre pasaje de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, nos dice que este evento nos concierne a cada uno de nosotros: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Const. past. Gaudium et spes, 22). Pero Jesús nació hace dos mil años, ¿y me concierne a mí? — Sí, te concierne a ti y a mí, a cada uno de nosotros. Jesús es uno de nosotros: Dios, en Jesús, es uno de nosotros.
Esta realidad nos dona tanta alegría y tanta valentía. Dios no nos ha mirado desde arriba, desde lejos, no ha pasado de largo, no ha sentido asco por nuestra miseria, no se ha revestido con un cuerpo aparente, sino que ha asumido plenamente nuestra naturaleza y nuestra condición humana. No ha dejado nada fuera, excepto el pecado: lo único que Él no tiene. Toda la humanidad está en Él. Él ha tomado todo lo que somos, así como somos. Esto es esencial para comprender la fe cristiana. San Agustín, reflexionando sobre su camino de conversión, escribe en sus Confesiones: «Todavía no tenía tanta humildad para poseer a mi Dios, al humilde Jesús, ni conocía las enseñanzas de su debilidad» (Confesiones VII, 8). ¿Y cuál es la debilidad de Jesús? ¡La “debilidad” de Jesús es una “enseñanza”! Porque nos revela el amor de Dios. La Navidad es la fiesta del Amor encarnado, del amor nacido por nosotros en Jesucristo. Jesucristo es la luz de los hombres que resplandece en las tinieblas, que da sentido a la existencia humana y a la historia entera.
Queridos hermanos y hermanas, que estas breves reflexiones nos ayuden a celebrar la Navidad con mayor conciencia. Pero hay otro modo de prepararse, que quiero recordaros a vosotros y a mí, que está al alcance de todos: meditar un poco en silencio delante del pesebre. El pesebre es una catequesis de esta realidad, de lo que se hizo ese año, ese día, que hemos escuchado en el Evangelio. Para esto, el año pasado escribí una Carta, que nos hará bien retomar. Se titula Admirabile signum, “Signo admirable”. Siguiendo las huellas de San Francisco de Asís, nos podemos convertir un poco en niños y permanecer contemplando la escena de la Natividad, y dejar que renazca en nosotros el estupor por la forma “maravillosa” en la que Dios ha querido venir al mundo. Pidamos la gracia del estupor: delante de este misterio, de esta realidad tan tierna, tan bella, tan cerca de nuestros corazones, el Señor nos dé la gracia del estupor, para encontrarlo, para acercarnos a Él, para acercarnos a todos nosotros. Esto hará renacer en nosotros la ternura. El otro día, hablando con algunos científicos, se hablaba de inteligencia artificial y de los robots… Hay robots programados para todos y para todo, y esto va adelante. Y yo les dije: “¿pero qué es eso que los robots no podrán hacer nunca?”. Ellos han pensado, han hecho propuestas, pero al final quedaron de acuerdo en una cosa: la ternura. Esto los robots no podrán hacerlo. Y esto es lo que nos trae Dios, hoy: una forma maravillosa en la que Dios ha querido venir al mundo, y esto hace renacer en nosotros la ternura, la ternura humana que está cerca a la de Dios. ¡Y hoy necesitamos mucho la ternura, tenemos mucha necesidad de caricias humanas, frente a tantas miserias! Si la pandemia nos ha obligado a estar más distantes, Jesús, en el pesebre, nos muestra el camino de la ternura para estar cerca, para ser humanos. Sigamos este camino. ¡Feliz Navidad!
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Que esta Navidad contemplemos con corazón de niños, en silencio orante, el signo hermoso del pesebre, y que el Señor nos conceda acoger con corazón puro y extasiado el modo maravilloso que Dios escogió para venir al mundo. La Virgen y San José nos alcancen del Niño Jesús la gracia de que renazca en nuestro corazón la ternura, para abrazar con amor a todos, como verdaderos hermanos y hermanas. Feliz Navidad para todos.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Con la celebración de la Navidad a las puertas, quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones que ayuden a vivir mejor el nacimiento del Señor. Como los pastores, obedientes al anuncio del ángel, vayamos espiritualmente también nosotros a Belén, donde en la pobreza de una gruta, María dio a luz al Salvador del mundo.
