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Los escritos de San Pablo: Su Teología - Conclusiones IV




P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

TEOLOGÍA DE SAN PABLO - 21° ENTREGA


17.4. EFECTOS DE ACONTECIMIENTO SALVÍFICO

Pablo describe con varias imágenes los efectos de la actividad salvífica de Cristo. Aquí consideramos esos efectos como parte de la redención objetiva, como efectos permanentes producidos por la pasión, muerte y Resurrección de Cristo, y de los que participa el hombre por la fe y el bautismo; estos efectos son, la expiación de los pecados, la reconciliación del hombre con Dios, la justificación ante Dios  y finalmente su liberación redentora.


A. Expiación

Pablo nos dice que Cristo: “... murió por nuestros pecados”,1 Cor 15, 3, y que: “por Él obtenemos ... el perdón de nuestros pecados”, Col 1, 14. Esta descripción general del perdón, de los pecados del hombre por la muerte o sangre de Cristo, condición necesaria para la reconciliación, queda especificada con varias metáforas. Una de estas metáforas es la de la “expiación”.

Aunque el verbo “hilaskomai” = expiar, propiciar, y el nombre “hilasmos” = expiación, propiciación, aparecen ocasionalmente en el N.T., Lc 18, 13; 1 Jn 2, 2. Pablo emplea solamente “hilasterion”: “Dios (a Cristo) lo expuso como “hilasterion” por su sangre para el perdón de los pecados anteriores,...”. ¿Por qué emplea Pablo esta imagen? Podría parecer que el hecho de exponer a Cristo como “hilasterion” significa que Jesús es  el instrumento para aplacar la cólera del Padre. No parece ser así. Pablo piensa más bien en una noción “expiatoria” que en la noción de “aplacar la cólera de Dios”.

Más bien, con la muerte de Cristo todos los hombres, judíos y gentiles al haber pecado han perdido la gloria a la que habían sido destinados. Pero, con el favor de Dios son “expiados” los pecados de los hombres, es decir, perdonados, borrados, porque el Padre, graciosamente juzgo conveniente exhibir a Cristo en la cruz como instrumento de expiación. Pero puede haber otro matiz en el pensamiento de Pablo, debido al uso que la versión griega de los LXX hacen de la palabra “hilasterion”, cuando traduce la palabra hebrea “kapporet”; esta palabra suele traducirse  por “propiciatorio”. En realidad, la palabra “propiciatorio” significa “cubierta”, o “tapa” de oro que cubre el arca de la Alianza en el “Sancta Santorum”, lo cual servía de soporte a dos querubines de oro, trono de la presencia gloriosa de Yahvé en el Templo de Jerusalén, Ex 25, 17-22.

Cuando llegaba la fiesta del “Yom Kippur”, o fiesta del día de la “expiación” de los pecados del pueblo de Israel, una vez al año, el sumo sacerdote entraba en el Sancta Santorum con la sangre de los animales sacrificados y rociaba el “hilasterion”, el “propiciatorio” con dicha sangre, expiando así los pecados del pueblo de Israel, Lev 16, 2- 11-17. Pablo alude quizá a este rito del Día de la Expiación “Yom Kippur”, dado que menciona la gloria de Dios, la sangre de Cristo, el “hilasterion” y el perdón de los pecados. En tal caso, estaría considerando la cruz de Cristo como el nuevo propiciatorio y el primer viernes santo como el Día de la expiación en la que Cristo derramó su sangre a favor de  todo el género humano. Así pues, Cristo rociado con su propia sangre, es el verdadero propiciatorio, el instrumento del Padre para borrar los pecados de los hombres. Cristo fue expuesto en medio del pueblo de Dios como instrumento para limpiar los pecados de los hombres y proporcionarles el “acceso” al Padre, Rom 5, 2: “por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”; con el cual fueron reconciliados de esta manera.

Sin embargo, el sentido más hondo de la manifestación pública de Jesús “en su sangre” Rom 3, 25: “a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente”; se entiende solamente si recordamos un axioma rabínico de aquel tiempo que dice: “sin derramamiento de sangre no hay remisión de los pecados”, Hebr 9, 22. El sentido no era que la sangre derramada en los sacrificios apaciguase la cólera de Yahveh, ni tampoco se ponía el acento en que el derramamiento de sangre y la subsiguiente muerte fueran una especie de recompensa o precio que había que pagar. Antes bien, la sangre se vertía para purificar y limpiar ritualmente los objetos dedicados al culto de Yahveh, Lev 16, 15-19, o también, para consagrar objetos y personas a su servicio y vinculándolos íntimamente a Yahveh como con un pacto sagrado, Ex 24, 6-8. El día del “Yom Kippur” o día de la “expiación”, el sumo sacerdote rociaba el propiciatorio ,Lev 16, 16: “por las impurezas de los israelitas y las transgresiones que cometían con sus pecados”.

