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Homilía: Solemnidad de Santa Rosa de Lima




Rosa de Lima, Guía de Santidad

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Eco 3,16-24; S. 15; Flp 3,8-14; Mt 13,31-35

Los santos son las personas que han realizado el ideal del Evangelio en los tiempos y en las circunstancias que les tocó vivir. Las razones que han movido a la Iglesia a venerarlos –lo cual ha hecho desde sus comienzos– han sido éstas: una es presentarnos personas, hombres y mujeres como nosotros, que han vivido en esta tierra, que no han sido ángeles ni han tenido cualidades y posibilidades casi sobrehumanas, sino personas cualesquiera, que han ocupado en el mundo y en la Iglesia los puestos más diversos, altos y bajos, sabios e ignorantes, fuertes y enfermizos, de mucha y poca cultura, niños, jóvenes y viejos, entre los cuales podemos encontrar personas como nosotros y aun inferiores en dotes y humanas, que han alcanzado la santidad, es decir las más altas cotas de virtudes y de parecido con Jesucristo. Hablando con rigor teológico, a los santos la Iglesia los canoniza –y esto es lo que significa la palabra “canonizar” – haciéndoles norma y regla de aplicación del Evangelio en el mundo que vivieron. Son ejemplo y estímulo para todos nosotros: Si ellos llegaron, también nosotros lo podemos.

En segundo lugar la Iglesia nos los propone también como intercesores. Estando ya en la presencia del Señor, a los que fueron sus “buenos” servidores Dios los escucha con especial complacencia y tiene a gala mostrar el mérito, que tuvieron en su vida mortal, otorgando gracias y favores a los fieles que piden su mediación. Pienso que esta razón tiene menos importancia que la anterior, pero está en unión con ella. Al concedernos hasta milagros por medio de los santos, Dios muestra que realizaron el ideal del Evangelio, nos anima a ello y demuestra a todo el que quiera honestamente mirar los hechos que Él ha estado y está presente en el mundo de una manera particularmente activa por medio de los santos.

Voy a seguir los textos de la lectura de la liturgia de la misa para aplicarlos de alguna manera al itinerario de Santa Rosa y nos estimulen a nosotros a mantener y aun forzar nuestra marcha hacia santidad. En el caso de Santa Rosa tuvo comienzo muy temprano. Se verificó palpablemente en ella la predilección de Jesús por los niños. A los cinco años de edad, hace el voto de virginidad perpetua, entregándose a Jesús libre, consciente y responsablemente. Ya a esa edad tuvo la inmensa gracia del encuentro vivo con Jesús. “El Señor es el lote de mi heredad. Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”. Padres y madres, educadores de los pequeños, tengan en cuenta el caso de Santa Rosa. Son muchos los niños, hijos de familias cristianas que son objeto de gracias importantes; porque los niños son los predilectos del Señor. De modo análogo al caso de la Virgen María que fue liberada del pecado ya en su concepción y además fue entonces llena de la gracia de Dios, también vuestros hijos en el bautismo no sólo han sido liberados del pecado, sino que además han recibido la vida de Jesús resucitado –es decir la gracia santificante– y tal vez la sigan recibiendo luego con abundancia. Es un error que los padres cristianos retrasen la formación en la piedad y en la fe hasta los ocho o diez años. Deben estar atentos a lo que ocurre en sus hijos en el orden de la fe.

El camino de la santidad no puede ser otro que el camino de la cruz. Por no comprenderlo son pocos los que la alcanzan. Simplemente se entretienen con rezos, obras piadosas y ayudas caritativas; pero no hacen de la cruz su profesión; y sin la cruz no hay santidad. Si en algo hay que imitar a Cristo, hay que hacerlo lo primero en la cruz. Santa Rosa lo comprendió perfectamente. Era físicamente hermosa, pero incluso llegó a afearse el rostro en una ocasión en que lo oyó y las mortificaciones para incurrir en soberbia fueron a veces crueles; como cuando su mamá le colocó como adorno una especie de corona, cuyas púas se apretó tanto en la cabeza para que le dolieran que luego no se pudieron quitar sino con gran dolor.

Se propuso seguir como modelo a Santa Catalina de Siena; los ejemplos de los santos son muy buenos para la santidad. Pero sobre todo el Espíritu le fue enseñando el camino. Así comprendió pronto la necesidad de la humildad. Y se dio cuenta de que la obediencia es el primer ejercicio de la humildad: obediencia a sus padres y obediencia a la Iglesia, representada en sus confesores.

“Cuanto más grande seas –hemos escuchado en la lectura del Eclesiástico– más debes humillarte y ante Dios hallarás gracia. Pues grande es el poderío del Señor y por los humildes es glorificado. Más de lo que alcanza la inteligencia humana se te ha mostrado ya. Que a muchos descaminó su presunción; una falsa ilusión extravió sus pensamientos”.

Y como “el Señor a los humildes da su gracia”, Santa Rosa fue agraciada con una oración extraordinaria y grandes favores divinos. La oración y el ejercicio de la caridad son lugares comunes en todos los santos. La oración es el encuentro íntimo con Jesús, es la experiencia de su amor, es el alimento de la caridad. En la oración se experimenta el amor de Dios y se le responde con amor. En la oración la fe se ejercita y aguza para ver en el prójimo a Dios. En la oración se cambian los valores y se apropian los de Dios. Gracias a la oración se puede llegar a realizar, como en Santa Rosa, lo escuchado en la carta a los Filipenses: “Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él, no con una justicia mía –la de la ley– sino con la que viene de la fe”.

Rosa vivió la mayor parte de su tiempo encerrada en su casa. Sin embargo el testimonio de su virtud se conoció por toda Lima. A su muerte los fieles acudieron en masa a venerarla. Dios hizo realidad en ella –y lo sigue haciendo –las parábolas de la mostaza y la levadura y cumple la palabra de Jesús: “Abriré en parábolas mi boca, publicaré lo que estaba oculto desde la creación del mundo”.

Pidamos a Santa Rosa lo que creamos necesitar para servir mejor a Dios y sobre todo la generosidad para seguir sus pasos y adquirir las virtudes que necesitamos en nuestro esfuerzo por la santidad.


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Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog



Santa Rosa de Lima




"Rosa de Santa María"
Patrona de América, Perú y las Filipinas
Fiesta: 30 de agosto

Nació en Lima (Perú) el año 1586; cuando vivía en su casa, se dedicó ya a una vida de piedad y de virtud, y, cuando vistió el hábito de la tercera Orden de santo Domingo, hizo grandes progresos en el camino de la penitencia y de la contemplación mística. Murió el día 24 de agosto del año 1617.
Rosa de Lima, la primera santa americana canonizada, nació de ascendencia española en la capital del Perú en 1586. Sus humildes padres son Gaspar de Flores y María de Oliva.
Aunque la niña fue bautizada con el nombre de Isabel, se la llamaba comúnmente Rosa y ése fue el único nombre que le impuso en la Confirmación el arzobispo de Lima, Santo Toribio. Rosa tomó a Santa Catalina de Siena por modelo, a pesar de la oposición y las burlas de sus padres y amigos. En cierta ocasión, su madre le coronó con una guirnalda de flores para lucirla ante algunas visitas y Rosa se clavó una de las horquillas de la guirnalda en la cabeza, con la intención de hacer penitencia por aquella vanidad, de suerte que tuvo después bastante dificultad en quitársela. Como las gentes alababan frecuentemente su belleza, Rosa solía restregarse la piel con pimienta para desfigurarse y no ser ocasión de tentaciones para nadie.