La Navidad es, hoy en día, una fiesta universal; aun los que no tienen fe perciben su encanto. Para nosotros los cristianos es el acontecimiento decisivo, que no puede ser confundido con lo que es banal y efímero. No se trata de una fiesta sentimental, consumista, llena de regalos, pero vacía de fe. Es necesario que dejemos de lado una mentalidad mundana, incapaz de entender que la verdad fundamental de nuestra fe es el misterio de Dios que se hizo hombre, en todo igual a nosotros, menos en el pecado.
Esta fiesta nos invita a contemplar, por una parte, el drama del mundo, en el que el hombre herido por el pecado busca misericordia y salvación, y por otra parte, la bondad de Dios que vino a su encuentro, para hacerlo participar de su bondad y de su vida. En este tiempo de sufrimiento y de incerteza a causa de la pandemia, la presencia de Dios en el niño recién nacido en Belén, indefenso, humilde y pobre, nos libra del sentido de fracaso, de impotencia y de pesimismo que llevamos dentro, y nos descubre el verdadero significado de la existencia humana y de la historia, porque Jesús se revela como luz que disipa las tinieblas y nos abre el horizonte de la alegría y de la esperanza.
Catequesis del Papa Francisco - últimas catequesis
Compartimos las últimas catequesis del Papa Francisco sobre la Oración, acceda a los siguientes enlaces:
Catequesis del Papa sobre la Oración: 19, «La oración de intercesión» - 16.12.2020
Catequesis del Papa sobre la Oración: 18, «La oración de súplica» - 09.12.2020
Catequesis del Papa sobre la Oración: 17, «La bendición» - 02.12.2020
Catequesis del Papa sobre la Oración: 16, «La oración de la Iglesia naciente» - 25.11.2020
Catequesis del Papa sobre la Oración: 15, «La Virgen María, mujer de oración» - 18.11.2020
¡FELIZ NAVIDAD!
Imagen: Nacimiento 2020 de la Parroquia San Pedro - Lima, jesuitas.
ESPECIAL: ADVIENTO - 4° SEMANA
Domingo IV Adviento, Ciclo B: La Anunciación del Ángel a María.
ESPECIAL: ADVIENTO - 3° SEMANA
Domingo III Adviento. Ciclo B: “Allanad el camino del Señor”
Escuchar AUDIO o descargar en MP3
P. Adolfo Franco, jesuita.
Lectura del santo evangelio según san Juan (1,6-8.19-28):
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?»
Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?»
El dijo: «No lo soy.»
«¿Eres tú el Profeta?»
Respondió: «No.»
Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»
Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: "Allanad el camino del Señor", como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.
Palabra del Señor
Juan Bautista deslumbra a todos con su figura y a algunos les lleva a confusión; pero el aclarará "yo no soy el Mesías"
En este domingo de adviento el evangelio nos presenta a Juan Bautista, el precursor del Mesías. Así pues, es necesario que en la preparación del Nacimiento de Jesús reflexionemos también sobre aquel que tenía que “preparar los caminos del Señor”.
Y hay básicamente tres afirmaciones sobre la figura de este hombre extraordinario, a quien Dios le confió una de las misiones más asombrosas en el plan de salvación. Estas tres afirmaciones son: “él no era la luz, sino testigo de la luz”. La segunda: “Yo no soy el Mesías, sino la voz que grita en el desierto”. Y la tercera igualmente sorprendente: “No soy digno de desatar sus sandalias”.
En esta presentación que nos hace el evangelio de San Juan sobre este otro Juan, se subraya el papel del Bautista en relación al Mesías. La razón de ser de Juan el Bautista es el Mesías, ser su precursor, el que lo anuncia, el que prepara sus caminos. Es una especie de señal del camino, que señala a Jesús. Y siempre mantiene su lugar sin salirse de él, sin pretender apoderarse de un nombre y una función que no son los suyos; a pesar de que algunos pensaban que Juan era el Mesías. Y en el momento en que los enviados de los sumos sacerdotes le preguntan sobre esto, él no se apropia el nombre ni la misión del Mesías. Una lección que deberían también aplicarse todos aquellos que se apropian en algún campo una función de Mesías: ¡tantos falsos Mesías han surgido!!! Y de paso también nos podemos aplicar esta lección, todos: sólo Jesús es el Mesías.