Los judíos pensaban que los pecados habían manchado la tierra, el templo y todo lo que éste contenía. La aspersión de la sangre lo purificaba y consagraba de nuevo al expiar los pecados. El porqué de este rito lo encontramos en Lev 17, 11: “Porque la vida de la carne está en la sangre; yo os la he dado para hacer sobre el altar el rito de expiación por vuestras vidas; porque la sangre es lo que lleva a cabo la expiación a causa de la vida”. Así pues, la sangre se identificaba con la vida misma, porque se pensaba que la “nephes” (respiración aliento) estaba en ella. Cuando se derramaba la sangre de un hombre, la “nephes” le abandonaba.

La sangre que se vertía en los sacrificios no era, por tanto, un castigo vicario que se infligía a un animal en lugar de la persona que lo inmolaba, sino que constituía la consagración de la “vida” del animal a Yahveh, Lev 16, 8-9; era una dedicación simbólica de la vida de la persona que lo sacrificaba a Yahveh; la purificaba de sus faltas en presencia de Yahveh y la reconciliaba con él una vez más.

La sangre de Cristo, derramada para expiar los pecados del hombre, fue un ofrecimiento voluntario de su vida para llevar a cabo la reconciliación del hombre con Dios y para proporcionarle una forma nueva de unión con Dios, Efes 2, 13: “Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo”.

En toda esta explicación sobre la reconciliación y la expiación interesa tener en cuenta cómo Pablo subraya la iniciativa graciosa y amorosa del Padre y el amor del mismo Cristo. Pablo afirma muchas veces que Cristo “se entregó a sí mismo por nosotros y por nuestros pecados para librarnos de este mundo perverso, según la voluntad de nuestro Dios y Padre”, Gal 1, 4; y en Efes 5, 2: “y vivid en el amor como Cristo nos amó”. Y atribuye al Padre la misma actitud hacia nosotros en 2 Tes 2, 16: “Que el mismo Señor nuestro Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra buena”.

Si tuviéramos en cuenta este elemento de la teología de Pablo, nos pondría en guardia contra el peligro de acentuar demasiado los aspectos jurídicos de la expiación, aspectos que subrayaron algunos intérpretes del pasado basándose en ciertas expresiones de Pablo.

La muerte de Cristo en expiación del pecado fue un acto fundamentalmente de amor simultáneamente hacia el Padre y hacia los hombres, por el que Jesús hizo la oblación de su vida para volver a consagrar los hombres a Dios. Pablo sabe que por la muerte de Cristo él ha sido crucificado con Cristo, de tal manera que ya “vive para Dios” Gal 2, 19. Pablo no enseña que el Padre quisiera la muerte de su Hijo para satisfacer las deudas contraídas con Dios o con el diablo por los pecados del hombre.

Para evitar que las afirmaciones de Pablo, envueltas a veces en el ropaje de una terminología jurídica, se entiendan de acuerdo con unas categorías demasiado rígidas, debemos subrayar que Palo nunca especifica a quién se pagó el “precio”; la razón de esto es que Pablo no hace teoría sobre el misterio de la redención. Nos presenta no teorías teológicas, sino metáforas vivas, que, si las dejamos actuar en nuestra imaginación, pueden convertir en efectiva para nosotros la verdad salvadora de la redención que Cristo llevó a cabo en favor nuestro ofreciéndose a sí mismo. Creer que toda metáfora debe convertirse en una teoría es una manera de tergiversar las cosas.


B. Reconciliación

El efecto principal de la pasión muerte y resurrección de Cristo es la reconciliación del hombre con Dios, la restauración del hombre en el estado de paz y unión con el Padre; este efecto es denominado “katallagé” es decir, reconciliación, que se deriva del verbo (“apo”) “Katallaso” que significa: “hacer las paces” después de una guerra. En sentido religioso, estos términos significan el retorno del hombre al favor e intimidad con Dios después de un período de alejamiento y rebelión a causa del pecado y de las transgresiones. La Idea de reconciliación subyace a muchas afirmaciones de Pablo, pero está desarrollada de manera especial en 2 Cor 5, 18-20: “Y todo proviene de Dios, que  nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconicliaos con Dios ¡”. El pecador, por la benevolencia de Cristo Jesús, consigue acceso a la presencia de Dios; es introducido de nuevo en el séquito real del mismo Dios, como lo estuvo anteriormente, Rom 5, 2: “Y así suspiramos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste”.
                