Una dama le hizo un día ciertos cumplimientos acerca de la suavidad de la piel de sus manos y de la finura de sus dedos; inmediatamente la santa se talló las manos con barro, a consecuencia de lo cual no pudo vestirse por sí misma en un mes. Estas y otras austeridades aún más sorprendentes la prepararon a la lucha contra los peligros exteriores y contra sus propios sentidos. Pero Rosa sabía muy bien que todo ello sería inútil si no desterraba de su corazón todo amor propio, cuya fuente es el orgullo, pues esa pasión es capaz de esconderse aun en la oración y el ayuno. Así pues, se dedicó a atacar el amor propio mediante la humildad, la obediencia y la abnegación de la voluntad propia.

Aunque era capaz de oponerse a sus padres por una causa justa, jamás los desobedeció ni se apartó de la más escrupulosa obediencia y paciencia en las dificultades y contradicciones.
Rosa tuvo que sufrir enormemente por parte de quienes no la comprendían.

El padre de Rosa fracasó en la explotación de una mina, y la familia se vio en circunstancias económicas difíciles. Rosa trabajaba el día entero en el huerto, cosía una parte de la noche y en esa forma ayudaba al sostenimiento de la familia. La santa estaba contenta con su suerte y jamás hubiese intentado cambiarla, si sus padres no hubiesen querido inducirla a casarse. Rosa luchó contra ellos diez años e hizo voto de virginidad para confirmar su resolución de vivir consagrada al Señor.

Al cabo de esos años, ingresó en la tercera orden de Santo Domingo, imitando así a Santa Catalina de Siena. A partir de entonces, se recluyó prácticamente en una cabaña que había construido en el huerto. Llevaba sobre la cabeza una cinta de plata, cuyo interior era lleno de puntas sirviendo así como una corona de espinas. Su amor de Dios era tan ardiente que, cuando hablaba de El, cambiaba el tono de su voz y su rostro se encendía como un reflejo del sentimiento que embargaba su alma. Ese fenómeno se manifestaba, sobre todo, cuando la santa se hallaba en presencia del Santísimo Sacramento o cuando en la comunión unía su corazón a la Fuente del Amor.



Extraordinarias pruebas y gracias

Dios concedió a su sierva gracias extraordinarias, pero también permitió que sufriese durante quince años la persecución de sus amigos y conocidos, en tanto que su alma se veía sumida en la más profunda desolación espiritual.

El demonio la molestaba con violentas tentaciones. El único consejo que supieron darle aquellos a quienes consultó fue que comiese y durmiese más. Más tarde, una comisión de sacerdotes y médicos examinó a la santa y dictaminó que sus experiencias eran realmente sobrenaturales.

Rosa pasó los tres últimos años de su vida en la casa de Don Gonzalo de Massa, un empleado del gobierno, cuya esposa le tenía particular cariño. Durante la penosa y larga enfermedad que precedió a su muerte, la oración de la joven era: "Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor".

Dios la llamó a Sí el 24 de agosto de 1617, a los treinta y un años de edad. El capítulo, el senado y otros dignatarios de la ciudad se turnaron para transportar su cuerpo al sepulcro.

El Papa Clemente X la canonizó en 1671.

Aunque no todos pueden imitar algunas de sus prácticas ascéticas, ciertamente nos reta a todos a entregarnos con más pasión al amado, Jesucristo. Es esa pasión de amor la que nos debe mover a vivir nuestra santidad abrazando nuestra vocación con todo el corazón, ya sea en el mundo, en el desierto o en el claustro.
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Tomado de:
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Domingo XXII del Tiempo Ordinario Ciclo A - Cargar con la cruz para seguir a Cristo



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P. Adolfo Franco, jesuita.

Lectura del santo evangelio según san Mateo (16, 21-27):

En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.

Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.»

Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.»

Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

Palabra del Señor


La Pasión es camino de crecimiento; hay que transformar la manera en que interpretamos el sufrimiento.

Jesús manifiesta a sus apóstoles el plan de la Redención; les dice todo lo que le va a suceder en su Pasión. Y ellos reaccionan, y Pedro reacciona con un vigor excesivo y dice a Jesús: ¡eso no te va a pasar! Y Jesús responde a Pedro, como pocas veces lo hizo: ¡Apártate de mí Satanás! Y tomando pie de esta situación añade además varias afirmaciones fundamentales sobre el camino que se debe tomar para seguirlo: cargar con la propia cruz y perder la vida. 

¿Y qué hacemos con esta página del Evangelio? ¿La borramos? Evidentemente que es muy central esta enseñanza de Jesús. Sabemos que es muy central para la Redención que Cristo padeciese lo que padeció. Pero de todas formas resulta complicado. Y más complicado aún es aplicarse a uno mismo la enseñanza referente al cargar la cruz y al perder la vida.

Esta enseñanza de Cristo para nuestra vida nos resulta chocante e incomprensible; pero, en contra de nuestro sentido común todo esto que Jesús nos dice es la mayor verdad que nos puede presentar para guiarnos en la vida.  Aquí nos movemos en un terreno completamente desconocido, porque desafía de manera radical nuestra lógica, y el sentido común.

Después de muchos años de fe, después de dos mil años la Pasión de Cristo se ha hecho lejana y la hemos dulcificado, y por eso fácilmente la aceptamos en Cristo. Aunque deberíamos devolver a esta enseñanza su realismo y recuperar la crudeza de los hechos. Y Cristo afirma, y es la verdad, que ahí está la salvación, que ahí se encuentra el amor, y que para eso valió la pena su vida. 

La plenitud, la realización ¿cómo puede estar dónde aparece el sacrificio, una aparente destrucción?

¿Cómo puede ganar la vida el que la pierde? Pienso que aquí se encuentra la más hermosa lección sobre la vida, que Cristo podía darnos. Al entregarse a la Pasión, a la suya, Jesús no sólo cumplió la voluntad del Padre, sino que nos enseñó el camino de nuestra propia vida.

Hay que darlo todo, dárselo todo, sin condiciones y sin límites. Sin tener previsiones, sin que se nos dé un adelanto de cómo será el resultado, y cómo será el camino. Fiarse plenamente y a ciegas, aunque las cosas parezcan diferentes, aunque todo lo veamos al revés: permitirle que El me tome de la mano y me lleve por caminos que ignoro, por sitios que parecen oscuros, por situaciones de abandono. Y esto sin temores, sin titubeos, creyendo, sobre toda apariencia, que El sabe lo que hace y que lo que hace es lo mejor que me puede pasar.

Firmar así un cheque en blanco no es fácil y sin embargo es el reto que nos plantea la Pasión del Señor, y el camino que Jesús en este pasaje nos indica: de seguirle con nuestra cruz, y perder la vida. Y ciertamente es la pura verdad que uno alcanza el tope de la vida, cuando descubre que hay Alguien al que podemos darle todo, y mejor aún, Alguien al que permitirle que tome todo: como quien pone a sus pies el baúl de nuestra vida abierto completamente, para que se lleve todo, de la manera que El decida, sabiendo que esto es el tope y la plenitud de la existencia: así se experimenta (no sólo se sabe) que el que pierda la vida por El, la encontrará.

