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VII Domingo del Tiempo Ordinario - A: Amar a los enemigos






P. Adolfo Franco, jesuita.

Mt. 5, 38-48

Ustedes han oído que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente.» Pero yo les digo: No resistan al malvado. Antes bien, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Si alguien te hace un pleito por la camisa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos. Da al que te pida, y al que espera de ti algo prestado, no le vuelvas la espalda.
Ustedes han oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo.» Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores, para que así sean hijos de su Padre que está en los Cielos. Porque él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores.
Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué mérito tiene? También los cobradores de impuestos lo hacen. Y si saludan sólo a sus amigos, ¿qué tiene de especial? También los paganos se comportan así. Por su parte, sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo.
Palabra del Señor

Jesús nos invita un amor sin límites imitando a nuestro Padre del cielo.

No podemos negar que esta página del Evangelio nos produce al menos desconcierto, si no rechazo. Primero Jesús impugna toda reivindicación, la reivindicación que encierra la conocida frase de “Ojo por ojo, diente por diente”. Y rechaza esta norma con una propuesta desafiante: si alguien te pega en una mejilla, preséntale la otra. Jesús va a llenar de ejemplos y de referencias concretas la enseñanza que pretende inculcarnos: Si alguien te quita la túnica, no le pongas pleito y además regálale también la capa. Algunos al leer estas propuestas de Jesús, pueden preguntarse ¿se puede tomar en serio esa norma de conducta que Jesús nos enseña?

Pero sigamos con las propuestas de Jesús: si alguien te pide el favor de que le acompañes una milla, sé generoso y acompáñale dos; tienes que amar a tu enemigo, y debes orar por los que te hacen daño y te fastidian.

Y redondea esto con la comparación del Padre celestial, que debe ser nuestro modelo en el amor a los hermanos. Y para que quede más claro nos dice que si no actuamos así, con generosidad en el amor seremos como los publicanos y los gentiles; o sea no seremos cristianos, sino que actuaremos como los que no conocen a Dios. Para ser discípulo de Cristo de verdad, hay que tener amor al prójimo y tenerle un amor como el del Padre Celestial.

Esta es la enseñanza de Jesús, y nos preguntamos ante ella ¿es esto posible? ¿se puede actuar así? Y se nos ocurren muchas situaciones para comprobar que no es posible poner en la práctica esa enseñanza que la calificaríamos de “utópica”. ¿Es un imposible, es irreal lo que nos propone Jesús?

Desde luego que es una meta elevada, a la que debemos aspirar para vivir realmente como Cristo nos enseña. El nos enseñó con su vida, lo que aquí nos enseña con su palabra. El vino a este mundo y sabía que iba a ser rechazado, perseguido desde niño, incomprendido, lo descalificaron, le llamaron de todo, desde loco hasta blasfemo; le decían comilón, y amigo de borrachos, que no cumplía el sábado, porque hacía el bien en sábado, y el delito que cometió y que colmó el vaso y determinó su muerte fue el haber resucitado a Lázaro. Y este Jesús, que nos enseña esa doctrina tan elevada, desde la cruz pide perdón a su Padre para sus enemigos, que se están burlando de El.

El ha redimido a todos, a los fariseos y a los sumos sacerdotes que lo condenaron; El ha muerto y ha redimido a los ateos, a los perseguidores de los cristianos, murió por Nerón y por los demás emperadores romanos que quisieron aniquilar la Iglesia naciente; El ha muerto y ha redimido a los que en todos los tiempos lo rechazan, a los que escriben contra El, a todos los que lo ofenden de diversas maneras, a los que causan desgarros en su Iglesia. A todos los quiere salvar y por todos ha derramado su sangre. Por eso nos puede decir que amemos a nuestros enemigos, y que oremos por los que nos persiguen.

Y en esta conducta ha tenido imitadores:  cuántos mártires de la antigüedad y de la actualidad han rezado por sus enemigos, por sus verdugos y los han perdonado, en Roma, en África o en Vietnam; en todas las épocas de la historia.

Pero además hay que reflexionar en otros aspectos del problema. Y primero darnos cuenta que todo sentimiento hostil le hace daño a nuestro corazón; si supiéramos sacarlo del centro de nuestro corazón, tendríamos el corazón más sano. Vivir de los rencores no es una forma buena de vivir. Muchas veces nos ofendemos por cosas nimias que no tienen mayor importancia, o por cosas que nos parece que nos han hecho, cuando en realidad no nos han hecho nada y todo eso deriva simplemente de nuestra susceptibilidad. Ayuda mucho no sólo perdonar las ofensas, sino incluso no sentirse ofendido, por palabras que se lleva el viento o por gestos que desaparecen en cuanto damos media vuelta.

El enemigo necesita nuestra oración para que no siga siendo enemigo; muchas personas son agrestes porque tienen un pasado en que no han sido enseñadas a amar y necesitan curación, y nuestra oración y nuestro amor pueden ayudar a curarlas. No sabemos nunca el pasado de los otros, y de por qué llegan a ser como son.

Mirar a toda persona simplemente como hijo de Dios, es mirarlas como Dios las mira, y nos predispondrá favorablemente al juzgar su conducta y al reaccionar frente a acciones que pudieran herirnos.




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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.

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