Cristo ha llegado a ser nuestra paz, Efes, 2, 14: “porque Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno; derribando el muro divisorio de la enemistad”; porque ha derribado la barrera que existía entre judíos y griegos y ha abolido el precepto de la Ley. Cristo ha creado el hombre nuevo por encima de judíos y griegos y los ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo. Por la cruz han cesado las hostilidades, y Cristo ha traído la paz a los hombres: “Habiendo, pues, recibido de la fe la justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo”.
                
Existe además una reconciliación cósmica 2 Cor 5, 19: “Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación”; que se extiende a “todas las cosas, terrestres o celestes”, Col 1, 20-21: “y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz los seres de la tierra y de los cielos”.

Una vez advertimos la tendencia de Pablo a atribuir la reconciliación al Padre. El Padre ha reconciliado a los hombres consigo mismo a través de su Hijo Jesucristo y concretamente a través de la muerte de Cristo: “por su sangre”, Rom 5, 9. “Siendo enemigos de Dios, hemos sido reconciliados con Él por la muerte de su Hijo y reconciliados, seremos salvos, por so nos gloriamos en Dios y de la íntima unión que tenemos con Él a través de Cristo”, Rom 5, 10.


C. Justificación

En la mente religiosa del pueblo judío el “justo”“dikaios”; era una persona que era fiel a la Alianza que Dios había pactado con su pueblo elegido, Israel, en el Sinaí, por medio de Moisés. El judío que cumplía esta Alianza en su parte espiritual, practicando la Ley, era una persona justa, buena, amiga de Dios. Dios le bendecía. El hombre “injusto” = pecador; era el infiel a la Alianza, era mentiroso, ladrón, etc. El que cumplía todos los preceptos de la Ley se salvaba, ésta era la retribución a las buenas obras, es decir, el pueblo judío se salva si cumple la Ley, fuera del cumplimiento de la Ley no hay salvación.

Pablo tiene que luchar con una nueva forma de pensar habitual entre el pueblo elegido durante siglos. Para Pablo en Rom 3, 10: “todos están bajo pecado”, y sólo hallamos la salvación, la justificación, somos justos, por medio de la fe en Jesucristo, en la participación de su muerte y su resurrección. Para Pablo sólo se es “justo” por la fe en Cristo, no por la simple práctica de la Ley.

La “justificación por la fe” del cristiano es otra de los formas con que Pablo expresa los efectos de la acción salvífica de Cristo, Rom 4, 25: “quien fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación”. Esta afirmación fundamental de Pablo acerca de la salvación proporcionada y regalada por Jesucristo es que Dios justifica al hombre por medio de la fe en el Hijo de Dios, es decir, creer que Cristo murió en la cruz: “ fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación”. Es un tema central de la visión que Pablo tiene del hombre en la salvación.

Ante todo constatamos que Pablo poseía un punto de partida tradicional acerca de la doctrina de la “justificación”. Ya en el entorno cristiano prepaulino se podía designar la salvación cristiana con el calificativo de “justo” en Cristo. Así en 1 Cor 6, 11: “Pero fuisteis lavados, fuisteis santificados, fuisteis justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios”; como en 1 Cor 1, 30: “El cual (Jesucristo) fue constituido por Dios para nosotros justicia, santificación y redención”.

El término “justicia”, “ser justificado”, “ser justo”, es uno de los tres elementos que aparece en las cartas de Pablo,  especialmente en la carta a los Romanos. A este hecho apuntan también la invocación del Señor Jesucristo y la mención del Espíritu de nuestro Dios, que se otorga al bautizando en el Bautismo. Esta palabra significa en realidad que se les ha concedido el perdón de los pecados a todos los que creen en el misterio de Cristo. En 2 Cor 5, 21: “Al que no conocía pecado lo hizo pecado, con el fin de que nosotros viniéramos a ser en Él justicia de Dios”.

Para Pablo por el bautismo, hemos llegado a ser justicia de Dios en Jesucristo, el exento de pecado. La frase contiene una doble paradoja tras la que se oculta la acción salvífica divina. Dios hace pecado al que no conoce pecado; nosotros, los pecadores, nos hacemos justos en Él. Hay una referencia clara a la expiatoria muerte vicaria de Cristo. Nos hacemos justos en la comunión con Cristo adquirida en el bautismo y eso significa que recibimos el perdón de los pecados. Cristo se hizo pecado por nosotros, pero no pecador. El que no conocía pecado no podía convertirse en  pecador. Esto quiere decir: como Cristo se convirtió en titular del pecado, así nosotros nos hemos convertido en titulares de la justicia de Dios. Como Cristo sufrió en la cruz las consecuencia funestas del pecado humano, así repercute en nosotros el poder salvífico y liberador de la justicia divina.