Cuando se acepta eso, la entrega total sin límites, el corazón a la vez encuentra que todo es amor, y que eso es el significado hondo de la vida y nos llega a envolver una paz, como nunca habíamos sentido. Es verdad: solamente es capaz de amar de verdad el que da la vida entera. Y realmente si uno vive para amar, entonces descubre que la vida que aparentemente se había perdido, se la encuentra de la mejor manera.

El problema es cuando uno se queda a mitad de camino en la entrega, porque entonces no se llega a la luz, y la entrega se convierte más que en muerte, en tormento, y en absurdo.

Paradojas que nos desafían, y que nos invitan: por eso Él toma la delantera, para que nosotros simplemente carguemos cada uno la propia cruz y sigamos sus huellas.



Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.

 



Catequesis del Papa «Curar el mundo»: 4. El destino universal de los bienes y la virtud de la esperanza


 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 26 de agosto de 2020

[Multimedia]


 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Ante de la pandemia y sus consecuencias sociales, muchos corren el riesgo de perder la esperanza. En este tiempo de incertidumbre y de angustia, invito a todos a acoger el don de la esperanza que viene de Cristo. Él nos ayuda a navegar en las aguas turbulentas de la enfermedad, de la muerte y de la injusticia, que no tienen la última palabra sobre nuestro destino final.

La pandemia ha puesto de relieve y agravado problemas sociales, sobre todo la desigualdad. Algunos pueden trabajar desde casa, mientras que para muchos otros esto es imposible. Ciertos niños, a pesar de las dificultades, pueden seguir recibiendo una educación escolar, mientras que para muchísimos otros esta se ha interrumpido bruscamente. Algunas naciones poderosas pueden emitir moneda para afrontar la emergencia, mientras que para otras esto significaría hipotecar el futuro.

Estos síntomas de desigualdad revelan una enfermedad social; es un virus que viene de una economía enferma. Tenemos que decirlo sencillamente: la economía está enferma. Se ha enfermado. Es el fruto de un crecimiento económico injusto —esta es la enfermedad: el fruto de un crecimiento económico injusto— que prescinde de los valores humanos fundamentales. En el mundo de hoy, unos pocos muy ricos poseen más que todo el resto de la humanidad. Repito esto porque nos hará pensar: pocos muy ricos, un grupito, poseen más que todo el resto de la humanidad. Esto es estadística pura. ¡Es una injusticia que clama al cielo! Al mismo tiempo, este modelo económico es indiferente a los daños infligidos a la casa común. No cuida de la casa común. Estamos cerca de superar muchos de los límites de nuestro maravilloso planeta, con consecuencias graves e irreversibles: de la pérdida de biodiversidad y del cambio climático hasta el aumento del nivel de los mares y a la destrucción de los bosques tropicales. La desigualdad social y el degrado ambiental van de la mano y tienen la misma raíz  (cfr. Enc. Laudato si’, 101): la del pecado de querer poseer, de querer dominar a los hermanos y las hermanas, de querer poseer y dominar la naturaleza y al mismo Dios. Pero este no es el diseño de la creación.

«Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2402). Dios nos ha pedido dominar la tierra en su nombre (cfr. Gen 1, 28), cultivándola y cuidándola como un jardín, el jardín de todos (cfr. Gen 2,15). «Mientras “labrar” significa cultivar, arar o trabajar [...],  “cuidar” significa proteger, custodiar, preservar» (LS, 67). Pero cuidado con no interpretar esto como carta blanca para hacer de la tierra lo que uno quiere. No. Existe «una relación de reciprocidad responsable» (ibid.) entre nosotros y la naturaleza. Una relación de reciprocidad responsable entre nosotros y la naturaleza. Recibimos de la creación y damos a nuestra vez. «Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla» (ibid.). Ambas partes.

De hecho, la tierra «nos precede y nos ha sido dada» (ibid.), ha sido dada por Dios «a toda la humanidad» (CIC, 2402). Y por tanto es nuestro deber hacer que sus frutos lleguen a todos, no solo a algunos. Y este es un elemento-clave de nuestra relación con los bienes terrenos. Como recordaban los padres del Concilio Vaticano II «el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás» (Const. past. Gaudium et spes, 69). De hecho, «la propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros» (CIC, 2404). Nosotros somos administradores de los bienes, no dueños. Administradores. “Sí, pero el bien es mío”. Es verdad, es tuyo, pero para administrarlo, no para tenerlo egoístamente para ti.

Para asegurar que lo que poseemos lleve valor a la comunidad, «la autoridad política tiene el derecho y el deber de regular en función del bien común el ejercicio legítimo del derecho de propiedad» (ibid., 2406)[1]. La «subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes [...] es una “regla de oro” del comportamiento social y el primer principio de todo el ordenamiento ético-social» (LS, 93)[2].

Las propiedades, el dinero son instrumentos que pueden servir a la misión. Pero los transformamos fácilmente en fines, individuales o colectivos. Y cuando esto sucede, se socavan los valores humanos esenciales. El homo sapiens se deforma y se convierte en una especie de homo œconomicus —en un sentido peor— individualista, calculador y dominador. Nos olvidamos de que, siendo creados a imagen y semejanza de Dios, somos seres sociales, creativos y solidarios, con una inmensa capacidad de amar. Nos olvidamos a menudo de esto. De hecho, somos los seres más cooperativos entre todas las especies, y florecemos en comunidad, como se ve bien en la experiencia de los santos[3]. Hay un dicho español que me ha inspirado esta frase, y dice así: florecemos en racimo como los santos. Florecemos en comunidad como se ve en la experiencia de los santos.

Cuando la obsesión por poseer y dominar excluye a millones de personas de los bienes primarios; cuando la desigualdad económica y tecnológica es tal que lacera el tejido social; y cuando la dependencia de un progreso material ilimitado amenaza la casa común, entonces no podemos quedarnos mirando. No, esto es desolador. ¡No podemos quedarnos mirando! Con la mirada fija en Jesús (cfr. Heb 12, 2) y con la certeza de que su amor obra mediante la comunidad de sus discípulos, debemos actuar todos juntos, en la esperanza de generar algo diferente y mejor. La esperanza cristiana, enraizada en Dios, es nuestra ancla. Ella sostiene la voluntad de compartir, reforzando nuestra misión como discípulos de Cristo, que ha compartido todo con nosotros.

Y esto lo entendieron las primeras comunidades cristianas, que como nosotros vivieron tiempos difíciles. Conscientes de formar un solo corazón y una sola alma, ponían todos sus bienes en común, testimoniando la gracia abundante de Cristo sobre ellos (cfr. Hch 4, 32-35). Nosotros estamos viviendo una crisis. La pandemia nos ha puesto a todos en crisis. Pero recordad: de una crisis no se puede salir iguales, o salimos mejores, o salimos peores. Esta es nuestra opción. Después de la crisis, ¿seguiremos con este sistema económico de injusticia social y de desprecio por el cuidado del ambiente, de la creación, de la casa común? Pensémoslo. Que las comunidades cristianas del siglo XXI puedan recuperar esta realidad —el cuidado de la creación y la justicia social: van juntas—, dando así testimonio de la Resurrección del Señor. Si cuidamos los bienes que el Creador nos dona, si ponemos en común lo que poseemos de forma que a nadie le falte, entonces realmente podremos inspirar esperanza para regenerar un mundo más sano y más justo.