A Juan Bautista le basta ser testigo de la luz. Qué papel tan hermoso y qué bien lo cumplió. Y nos invita a nosotros a ser también testigos de la luz. También nosotros estamos destinados ante nuestros hermanos a ser precursores del Señor, a prepararle los caminos por donde El pueda llegar a los demás. Y para eso, para cumplir bien esta función, debemos ser testigos de la luz, ser TESTIGOS. Una luz que se nos ha descubierto algún día y de la cual nosotros hablamos, porque aún conservamos en el corazón su resplandor. Qué maravilla tener en el corazón el resplandor de esa luz, de la cual queremos ser testigos. Una buena tarea para la vida: Ser testigos de la LUZ. Esto nos hace recordar que Juan el Bautista fue “iluminado” por la Luz, cuando aún era un bebito en el vientre de su madre, cuando el saludo de María llevó hasta este ser en gestación los rayos del que era la LUZ.
Nosotros un día fuimos iluminados, era cuando empezábamos nuestra existencia cristiana, y se nos entregó una lámpara encendida, y se nos dijo: “recibe esta luz, para que aumente”. Seamos siempre testigos de la luz.
La voz que grita en el desierto. El mensajero vive en el desierto y desde esa experiencia de la soledad y de la austeridad tiene autoridad moral para gritar la conversión. Gritar la conversión, es algo similar a ser testigos de la luz. Pero el mensaje debe ser gritado: debe hacerse oír en un mundo de sordos y de indiferentes. En un mundo donde hay tantos ruidos que apagan la voz del mensajero. Hay que anunciar el mensaje en un mundo aturdido por los ruidos falaces de tanta propaganda. Si el testimonio no es fuerte, nuestra voz queda apagada por otros sonidos. Y a veces es necesario experimentar el desierto para poder gritar el mensaje. Como Juan el Bautista que no teme lanzar su voz poderosa, proclamar en voz alta la verdad, aunque esta verdad le llevará un día al martirio en manos de Herodes.
Y él no se considera ni digno de desatar las correas de las sandalias del Mesías. Es una actitud de admiración y respeto por el Mesías. Reconocer la grandeza de Dios, adorarlo, reconocerlo en Jesucristo. Juan Bautista así empieza a plantear la fe en Cristo como hombre y como Dios. Una fe que era tan importante, que Cristo mismo dijo que en eso consistía lo que Dios quería, que se reconociese a Jesús como el Hijo. Y una fe que resultó tan difícil. Esta afirmación de Juan Bautista la podemos considerar como el modelo para la fe de todos los creyentes: yo me postro ante Jesús, que es mi Dios, aunque tampoco soy digno ni de besarle los pies.
Catequesis del Papa sobre la Oración: 19, «La oración de intercesión»
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 16 de diciembre de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Quien reza no deja nunca el mundo a sus espaldas. Si la oración no recoge las alegrías y los dolores, las esperanzas y las angustias de la humanidad, se convierte en una actividad “decorativa”, una actitud superficial, de teatro, una actitud intimista. Todos necesitamos interioridad: retirarnos en un espacio y en un tiempo dedicado a nuestra relación con Dios. Pero esto no quiere decir evadirse de la realidad. En la oración, Dios “nos toma, nos bendice, y después nos parte y nos da”, para el hambre de todos. Todo cristiano está llamado a convertirse, en las manos de Dios, en pan partido y compartido. Es decir una oración concreta, que no sea una evasión.
Así los hombres y las mujeres de oración buscan la soledad y el silencio, no para no ser molestados, sino para escuchar mejor la voz de Dios. A veces se retiran del mundo, en lo secreto de la propia habitación, como recomendaba Jesús (cfr. Mt 6,6), pero, allá donde estén, tienen siempre abierta la puerta de su corazón: una puerta abierta para los que rezan sin saber que rezan; para los que no rezan en absoluto pero llevan dentro un grito sofocado, una invocación escondida; para los que se han equivocado y han perdido el camino… Cualquiera puede llamar a la puerta de un orante y encontrar en él o en ella un corazón compasivo, que reza sin excluir a nadie. La oración es nuestro corazón y nuestra voz, y se hace corazón y voz de tanta gente que no sabe rezar o no reza, o no quiere rezar o no puede rezar: nosotros somos el corazón y la voz de esta gente que sube a Jesús, sube al Padre, como intercesores. En la soledad quien reza —ya sea la soledad de mucho tiempo o la soledad de media hora para rezar— se separa de todo y de todos para encontrar todo y a todos en Dios. Así el orante reza por el mundo entero, llevando sobre sus hombros dolores y pecados. Reza por todos y por cada uno: es como si fuera una “antena” de Dios en este mundo. En cada pobre que llama a la puerta, en cada persona que ha perdido el sentido de las cosas, quien reza ve el rostro de Cristo.