También para Pablo no hay hombre alguno que sea justo por sí mismo, así en Rom 3, 10: “Pues, ya demostramos que tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado”; como lo especifica en su relación de Rom 1, 21-31: “porque habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombres corruptibles, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador, que es bendito por los siglos. Amén”.

Para Pablo sólo Dios es justo, Rom 3, 26: “en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a demostrar en el tiempo presente para ser justo, y justificador de todo el que cree en Jesús”. La infidelidad a la Alianza, la mentira e impiedad de los hombres no pueden abolir la justicia única de Dios, sino confirmarla, Rom 3, 3-4: “Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles ¿frustrará por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios? ¡De ningún modo! Dios tiene que ser veraz y todo hombre mentiroso como dice la Escritura: Para que sea justificado en tus palabras y triunfes al ser juzgado”. La tesis de Pablo en Rom 3, 28: “Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la Ley"”; afirmación que repite en Gal 2, 16: “consciente de que el hombre no se  justifica por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado”. Del mismo lo vuelve a afirmar en Gal 3, 11: “Y que la ley no justifica a nadie ante Dios es cosa evidente, pues el justo vivirá por la fe”.

Así pues, el tema de la “justificación” es el aspecto de la salvación que surgió en el contexto polémico de las controversias de Pablo con los judaizantes, es decir, con los judíos recién convertidos al cristianismo. Aparece más claramente su carácter polémico si recordamos que la palabra “dikaiosis” = justificación, sólo se encuentra en Rom 4, 25: “quien fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación”; y en  5,18: “Así pues, como el delito de uno (Adán) atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno (Cristo) procura a todos la justificación que da la vida”; y que el correspondiente verbo “dikaioo” = hacer justicia, aparece 15 veces en Rom y 8 veces en Gal, frente a 2 veces en el resto de las cartas. Además, la justificación confiere a la salvación una dimensión jurídica que, si bien era necesaria para el debate en ese contexto judaizante, difícilmente sintetiza la realidad misma del hecho cristiano. Sin embargo, existe un valor positivo en este aspecto de justificación si se interpreta correctamente, es decir, si se interpreta como manifestación de la “justicia de Dios” en el sentido que tenía este término en la literatura profética y postexílica del AT.

La justificación, en cuanto metáfora aplicada a la salvación tiene su origen en el procedimiento judicial por el que se emite un veredicto de absolución de una culpa y constituye una perspectiva de la salvación casi exclusiva de Pablo. Pero si queremos comprender lo que realmente significa, debemos tener en cuenta sus raíces veterotestamentarias. Nos referimos a la “justicia de Dios”, es aquella cualidad por la que Yahvé, en cuanto juez de Israel, manifiesta en una decisión justa su liberalidad salvífica hacia su pueblo. Es, sobre todo, una cualidad que guarda relación con la misericordia de Dios (hesed) fundada en la Alianza. La manifestación de este atributo de Dios (su justicia que es a la vez misericordia amorosa que perdona), constituye el tema de la primera parte de Rom 1, 17: “Porque en Él se revela la justicia de Dios, de fe en fe, como dice la Escritura: “el justo vivirá por la fe”; y en Rom 3, 21-25: “Pero ahora, indepen- dientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen – pues no hay diferencia; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios – y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente”.
            
El AT. enseña en el Salm 143, 2,: “ningún ser viviente es justo ante Dios”, es decir, nadie alcanza por sí mismo el perdón en la presencia de Dios, y en 1 Rey 8, 46: “Cuando pequen contra ti, pues no hay hombre que no peque”; y en Job 9, 2: “¿Cómo puede el hombre ser justo ante ti?”; y en el Salm 130, 3-4: “Si retienes las culpas, Yahvé, ¿quién, Señor, resistirá? Pero el perdón está contigo, para así ser temido”. Se esperaba que la justificación fuera realizada por un redentor futuro, Is 59, 15-20, en la figura del Siervo de Yahvé. Sin embargo, Pablo subraya que la justificación ya ha tenido lugar por la fe en el acontecimiento Cristo, Rom 3, 26: “Fue para manifestar ahora, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en le tiempo presente, para ser justo y justificador del que cree en Jesús”.

Y no sólo pone de relieve Pablo que la justificación del hombre ya se ha efectuado, sino que insiste en su completa gratuidad. La justificación viene exclusivamente de Dios, es iniciativa divina. Por su parte, los hombres, Rom 3, 23: “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios”, pero Dios por pura gracia ha llevado la justificación en Cristo, por quien el hombre queda justificado ante Dios.