Y para finalizar, pensemos en los niños. Leed las estadísticas: cuántos niños, hoy, mueren de hambre por una no buena distribución de las riquezas, por un sistema económico como he dicho antes; y cuántos niños, hoy, no tienen derecho a la escuela, por el mismo motivo. Que esta imagen, de los niños necesitados por hambre y por falta de educación, nos ayude a entender que después de esta crisis debemos salir mejores. Gracias.


Tomado de:

http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2020/documents/papa-francesco_20200826_udienza-generale.html

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La fe cristiana desde la Biblia: Fe en Jesucristo


P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.

Gracias a Jesucristo nosotros podemos vivir desde dentro afuera según el espíritu de Dios. "—El Espíritu es quien da la vida; la carne no sirve para nada: Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Pero algunos de vosotros no creen—. Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién le iba a traicionar. Y añadió: —Por eso os dije que nadie puede aceptarme, si el Padre no se lo concede—. Desde entonces, muchos de sus discípulos se retiraron y ya no iban con él. Jesús preguntó a los doce: —¿También vosotros queréis dejarme?— Simón Pedro le respondió: —Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros creeemos y sabemos que tú eres el santo de Dios” (Jn 6,63-69). Sin duda que también nosotros como cristianos confiamos en Jesucristo. Deseamos ser testigos suyos y así proseguir con su misión de salvación para otros en este mundo.

¿Qué es lo que queremos decir cuando hablamos de fe en Jesucristo? No es la fe un acto de conocimiento y ni siquiera de la voluntad en su aspecto el más importante. Solemos decir que la fe cristiana es un don de Dios. Es algo que se recibe como una semilla en el bautismo y se desea y se desarrolla al calor de la presencia de Dios, en su experiencia y encuentro. La comunidad cristiana familiar reunida en la iglesia que la convoca y le acompaña para la celebración de un bautizo, acoge a su nuevo miembro “como un salvado en Cristo”. Sobre su frente derrama el agua que “salta hasta la vida eterna” en nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. No es un bautismo sólo de agua, sino sobre todo del Espíritu ardiente que procede del Jesucristo que está a la derecha del Padre. El, que es la cabeza del cuerpo de la Iglesia y es viviente que une al bautizado a sí mismo por la fuerza de su Espíritu; y el bautizado viene a ser un nuevo miembro vivo del cuerpo de la comunidad cristiana (Iglesia), llamado y elegido para acrecentar su comunión con la persona de Jesucristo. “¿No sabéis que, al ser vinculados a Cristo por medio del bautismo, fuimos vinculados también a su muerte? Por este bautismo fuimos sepultados con Cristo, quedando asimilados a su muerte. Por tanto, si Cristo venció a la muerte resucitando por el glorioso poder del Padre, preciso es que también nosotros emprendamos una vida nueva. Injertados en Cristo y partícipes de su muerte, hemos de compartir también su resurrección” (Rm 6,3-5).

A medida que los años pasan, la presencia del Dios vivo suele manifestarse de un modo o de otro a no ser que la vaciedad (vanidad) de las cosas no deje espacio ni siquiera para una mínima experiencia religiosa. Se habla aquí de “experiencia”, es decir, de unas circunstancias sensibles en las que aparece sentido el misterio pascual, el morir y el resucitar. Algo parecido a una crisis, algo doloroso que se abre hacia el gozo, algo que se transfigura. Dios da el crecimiento. La fe entonces aumenta y no sólo germina, brota y crece, sino que da fruto, más de lo que cabría esperar. Es la fuerza de Dios. Nuestro trabajo vendrá a ser así tarea de Dios. La experiencia de la fe reside en que ésta es vida verdadera y concreta sentida siempre en paz y gozo.

¿Es posible vivir en gozo sin saber del futuro? Miedos y temores nos desequilibran. Sin embargo, la necesidad de sentirnos hijos de Dios, la admiración por Jesús de Nazaret y la oración que es más que un desahogo suelen expresar la fe existencial.

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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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Acólitos: Carta de San Juan Pablo II a los monaguillos


 

Queridos monaguillos: Vuestro ministerio del altar es un auténtico servicio santo

Queridos hermanos y hermanas; queridos jóvenes:

1. La plaza de San Pedro es hoy la plaza de la juventud. Hace casi un año, en el corazón del gran jubileo del año 2000, aquí fueron solícitamente acogidos los jóvenes procedentes de todo el mundo que vinieron para la celebración de la Jornada mundial de la juventud. Hoy esta plaza, en la que tiene lugar la milésima audiencia general desde que la Providencia divina me ha llamado a ser Sucesor del apóstol san Pedro, se abre a los miles de muchachos y muchachas que han acudido de toda Europa en peregrinación a la tumba del Príncipe de los Apóstoles.

Queridos monaguillos, ayer habéis cruzado en una larga procesión la plaza de San Pedro para llegar hasta el altar de la Confesión de la basílica. Así, en cierto modo, habéis prolongado el camino que los jóvenes del mundo comenzaron durante el Año santo. El lema de vuestra peregrinación a la ciudad eterna, "En camino hacia un mundo nuevo", es signo de vuestro deseo de tomaros en serio la vocación cristiana.

2. Os saludo muy cordialmente, queridos muchachos y muchachas, y me alegro de celebrar este encuentro. En particular, agradezco a monseñor Martin Gächter, obispo auxiliar de Basilea y presidente del Coetus internationalis ministrantium, las cordiales palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.

Saludo con particular alegría a los monaguillos de los países de lengua alemana, que constituyen el grupo más numeroso. Es hermoso que tantos jóvenes cristianos hayan venido de Alemania.

Vuestro ministerio del altar no sólo es un deber, sino también un gran honor, un auténtico servicio santo. A propósito de este servicio, deseo proponeros algunas reflexiones.

El hábito del monaguillo es particular. Recuerda el traje que cada uno usa cuando, en nombre de Cristo, es acogido en la comunidad. Me refiero al hábito bautismal, cuyo significado profundo expone san Pablo: "En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Ga 3, 27).

Vosotros, que ahora lleváis el hábito de monaguillo, habéis recibido antes el traje bautismal. Sí, el bautismo es el punto de partida de vuestro "auténtico ministerio litúrgico", que os sitúa al lado de vuestros obispos, sacerdotes y diáconos (cf. Sacrosanctum Concilium, 29).

3. El monaguillo ocupa un lugar privilegiado en las celebraciones litúrgicas. Quien desempeña el servicio durante la misa, se presenta a una comunidad. Experimenta de cerca que en cada acción litúrgica Jesucristo está presente y operante. Jesús está presente cuando la comunidad se reúne para orar y alabar a Dios. Jesús está presente en la palabra de la sagrada Escritura. Jesús está presente, sobre todo, en la Eucaristía, bajo las especies del pan y del vino. Actúa por medio del sacerdote que, in persona Christi, celebra la santa misa y administra los sacramentos.

De este modo, en la liturgia sois mucho más que simples "ayudante del párroco". Sobre todo, sois servidores de Jesucristo, el sumo y eterno Sacerdote. Así, vosotros, monaguillos, estáis llamados en particular a ser jóvenes amigos de Jesús. Esforzaos por profundizar y cultivar esta amistad con él. Descubriréis que habéis encontrado en Jesús a un verdadero amigo para la vida.