El Catecismo escribe: «Interceder, pedir en favor de otro es […] lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios» (n. 2635). Esto es muy bonito. Cuando rezamos estamos en sintonía con la misericordia de Dios: misericordia en relación con nuestros pecados —que es misericordioso con nosotros—, pero también misericordia hacia todos aquellos que han pedido rezar por ellos, por los cuales queremos rezar en sintonía con el corazón de Dios. Esta es la verdadera oración. En sintonía con la misericordia de Dios, ese corazón misericordioso. «En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión de la comunión de los santos» (ibid.). ¿Qué quiere decir que se participa en la intercesión de Cristo, cuando yo intercedo por alguien o rezo por alguien? Porque Cristo delante del Padre es intercesor, reza por nosotros, y reza haciendo ver al Padre las llagas de sus manos; porque Jesús físicamente, con su cuerpo está delante del Padre. Jesús es nuestro intercesor, y rezar es un poco hacer como Jesús; interceder en Jesús al Padre, por los otros. Esto es muy bonito.
A la oración le importa el hombre. Simplemente el hombre. Quien no ama al hermano no reza seriamente. Se puede decir: en espíritu de odio no se puede rezar; en espíritu de indiferencia no se puede rezar. La oración solamente se da en espíritu de amor. Quien no ama finge rezar, o él cree que reza, pero no reza, porque falta precisamente el espíritu que es el amor. En la Iglesia, quien conoce la tristeza o la alegría del otro va más en profundidad de quien indaga los “sistemas máximos”. Por este motivo hay una experiencia del humano en cada oración, porque las personas, aunque puedan cometer errores, no deben ser nunca rechazadas o descartadas.
Cuando un creyente, movido por el Espíritu Santo, reza por los pecadores, no hace selecciones, no emite juicios de condena: reza por todos. Y reza también por sí mismo. En ese momento sabe que no es demasiado diferente de las personas por las que reza: se siente pecador, entre los pecadores, y reza por todos. La lección de la parábola del fariseo y del publicano es siempre viva y actual (cfr. Lc 18,9-14): nosotros no somos mejores que nadie, todos somos hermanos en una comunidad de fragilidad, de sufrimientos y en el ser pecadores. Por eso una oración que podemos dirigir a Dios es esta: “Señor, no es justo ante ti ningún viviente (cfr. Sal 143,2) —esto lo dice un salmo: ‘Señor, no es justo ante ti ningún viviente’, ninguno de nosotros: todos somos pecadores—, todos somos deudores que tienen una cuenta pendiente; no hay ninguno que sea impecable a tus ojos. ¡Señor ten piedad de nosotros!”. Y con este espíritu la oración es fecunda, porque vamos con humildad delante de Dios a rezar por todos. Sin embargo, el fariseo rezaba de forma soberbia: “Te doy gracias, Señor, porque yo no soy como esos pecadores; yo soy justo, hago siempre…”. Esta no es la oración: esto es mirarse al espejo, a la realidad propia, mirarse al espejo maquillado de la soberbia.
El mundo va adelante gracias a esta cadena de orantes que interceden, y que son en su mayoría desconocidos… ¡pero no para Dios! Hay muchos cristianos desconocidos que, en tiempo de persecución, han sabido repetir las palabras de nuestro Señor: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
El buen pastor permanece fiel también delante de la constatación del pecado de la propia gente: el buen pastor continúa siendo padre también cuando sus hijos se alejan y lo abandonan. Persevera en el servicio de pastor también en relación con quien lo lleva a ensuciarse las manos; no cierra el corazón delante de quien quizá lo ha hecho sufrir.
La Iglesia, en todos sus miembros, tiene la misión de practicar la oración de intercesión, intercede por los otros. En particular tiene el deber quien está en un rol de responsabilidad: padres, educadores, ministros ordenados, superiores de comunidad… Como Abraham y Moisés, a veces deben “defender” delante de Dios a las personas encomendadas a ellos. En realidad, se trata de mirar con los ojos y el corazón de Dios, con su misma invencible compasión y ternura. Rezar con ternura por los otros.
Hermanos y hermanas, todos somos hojas del mismo árbol: cada desprendimiento nos recuerda la gran piedad que debemos nutrir, en la oración, los unos por los otros. Recemos los unos por los otros: nos hará bien a nosotros y hará bien a todos. ¡Gracias!