La justificación, como acto divino, incluye una declaración de que el hombre pecador es justo ante Dios. Pero ¿significa esto que el hombre es simplemente declarado justo mediante una ficción legal, siendo realmente pecador?. Podríamos pensar que “dikaioo”, lo mismo que otros verbos griegos terminados en “oo”, tiene un significado causativo o fáctico: “hacer justo a alguien”. Sin embargo, en la versión de los LXX “dikaioo”, parece tener general­mente un significado declarativo, forense. A veces, éste parece ser el único sentido que tiene en las cartas de Pablo, Rom 8, 33: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica”, pero muchos casos son ambiguos.

Ciertamente no se puede apelar a ese sentido forense para descartar una transformación más radical del hombre por el acontecimiento Cristo y convertirlo, en cierto modo, en la esencia de la experiencia cristiana. La justificación consiste realmente en que el hombre queda situado en un estado de justicia ante Dios por su vinculación a la actividad salvífica de Cristo Jesús: por su incorporación a Cristo y a su Iglesia mediante la fe y el bautismo. El efecto de esta justificación, es que el cristiano se hace “dikaios” (justo); no es que sea declarado justo, sino que “realmente” queda constituido como justo “katastathesontai”, así en Rom 5, 19: “En efecto, así como por la desobediencia de un hombre (Adán), todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno (Cristo) todos serán constituidos justos”.

Pablo reconoce que, como cristiano, no tiene ya una justicia propia, fundada en la ley, sino una justicia adquirida por medio de la fe en Cristo, así en Filp 3, 8-9: “Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe en Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe”. E incluso afirma que el cristiano unido a Cristo es la “justicia de Dios”, 2 Cor  5, 21: “A quien no conoció pecado le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justos de Dios en Él”.


D. Liberación redentora

Otro de los efectos que Pablo atribuye a la acción salvífica de Cristo es la libertad, Rom 8, 21,  “de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios”, que anhela ávidamente toda la creación, aún no es perfecta. No obstante, existe una libertad que Cristo ha logrado ya para los hombres. La expresión clásica para designarla es “redención”, término que hace referencia a la institución social de poner en libertad a los esclavos o cautivos. Pablo tiene ante la vista claramente esta institución en 1 Cor 7, 23: “¡Habéis sido bien comprados! No os hagáis esclavos de los hombres”, donde aconseja a los esclavos y a los libres que no intenten cambiar su estado social, porque tal estado tiene poca importancia una vez que han sido “comprados por buen precio”, y son esclavos de Cristo o libertos del Señor.

Cuando Pablo afirma que los cristianos han sido “comprados con un precio”, no hace sino subrayar el pesado gravamen de la obligación que Cristo hizo de su vida para conseguir la libertad de los hombres y hacer de ellos “su pueblo”. En Gal 3, 13: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose Él mismo maldición por nosotros”; Pablo emplea el verbo “exagorazo” para designar la liberación frente a la ley que lleva el acontecimiento Cristo.                           

Por tanto Pablo llama a Cristo “nuestra redención” = “apolitrosis”, 1 Cor 1, 30: “De Él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de Dios, justicia, santificación y redención”; expresión mayestática que identifica a la persona de Cristo con su liberación y sintetiza la concepción paulina de Cristo. Pero conviene tener muy en cuenta que, aunque los hombres alcanzan la remisión de sus pecados Col 1, 14: “en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados”; y en Rom 3, 24: “y son justificados mediante la redención realizada en Cristo Jesús”;  se trata específicamente de una “redención de adquisición”, Efes 1, 14.

Aunque la redención, en cierto sentido, ya se ha efectuado Rom 3, 24: “y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús”; tiene todavía una etapa futura, escatológica, de igual modo que todo el acontecimiento Cristo, ya que los cristianos todavía esperan la “redención del cuerpo”, Rom 8, 23. El sello del Espíritu, de que gozan los cristianos, es simplemente una prenda del Espíritu Santo para “con el que fuisteis sellados para el día de la redención”. Efes  4, 30.

La libertad que Cristo ha conquistado para los cristianos es la libertad de la Ley, del pecado, de la muerte y de sí mismo Rom 5, 8: “mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros”. Los que estaban bajo la Ley han sido comprados por El; ahora se les puede llamar “esclavos de Cristo”, 1 Cor 7, 23: “¡Habéis sido bien comprados! No os hagáis esclavos de los hombres”; porque ya solo deben obediencia a Cristo. Ahora están ligados a su ley: 1 Cor 9, 21: “Con los que están sin ley, como quien está sin ley para ganar a los que están sin ley, no estando yo sin ley de Dios sino bajo la ley de Cristo”.

Pero en Cristo encuentran la liberación de todos los elementos que oprimen la existencia humana 1 Cor 9, 1: “¿No soy yo libre? ¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?”; porque su ley es ley del amor, Rom 13, 10: “La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud”.