4. El monaguillo a menudo sostiene en la mano una vela. Eso nos hace pensar en lo que dijo Jesús en el sermón de la Montaña: "Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5, 14). Vuestro servicio no puede limitarse al interior de una iglesia. Debe irradiarse en la vida de todos los días: en la escuela, en la familia y en los diversos ámbitos de la sociedad, dado que quien quiere servir a Jesucristo en el interior de una iglesia debe ser su testigo por doquier.

Queridos jóvenes, vuestros contemporáneos esperan la verdadera "luz del mundo" (cf. Jn 1, 9). No tengáis vuestro candelero sólo en el interior de la iglesia; por el contrario, llevad la antorcha del Evangelio a todos los que están en las tinieblas y viven un momento difícil de su existencia.

5. He hablado de la amistad con Jesús. Me gustaría que de esta amistad brotara algo más. ¡Qué hermoso sería si alguno de vosotros descubriera la vocación al sacerdocio! Jesucristo tiene necesidad urgente de jóvenes que se pongan a su disposición con generosidad y sin reservas. Además, ¿no podría el Señor llamar también a cualquiera de vosotras, muchachas, a abrazar la vida consagrada para servir a la Iglesia y a los hermanos? También a quienes quieran unirse en matrimonio, el servicio del monaguillo enseña que una auténtica unión debe incluir siempre la disponibilidad al servicio recíproco y gratuito.


Fuente: Catholic.net

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Teología fundamental. 17. El Credo. Creación de la primera pareja humana

 


P. Ignacio Garro, jesuita
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

5. EL CREDO
Continuación


5.4.1.6. CREACIÓN DE LA PRIMERA PAREJA HUMANA

Terminada la obra de la creación, Dios creó al hombre. 1 "Dios, dice el Génesis, vio que todo lo creado era bueno, y dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (1, 26). Formó entonces el cuerpo de Adán del barro de la tierra; y creando una alma racional, la unió a ese cuerpo. 

Es de fe que el alma de Adán es creada, es decir, sacada de la nada por Dios. Y lo mismo pasa con el alma de cada hombre. El cuerpo de Adán fue formado de materia preexistente, interviniendo Dios en su formación.

Respecto a Eva dice el Génesis que Dios formó su cuerpo de una de las costillas de Adán durante un sueño de éste. Y su alma la creó de la nada, como la de Adán. 

Dice San Agustín, que Dios sacó a la mujer, no de la cabeza, ni de los pies de Adán, sino de su costado, para darle a entender que no era superior al hombre, ni tampoco su esclava, sino su compañera. Esto mismo significó con las palabras con que la formó: "No es bueno que el hombre esté solo; démosle por ayuda y compañera una semejante a él" (Gen. 2, 18).

5.4.1.6.1. Unidad del género humano 

Consta en la Escritura que todo el género humano viene de Adán y Eva. San Pablo afirma que "de un solo hombre hizo nacer todo el linaje de los hombres" (Hechos 17, 26). Y que todos los hombres por descender de Adán han contraído el pecado original (cfr. Rom. 5, 12). 

La unidad del género humano es, pues, una verdad que consta claramente en la Escritura, y que no podemos poner en duda. 

Sería un error, de corte evolucionista, negar el carácter histórico de los primeros capítulos del Génesis, donde se narra la creación; igualmente negar que Adán y Eva fueron dos personas singulares; negar el pecado original para todos los hombres, como si no descendiéramos todos de nuestros primeros padres (Poligenismo) cfr. Pío XII, Enc. Humani Generis, Dz. 2305.


5.4.1.7. LIBERTAD RESPONSABLE 

El hombre es libre y por tal motivo responsable: puede responder de sus propios actos gracias a su voluntad, Decirnos, por tanto que, responsabilidad es la propiedad de la voluntad por la que el hombre responde de sus actos. 

"El hombre consigue esta dignidad cuando, librándose de toda esclavitud de las pasiones, tiende a su fin con una libre elección del bien y se procura los medios adecuados con eficacia y con diligente empeño. Pero la libertad del hombre, herida por el pecado, no puede conseguir esta orientación hacia Dios con plena eficacia si no es con la ayuda de su gracia. Y cada uno tendrá que dar cuenta de su vida ante el tribunal de Dios, según haya hecho el bien o el mal". Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et Spes. núm. 17.


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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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Domingo XXI del Tiempo Ordinario Ciclo A - Profesión de fe de Pedro

 


P. Adolfo Franco, jesuita.

Lectura del santo evangelio según san Mateo (16, 13 - 20):

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»

Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»

Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»

Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»

Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.»

Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.


Palabra del Señor


Jesús pregunta también a los apóstoles ¿quién dicen ustedes que soy yo? Y a nosotros podría preguntarnos ¿tú qué sabes de mí?

En este momento de la vida de Jesús, los apóstoles ya han estado bastante tiempo con El. Y se ha dado a conocer a las multitudes con sus milagros y sus predicaciones en diversas regiones de Israel. Jesús hace una pregunta a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? Una pregunta muy importante. No se trata de curiosidad, sino de ver hasta qué punto ha llegado el mensaje que predica. Porque unos lo veían como un simple bienhechor que resolvía los problemas con sus milagros, otros lo veían con agrado por sus palabras hermosas, pero también había quienes lo veían con disgusto, como un peligro, como un pecador inclusive. Tantas formas diferentes como veían a Jesús sus contemporáneos en ese momento y en la actualidad.

Y Jesús les dirige entonces la pregunta a sus discípulos y nos la dirige a nosotros ¿Y vosotros quién decís que soy yo? Entonces Pedro tomó la palabra y dijo... y ahora soy yo mismo el interpelado por esta pregunta que es fundamental: Jesús se dirige a mí y me la pregunta en forma más insistente ¿tú de veras sabes quién soy yo?

Es claro que nadie podrá responder correctamente a esa pregunta, si no lo conoce. Además, se trata de un conocimiento diferente a los otros conocimientos. ¿Podemos llegar a conocerlo? ¿Estaremos alguna vez en capacidad de responderle a la pregunta que El nos hace?

Si nos fijamos bien, en nuestra vida ha habido momentos en que hemos conocido de forma especial a Jesús, y poco a poco esos conocimientos se han ido juntando para ir formando su imagen en nuestro corazón. Porque, y esto es claro, a esa pregunta de Jesús, solo se responde con el corazón.

Quizá la primera experiencia del conocimiento de Jesús, fue esa noche víspera de nuestra Primera Comunión. Estábamos en el umbral de la niñez (a punto de salir de ella) y todo nuestro candor se convirtió en una ilusión pura: al día siguiente recibiríamos por primera vez al amigo Jesús: estar con Él era en ese momento lo más importante de nuestra vida. Y así esa podría ser una respuesta (aunque incompleta) a la pregunta de Jesús: Señor, tu fuiste la mayor ilusión de mi niñez.

Pero hay más y mucho más. Seguramente hemos tenido clases sobre la vida de Jesús y de su misterio, clases de biblia y teología. Lecturas que nos han enardecido. Todo eso se ha ido acumulando para ayudar a formar también esa respuesta. Pero lo principal son esas experiencias hondas, que nos han acercado al conocimiento interior. Alguna vez en especial hemos sentido el peso de nuestro pecado, nos hemos sentido sucios y desalentados. Quién me devolviera la ilusión y me permitiera volver a comenzar y en ese momento apareció Él a través de una confesión honda y suplicante; y salimos de ese perdón con la sensación de que Él nos había abrazado y que empezábamos de nuevo a estrenar la vida. Y así también podríamos responder a la pregunta, diciendo: Tú Jesús fuiste el que me devolvió la dignidad perdida y me hiciste vivir de nuevo con ilusión.

¿Quién dices tú que soy yo? Jesús nos pregunta y nuestra experiencia de vida le va contestando, etapa por etapa. ¿Y cuántos otros momentos en que lo hemos visto? En la intimidad del silencio, en la oración, cuando toda nuestra vida quiere convertirse en adoración a nuestro “único Amor”, su imagen se va completando en nuestro corazón. Y en algunos momentos, nuestra única respuesta a su pregunta es mirarlo con los ojos cerrados, sabiendo que Él es capaz de leer en nuestro centro mismo la respuesta para la cual no encontramos palabras suficientes. Y terminaríamos diciéndole pobremente: JESÚS TÚ ERES TODO.

Qué pregunta tan sorprendente ¿quién dices tú que soy yo? La pregunta central, a la cual vale la pena dedicarle toda la vida.


Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Catequesis del Papa «Curar el mundo»: 3. La opción preferencial por los pobres y la virtud de la caridad


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 19 de agosto de 2020

[Multimedia]


 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La pandemia ha dejado al descubierto la difícil situación de los pobres y la gran desigualdad que reina en el mundo. Y el virus, si bien no hace excepciones entre las personas, ha encontrado, en su camino devastador, grandes desigualdades y discriminación. ¡Y las ha incrementado!

Por tanto, la respuesta a la pandemia es doble. Por un lado, es indispensable encontrar la cura para un virus pequeño pero terrible, que pone de rodillas a todo el mundo. Por el otro, tenemos que curar un gran virus, el de la injusticia social, de la desigualdad de oportunidades, de la marginación y de la falta de protección de los más débiles. En esta doble respuesta de sanación hay una elección que, según el Evangelio, no puede faltar: es la opción preferencial por los pobres (cfr. Exhort. ap. Evangelii gaudium [EG], 195). Y esta no es una opción política; ni tampoco una opción ideológica, una opción de partidos. La opción preferencial por los pobres está en el centro del Evangelio. Y el primero en hacerlo ha sido Jesús; lo hemos escuchado en el pasaje de la Carta a los Corintios que se ha leído al inicio. Él, siendo rico, se ha hecho pobre para enriquecernos a nosotros. Se ha hecho uno de nosotros y por esto, en el centro del Evangelio, en el centro del anuncio de Jesús está esta opción.

Cristo mismo, que es Dios, se ha despojado a sí mismo, haciéndose igual a los hombres; y no ha elegido una vida de privilegio, sino que ha elegido la condición de siervo (cfr. Fil 2, 6-7). Se aniquiló a sí mismo convirtiéndose en siervo. Nació en una familia humilde y trabajó como artesano. Al principio de su predicación, anunció que en el Reino de Dios los pobres son bienaventurados (cfr. Mt 5, 3; Lc 6, 20; EG, 197). Estaba en medio de los enfermos, los pobres y los excluidos, mostrándoles el amor misericordioso de Dios (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2444). Y muchas veces ha sido juzgado como un hombre impuro porque iba donde los enfermos, los leprosos, que según la ley de la época eran impuros. Y Él ha corrido el riesgo por estar cerca de los pobres.

Por esto, los seguidores de Jesús se reconocen por su cercanía a los pobres, a los pequeños, a los enfermos y a los presos, a los excluidos, a los olvidados, a quien está privado de alimento y ropa (cfr. Mt 25, 31-36; CIC, 2443). Podemos leer ese famoso parámetro sobre el cual seremos juzgados todos, seremos juzgados todos. Es Mateo, capítulo 25. Este es un criterio-clave de autenticidad cristiana (cfr. Gal 2,10; EG, 195). Algunos piensan, erróneamente, que este amor preferencial por los pobres sea una tarea para pocos, pero en realidad es la misión de toda la Iglesia, decía San Juan Pablo II (cfr. S. Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 42). «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres» (EG, 187).

La fe, la esperanza y el amor necesariamente nos empujan hacia esta preferencia por los más necesitados,[1] que va más allá de la pura necesaria asistencia (cfr. EG, 198). Implica de hecho el caminar juntos, el dejarse evangelizar por ellos, que conocen bien al Cristo sufriente, el dejarse “contagiar” por su experiencia de la salvación, de su sabiduría y de su creatividad (cfr. ibid.). Compartir con los pobres significa enriquecerse mutuamente. Y, si hay estructuras sociales enfermas que les impiden soñar por el futuro, tenemos que trabajar juntos para sanarlas, para cambiarlas (cfr. ibid., 195). Y a esto conduce el amor de Cristo, que nos ha amado hasta el extremo (cfr. Jn 13, 1) y llega hasta los confines, a los márgenes, a las fronteras existenciales. Llevar las periferias al centro significa centrar nuestra  vida en Cristo, que «se ha hecho pobre» por nosotros, para enriquecernos «por medio de su pobreza» (2 Cor 8, 9).[2]

Todos estamos preocupados por las consecuencias sociales de la pandemia. Todos. Muchos quieren volver a la normalidad y retomar las actividades económicas. Cierto, pero esta “normalidad” no debería comprender las injusticias sociales y la degradación del ambiente. La pandemia es una crisis y de una crisis no se sale iguales: o salimos mejores o salimos peores. Nosotros debemos salir mejores, para mejorar las injusticias sociales y la degradación ambiental. Hoy tenemos una ocasión para construir algo diferente. Por ejemplo, podemos hacer crecer una economía de desarrollo integral de los pobres y no de asistencialismo. Con esto no quiero condenar la asistencia, las obras de asistencia son importantes. Pensemos en el voluntariado, que es una de las estructuras más bellas que tiene la Iglesia italiana. Pero tenemos que ir más allá y resolver los problemas que nos impulsan a hacer asistencia. Una economía que no recurra a remedios que en realidad envenenan la sociedad, como los rendimientos disociados de la creación de puestos de trabajo dignos (cfr. EG, 204). Este tipo de beneficios está disociado por la economía real, la que debería dar beneficio a la gente común (cfr. Enc. Laudato si’ [LS], 109), y además resulta a veces indiferente a los daños infligidos a la casa común. La opción preferencial por los pobres, esta exigencia ético-social que proviene del amor de Dios (cfr. LS, 158), nos da el impulso a pensar y a diseñar una economía donde las personas, y sobre todo los más pobres, estén en el centro. Y nos anima también a proyectar la cura del virus privilegiando a aquellos que más lo necesitan. ¡Sería triste si en la vacuna para el Covid-19 se diera la prioridad a los ricos! Sería triste si esta vacuna se convirtiera en propiedad de esta o aquella nación y no sea universal y para todos. Y qué escándalo sería si toda la asistencia económica que estamos viendo —la mayor parte con dinero público— se concentrase en rescatar industrias que no contribuyen a la inclusión de los excluidos, a la promoción de los últimos, al bien común o al cuidado de la creación (ibid.). Hay criterios para elegir cuáles serán las industrias para ayudar: las que contribuyen a la inclusión de los excluidos, a la promoción de los últimos, al bien común y al cuidado de la creación. Cuatro criterios.