Concluyendo nuestro estudio sobre la vida y la obra de San Pablo y después de un panorama de su teología por medio de sus cartas hemos podido constatar la riqueza y actualidad del pensamiento paulino: "todo lo que Pablo recibió en herencia de su mundo judío, de sus contactos con el helenismo y lo que, más tarde, extrajo de la tradición de la primitiva Iglesia y de su experiencia misionera personal fue transformando de manera inigualable por la visión del “misterio de Cristo” que adquirió en el camino de Damasco. Los demás autores del N.T. podrían alegar también antecedentes judíos o contactos con el mundo helenístico, pero ninguno de ellos puede alcanzar la comprensión profunda que tuvo Pablo del acontecimiento Cristo, excepto quizá Juan". (J. FITZMYER, Teología de San Pablo, (Madrid, 1975) p. 70). Por otro parte, "Pablo fue el que de hecho universalizó el Mensaje de Cristo, sacándolo de sus quicios provincianos y proyectándolo definitivamente a lo universal en el tiempo y en el espacio". (J.M. GONZALEZ RUIZ, El Evangelio de Pablo, (Madrid, 1963, p. 8).




Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.

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Los escritos de San Pablo: Su Teología - Conclusiones III




P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

TEOLOGÍA DE SAN PABLO - 20° ENTREGA


17.3. FUNCIÓN DE CRISTO EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

Teniendo en cuenta los conceptos del Evangelio: misterio y plan salvífico del Padre, debemos intentar ahora describir la función de Cristo tal como la ve Pablo. Porque si bien es verdad que Pablo considera el papel que desempeñan tanto Israel como Abrahán en la ejecución de ese plan y es consciente de que la Iglesia está profundamente implicada en él, en el pensamiento de Pablo el papel principal corresponde a Cristo. Con ello iniciamos la sección cristológica de nuestra exposición sobre la teología de Pablo.

A. PREEXISTENCIA DEL HIJO

Pablo afirma que el Hijo existe antes de la creación del mundo: Col 1, 15-20: “Él es imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, tronos, dominaciones, principados: todo fue creado por Él y para Él, Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él su consistencia. Él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia: Él es el principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo”; y en Efes 1, 4-5: “Por cuanto nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; elgiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo”; y lo llama a Jesús “el Hijo de Dios”, Gal 2, 20: “y ya no soy yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mimo por mi”; y en 2 Cor 1, 19: “porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos, Silvano, Timoteo y yo, no fue un sí y no; en Él no hubo más que sí”; o “su Hijo” (es decir del Padre), Gal  1, 16: “revelar en mí a su Hijo, para que lo anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo a hombre alguno”; Pablo anuncia el Evangelio de “su propio Hijo”, en Rom 1, 3-4: “acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con el poder del Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos”.

En el A.T. “hijo de Dios”, es un título de predilección hacia el pueblo de Israel tomado colectivamente, Ex 4, 22: “Y dijo al faraón: Así dice Yahvé: Mi hijo primogénito es Israel”; y en Deut 14, 1: “Vosotros sois hijos de Yahvé vuestro Dios”; y en Os 2, 1: “El número de los hijos de Israel será como la arena del mar, que ni se mide ni se cuenta”. Un título de adopción otorgado al rey 2 Sam 7, 14: “Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Si hace el mal, le castigaré con vara de hombres y con golpes de hombres”; y en Salm 2, 7; también a los jueces Salm 82, 6, al judío justo considerado individualmente, Sab 2, 18.

La identificación de Mesías e Hijo de Dios se lleva a cabo en la revelación del N.T. Mc 14, 61: “pero Él seguía callado y no respondía nada. El Sumo Sacerdote le preguntó de nuevo: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”; y en Mt 16, 16: “Simón Pedro contestó: Tu eres el Cristo el Hijo de Dios vivo”. La idea dominante que subyace en el empleo de “Hijo de Dios” en el mundo judío era la de una elección divina para una tarea encomendada por Dios. Esta noción hebrea de filiación constituye el fundamento de la aplicación neotestamentaria del título “Hijo de Dios” a Cristo.

El texto más claro de Pablo es Filp 2, 6: “el cual siendo de condición divina no codició el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre”.  Las seis estrofas del himno judío-cristiano que Pablo incorpora a Filp 2, 6-11, versan sobre la preexistencia divina de Cristo, su humillación en la encarnación, la ulterior humillación en la pasión y muerte, y luego su exaltación gloriosa y la adoración que le rinde el universo y su nombre de Kyrios. La situación del Verbo en que estaba antes de la encarnación era la de ser “igual a Dios”.