Si el virus tuviera nuevamente que intensificarse en un mundo injusto para los pobres y los más vulnerables, tenemos que cambiar este mundo. Con el ejemplo de Jesús, el médico del amor divino integral, es decir de la sanación física, social y espiritual (cfr. Jn 5, 6-9) —como era la sanación que hacía Jesús—, tenemos que actuar ahora, para sanar las epidemias provocadas por pequeños virus invisibles, y para sanar esas provocadas por las grandes y visibles injusticias sociales. Propongo que esto se haga a partir del amor de Dios, poniendo las periferias en el centro y a los últimos en primer lugar. No olvidar ese parámetro sobre el cual seremos juzgados, Mateo, capítulo 25. Pongámoslo en práctica en este repunte de la epidemia. Y a  partir de este amor concreto, anclado en la esperanza y fundado en la fe, un mundo más sano será posible. De lo contrario, saldremos peor de esta crisis. Que el Señor nos ayude, nos dé la fuerza para salir mejores, respondiendo a la necesidad del mundo de hoy.

 

[1] cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la "Teología de la Liberación", (1984), cap. V.

[2] Benedicto XVI, Discurso inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 de mayo de 2007), 3.

 

 


Tomado de:

http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2020/documents/papa-francesco_20200819_udienza-generale.html

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Teología fundamental. 16. El Credo. El alma humana



P. Ignacio Garro, jesuita
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

5. EL CREDO
Continuación


5.4.1.5. EL ALMA HUMANA 

5.4.1.5.1. Su naturaleza y su existencia 

El alma humana es el principio vital que comunica al cuerpo, vida, sensibilidad y pensamiento. 

Negar la existencia del alma humana sería un gran absurdo. 
  • La razón la prueba. Nos consta en efecto que la simple materia ni vive, ni siente, ni piensa. Nosotros vivimos, sentimos y pensamos. Luego tenemos un principio distinto de la materia. 
  • La Sagrada Escritura también nos la prueba. Así Cristo nos alerta: "No temáis a los que sólo pueden dañar el cuerpo. Temed a los que pueden precipitar alma y cuerpo en el infierno" (Mt. 10, 28). 

El alma humana tiene dos propiedades importantísimas, que la distinguen del principio vital de los brutos: es espiritual e inmortal. 


5.4.1.5.2. Espiritualidad del alma 

El alma humana es espiritual, porque no es cuerpo, ni consta de partes materiales, sino que es un principio superior a la materia. 

Esto se prueba porque realiza operaciones que están por encima de la materia. Comparemos, para cerciorarnos, el conocimiento del hombre con el conocimiento de los animales. 

1°. El conocimiento de los animales se refiere a las cualidades materiales de los cuerpos, que se pueden percibir por los sentidos 

2°. El conocimiento del hombre: a) Se refiere a seres y cualidades inmateriales. b) Aun los seres materiales los conoce de modo inmaterial. c) Puede raciocinar. Tres cosas que no puede el animal. 

a) El hombre conoce seres espirituales como Dios; y nociones in materiales como las nociones de virtud, deber, patria.

b) Conoce los seres materiales de un modo inmaterial, porque aparta de ellos las cualidades sensibles, y llega a formar las ideas, que son inmateriales y abstractas. 
Expliquemos esto con un ejemplo: El perro distingue al amo del extraño y del mendigo por la voz, las facciones, el olor, los ademanes y demás condiciones sensibles y concretas. Pero nunca podrá decirse: todos estos tres tienen algo de común, son animales racionales; porque este concepto es algo inmaterial que no pueden percibir los sentidos. El hombre lo hace así cada vez que aparta las cualidades materiales de los seres para formar las ideas, o conceptos generales.
c) Además el hombre puede raciocinar, lo que no puede el animal. Es absurdo suponer que un perro lea un libro y discuta las ideas del autor; o que un asno pueda fabricar una computadora o componer una sinfonía. 
Pues bien, como el actuar sigue al ser, decimos que, habiendo en el hombre operaciones inmateriales, es de rigor que haya en él un principio inmaterial que las produzca; y a este principio inmaterial lo llamamos alma. 

Necesariamente la naturaleza de un ser está de acuerdo con sus operaciones. Así es imposible que una piedra tenga respiración y circulación, o que una planta vea y sienta placer, Por eso, habiendo en e¡ hombre operaciones inmateriales es de rigor que haya en él un principio inmaterial.

5.4.1.5.3. Su inmortalidad 

El alma no muere con el cuerpo, sino que es inmortal. " Dios ha hecho al hombre inmortal escribe el libro de la Sabiduría (2, 23). 

Dice también el Eclesiastés: "Que el polvo vuelva a la tierra de donde salió; y el espíritu vuelve a Dios que le dio el ser" (12, 7).

La razón prueba igualmente la inmortalidad del alma: 

a) Porque siendo el alma un espíritu, no lleva en sí germen alguno de corrupción que es propia de lo material. 
El cuerpo al morir se disgrega en los diversos elementos que lo componen y entra en corrupción, El alma humana es simple y espiritual, y no tiene ni elementos que se disgreguen, ni materia que pueda corromperse.
b) Porque así lo exige la sabiduría de Dios. Si el alma no fuera inmortal Dios no hubiera puesto en el hombre un deseo de felicidad, que jamás pudiera satisfacer. 
Puesto que en esta vida no puede satisfacer de lleno ese deseo, y puesto que va contra la divina sabiduría haber puesto en el alma una aspiración tan honda y poderosa para nunca satisfacerla, es de rigor admitir la existencia de otra vida, donde dicha aspiración pueda tener completa realización.

c) Porque así lo exige la justicia de Dios. Pues de otra manera tantas injusticias que se dan en él mundo quedarían sin reparación. 

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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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La fe cristiana desde la Biblia: El pecado del mundo


P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.


Cuando Juan, el Bautista, nos presenta en el cuarto evangelio a Jesús de Nazaret lo hace con las palabras “éste es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). ¿De qué pecado se trata? Juan, el precursor, no habla de los pecados de los hombres, sino del pecado del mundo. El así llamado “mundo” viene a ser considerado en el texto evangélico como una fuerza física, como un misterio de iniquidad que impone su estructura del poder, de la injusticia y depredación. “Todo el que comete pecado, comete también iniquidad, porque el pecado es iniquidad” (l Jn 3,4). Por “iniquidad” se designa aquí al estado del mundo envidioso de Dios (estado de “anomia” - desorden). Esta estructura de pecado que se encuentra en principio fuera de nosotros, nos desborda e inunda dada nuestra debilidad e impotencia, y nos hace sentirnos pecadores odiosos más por omisión y por error que por malicia voluntaria. Nos vemos forzados en situaciones no buscadas, a elegir entre males, excusados en parte si acertamos con la elección del “mal menor”, confundida la conciencia personal pues lo elegido ha sido un mal y no un bien. Es bastante triste y doloroso.

Como ya lo indicamos algo más arriba al tratar “por nuestros pecados”, san Pablo manifiesta su perplejidad en su propia vida en medio de este mundo: "Pero yo soy un hombre frágil vendido al poder del pecado y no acabo de comprender mi conducta, pues no bago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Aunque si hago lo que aborrezco, estoy reconociendo que la ley (judía) es buena, y que no soy yo quien lo hace, sino la fuerza del pecado que actúa en mí” (Rm 7,14-17).