Sin embargo si exceptuamos estas alusiones a la dignidad divina o a la situación preeminente de Jesús como Hijo, que era: “la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación”, Col 1, 15, la mayor parte de los pasajes en que Pablo llama a Jesús “el Hijo”, expresan su elección divina y su dedicación completa al plan de redención del Padre. Por tanto, en teología paulina, éste es el término que mejor expresa el amor de Dios implicado en la salvación del hombre. Haciendo alusión veladamente al sacrificio de Isaac, Pablo afirma de Dios en Rom 8, 32 que: “no perdonó ni a su propio Hijo sino que lo entregó por nosotros”.

En consecuencia si Pablo emplea normalmente el título “Hijo de Dios” en un sentido funcional y descriptivo de la misión concedida a Cristo, no hay duda de que a veces lo emplea para expresar el origen de Cristo y sus relaciones singulares con el Padre. Por otra parte, es muy significativo el hecho de que sólo en Rom 9, 5: “y los patriarcas; de ellos también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén”; Pablo llame a Jesús “theos” (Dios). La razón de que Pablo use tan raramente el término “theos” aplicado a Jesús está en que, para él, “ho theos” era el Padre, y no hace sino reflejar la restricción de la primitiva Iglesia, que aunque reconocía la divinidad de Jesús, no aplicó inmediatamente a Cristo un título que se consideraba exclusivo del Padre.


B. “KYRIOS” = “SEÑOR”

La frecuencia con que Pablo emplea el título de “Kyrios” = “Señor de todas las cosas” aplicado a Cristo es notable si la comparamos con el título de “Hijo de Dios”, y revela que Kyrios es, por excelencia, el título de Cristo en los escritos paulinos. Se ha defendido que el empleo absoluto del término Kyrios es fruto de las influencias helénicas de Pablo. Pero hay que pensar que es mucho más probable que Pablo heredase este término de la tradición litúrgica de la Iglesia primitiva de Palestina. Las fórmulas fe de Rom 10, 9: “Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo”; y en y 1 Cor 12, 3: “Por eso os hago saber que nadie, movido por el Espíritu de Dios, puede decir, ¡Maldito sea Jesús!; y nadie puede decir: ¡Jesús es el Señor! Sino movido por el Espíritu Santo”; apuntan en esta dirección; lo mismo indica el clímax del himno cristológico de Filp 2, 11: “Y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el SEÑOR para gloria de Dios Padre”, (“Kyrios” es el nombre sobre todo nombre que se concede al Cristo, glorificado, sentado a la diestra del Padre). Compárese especialmente en Col 2, 6: “Vivid, pues, según Cristo Jesús, el Señor, tal como lo habéis recibido, arraigados y edificados en él; apoyados en la fe, tal como se os enseñó, rebosando en agradecimiento”.

Cuando Pablo llama Kyrios a Jesús está expresando el dominio actual de Jesús sobre los hombres, dominio que ejerce por su condición gloriosa de resucitado, influyendo íntimamente en las vidas de los cristianos. Este título no denota la función de Cristo en su vida terrestre sino su condición actual como Señor resucitado. Es decir, es un título de majestad, concedido a Cristo por su condición regia de resucitado y glorificado, como Señor de vivos y muertos. Rom 14, 9: “Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y de vivos”.

Pablo recibió también en herencia de la primitiva Iglesia la idea de que Dios constituyó a Jesús Kyrios en su Resurrección, Hech 2, 36: “Así, pues, sepa toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús que vosotros crucificasteis”. Resucitado de entre los muertos por la “gloria” del Padre Rom 6, 4: “Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”.

Cristo fue establecido con "dynamis”, poder, de Dios, Rom 1, 4: “constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos”; para llevar a cabo la santificación y, con el tiempo, la resurrección de todos los que han creído en él. De esta manera llegó a ser “Señor de vivos y muertos”, como en Rom 14, 9: “Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos”.

Todos estos aspectos hacen referencia a Jesús como Kyrios en el influjo que ejerce sobre los cristianos como grupo. Sin embargo, existe una relación individual y personal que Pablo tiene también en cuenta. El Apóstol se considera a sí mismo y a cada uno de los cristianos como “doulos”, esclavo, de Cristo, que es el “Kyrios”, Gal 1, 10: “ ... si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo”; y en Rom 1, 1: “Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios”. No obstante, esta relación del cristiano con el “Kyrios” no es despótica ni tiránica; es el gran fundamento paulino de la “libertad”: ligado a Jesús, el “Kyrios”, el cristiano se libera de sí mismo y permanece libre para los demás, y en Gal 4, 7, dice: “De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios”.