En su esencia “el pecado del mundo” sería similar a todo pecado, pero con un agravante. Insistimos en el sustrato idolátrico de cualquier pecado. Y su agravante está en su obstinación, en su indiferencia (no apertura) a cualquier manifestación superior a la naturaleza rastrera y cruel de las personas. El mundo se corrompe así una y otra vez por malicia, errores e intereses de poder y dinero. El ser cristiano en su pureza pertenecería de hecho a la clandestinidad, a lo exclusivamente privado. Pareciera a veces que sentimos vergüenza de manifestarnos como cristianos o simplemente creyentes. Vivimos a oscuras en tinieblas y no acertamos a sacar nuestra lámpara a la intemperie e indiferencia de este mundo endurecido que se contempla a sí mismo con hipocresía y juega a ser aparentemente ético. El mundo es mentiroso como el demonio mismo.

Pues bien, así las cosas, deseando con frecuencia y con pasión inconfesable que un fuego abrasador baje y purifique toda esta realidad depresiva, resuenan las palabras muy poco creíbles “éste es el cordero que quita el pecado del mundo”. El verbo “quitar” tiene un significado de “borrar”, de “no tener ya en cuenta”. No se nos va a pedir cuentas de esa situación irremediable. Eso pertenece así al reinado de los hombres en este mundo. “Mi reino no es de aquí” (Jn 18,36). “Os he dicha toda esto, para que podáis encontrar la paz en vuestra unión conmigo. En el mundo encontraréis dificultades y tendréis que sufrir, pero tened ánimo;yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Haciendo lo que realmente pueda, el cristiano vivirá con fe y esperanza, en humildad y verdad. Evitará el complejo de culpa y responsabilidad, el querer hacer lo que no puede hacer. Lo suyo es paz y gozo.



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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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Acólitos: 15 consejos para los monaguillos

 


El Acólito es servidor y testigo de Jesucristo

Fuente: monaguillosdelaasuncion.wordpress.com


El acólito es destinado al servicio del altar y ayuda del sacerdote y del diácono”, dice la Introducción General del Misal (nº 65). La palabra ‘clave’ en esta frase es la palabra “servicio”. El acólito está llamado a servir, muy en especial en la celebración eucarística. La palabra “servir” es un término bíblico de mucho contenido e inspira respeto. Aquí no se trata de un servicio esclavizante o humillante, sino un privilegio noble de poder servir. Se trata aquí de “servicio religioso”. Cristo y el prójimo sirven. También la comunidad creyente y el mundo sirven: todos los cristianos están llamados a servir. El acólito tiene el privilegio de expresar y vivir esta vocación en el servicio de la liturgia.

 

El servicio en el altar

Pero de esta nobleza de su función, fluye también el deber de cumplir esta tarea de servicio de una manera constante, digna, alegre y devota. Y eso sólo es posible si conoce bien su tarea. Al mismo tiempo, el acólito es el testigo de Jesucristo. Da testimonio de su fe en Jesús, no sólo dentro de la Iglesia sino en toda su vida: en la familia, en la escuela, en las actividades deportivas, etc. En todas partes se siente orgulloso de ser cristiano e irradia amor hacia el Señor y hacia los demás, a través de todo su comportamiento. Sacará fuerzas del contacto frecuente con los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia, para dar testimonio de Jesús y vivir como Él lo desea. A través de la oración diaria, será capaz de mantenerse fiel al Señor.


15 CONSEJOS PARA LOS MONAGUILLOS


1) Considerar UN GRAN HONOR el hecho de ser acólito. Al tratarse de un servicio ante el altar, es una actividad SAGRADA.Esforzarse por honrar este cargo y ser fiel a esta gracia.


2) Estás ante el Rey del cielo. HACER BIEN CADA MOVIMIENTO y con EXACTITUD. Por ejemplo: preparar el altar, al ayudar la Misa, las entradas y salidas de las ceremonias, etc. Dar lo mejor de sí, como harían los mejores soldados.


3) PIEDAD. Gran amor a Jesús en la Eucaristía. Hacer una visita al Santísimo cada vez que se vaya a la Iglesia. Acción de Gracias después de la Comunión. Pedir el don de la piedad al Espíritu Santo. Fomentar la devoción a María, Reina y Señora.


4) ESTADO DE GRACIA Permanecer siempre en la amistad de Dios. Si se cae en pecado confesarse cuanto antes. Cumplir con alegría, sencillez y espíritu de perfección las obligaciones ordinarias de la vida. Huir de las ocasiones de pecado (TV, malas compañías, malos ambientes, etc.) y fomentar la ascética y la mística cristianas.


5) El servicio del acolitado se aprende. CONOCERSE Y CORREGIRSE UNO MISMO. Tenemos defectos y debilidades. Aceptar las correcciones del sacerdote con humildad. Pedir la Gracia de Dios.


6) SERIEDAD Y RESPONSABILIDAD en el cumplimiento del deber. Tomar con seriedad las órdenes, los avisos, las ceremonias, los deberes propios del acólito. La Santa Misa es el misterio central de la fe: que tus gestos hablen por tí.


7) NO MIRAR hacia los fieles o para cualquier parte durante las ceremonias. Tener el corazón, la mente, el cuerpo, orientado hacia las funciones que haya que hacer.


8) Durante el servicio:

  • PERMANECER ERGUIDO en posición recta:
  • ARRODILLADO: erguido, las manos juntas sin cruzar ni mover los pies.
  • DE PIE: los pies derechos, las manos juntas.
  • SENTADO: el cuerpo erguido, las rodillas juntas, las manos sobre las piernas.
  • CAMINANDO: despacio. Los ojos bajos, con recogimiento. No caminar hacia atrás.


9) REALIZAR CADA ACCIÓN SOLAMENTE DESPUÉS DE HABER TERMINADO LA ANTERIOR. Sentarse, arrodillarse y ponerse de pie (no apoyarse cuando se está de pie).


10) ATENCIÓN en las ceremonias. Hacer las cosas bien y DESPACIO, pero con prontitud y desenvoltura. ENSAYAR antes para aprender bien.


11) SIMETRÍA Y SINCRONIZACIÓN en las ceremonias. Realizar las acciones junto a otros al mismo tiempo; por ejemplo, las inclinaciones y las respuestas de la Misa. Guardar siempre la misma distancia con relación al otro acólito, si lo hubiera.


12) SILENCIO: en la Iglesia, en la sacristía. No hablar en la Iglesia, no reírse, no hacerse gestos. Recogimiento interior.


13) PRONUNCIAR bien las palabras, ya sean en tu lengua vernácula o en latín, si fuera el caso.


14) FORMACIÓN: fometa la lectura sobre la liturgia; aprende de buenos autores. Cuanto más profundices en la liturgia, más y mejor comprenderás y disfrutarás los misterios de la fe. La formación ayuda a “ver con ojos nuevos” la fe que la Iglesia expresa con gestos y palabras.


15) BUEN EJEMPLO: en el catecismo, en la escuela, en la calle, en la Iglesia. Observar un comportamiento ejemplar (que motive a ser imitado). Hacer las cosas con dedicación, piedad y celo. El ministerio del acolitado puede ser fomentado y gracias a tu conducta, quizás haya quien se ofrezca a ayudar en el altar. Recuerda que el acolitado es “semillero” de vocaciones sacerdotales.


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Tomado de:

https://es.catholic.net/op/articulos/56746/cat/34/15-consejos-para-los-monaguillos.html#modal