C. PASIÓN, MUERTE Y RESURRECCIÓN

La pasión, muerte y Resurrección de Cristo constituyeron el momento decisivo del plan salvífico de Dios. Según la concepción paulina de este momento hay que conservar muy bien la unidad de estas tres fases de la existencia de Cristo, pues las tres fases integran y completan la “historia de la cruz”, 1 Cor 1, 18: “Pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan – para nosotros -  es fuerza de Dios”; pues fue al Señor de la gloria a quien crucificaron, 1 Cor 2, 8: “desconocida de todos os jefes de este mundo – pues de haberla conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria”.

Aunque fue humillado y sometido a los poderes de este mundo, la Resurrección de Jesús significó su victoria sobre todos ellos como Kyrios, Filp 2, 10-11: “Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el SEÑOR para gloria de Dios Padre”; y en Rom 8, 34: “¿ ... más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros?. Aunque la encarnación forma parte del proceso salvífico, Filp 2, 7: “sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo”; y en 2 Cor 8, 9: “Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza”; a Pablo no le interesa como algo separado de la pasión, muerte y Resurrección; pues en los últimos momentos es donde la obediencia de Jesús se pone manifiesto en Rom 5, 18: “mas las prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros”; y en Filp 2, 8: “se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”; y en estos momentos es cuando se manifiesta como “Hijo”.

Pablo atribuye frecuentemente la redención a la iniciativa gratuita del Padre que ama a pesar de su pecado, pero al mismo tiempo dejada asentada la libre y amorosa cooperación de Cristo en la ejecución de los planes del Padre, Gal 2, 20: “y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”; y en Efes 5, 2: “y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma”, y en Gal 6, 14: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!”.

La primitiva iglesia conservó la memoria de Cristo como Hijo de Hombre que vino no a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos, Mc 10, 45: “que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate de muchos”.

Con todo, Pablo insiste en la voluntariedad y vicariedad del sufrimien­to y muerte de Cristo en favor de los hombres. Su doctrina depende del kerigma de la Iglesia primitiva 1 Cor 15, 3: “Cristo murió por nuestros pecados”, del que, en una u otra forma, se hace eco en otros lugares, 1 Cor 1,1 3: “Cristo se entregó por vosotros”, 1 Cor 1, 13; en Rom 5, 6: “Cristo murió por nosotros, hombres impíos”.

A veces se puede discutir si el sentido, es: “en favor de nosotros”, o “en lugar de nosotros”, pero en cualquier caso el mensaje fundamental de Pablo es el mismo. Si en ocasiones Pablo parece subrayar la muerte de Cristo por los pecados de los hombres o por su salvación 1 Tes 5, 10: “que murió por nosotros, para que, velando o durmiendo, vivamos juntos con él”; Gal 2, 20: “y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”; sin aludir a la Resurrección, lo hace para destacar lo que costó a Cristo esta experiencia en favor de los hombres, exclama en 1 Cor 6, 20: “habéis sido comprados por un buen precio”. Con esto, Pablo, quiere poner de relieve que no fue cosa ligera es que Cristo sufrió y padeció por nosotros.

A veces, Pablo considera la muerte de Cristo como un sacrifi­cio que sufrió por los hombres o por los pecados de los hombres. Esta concepción de la muerte de Jesús la encontramos explícitamente formulada en Efes 5, 2: “y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma”; donde aparece vinculada al amor de Cristo y con alusiones al Salm 40, 7-9: “No has querido sacrificio ni oblación, pero me has abierto el oído; no pedías holocaustos ni víctimas, dije entonces: “Aquí he venido” Está escrito en el rollo del libro que debo hacer su voluntad”. No encontramos en este texto ninguna referencia a propiciación alguna, sino la expresión del amor de Cristo, que ascendió al Padre como comida sacrificial agradable. A esta noción de sacrificio se alude también en 1 Cor 5, 7: “ ... Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado.” (Cristo como Cordero Pascual). El matiz específico de “sacrificio de la alianza” se encuentra en la perícopa eucarística de 1 Cor 11, 24­-25: “dando gracias, lo partió y dijo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía”. Asimismo tomó el cáliz después de cenar, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía”.

Mucho más característico de Pablo es la vinculación de la muerte y Resurrección de Cristo corno centro del acontecimiento salvífico. El texto clave es Rom 4, 25: “Jesús, nuestro Señor,... fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justifica­ción”. También ver: 1 Tes 4, 14: “Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Cristo Jesús”; y en 1 Cor 15, 12: “Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos?; y en 2 Cor 5, 14: “Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron”.

El texto clave es Rom 4, 24-25: “a quienes ha de ser imputada la fe, a nosotros que creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justifica­ción”; la mayoría de estos textos no dejan lugar a dudas acerca del valor soteriológico de la Primera Pascua. El texto de Rom 4, 25 expresa el doble efecto del acontecimiento salvífico: la expiación de las transgresiones de los hombres (aspecto negativo) y la institución de un estado de justicia para el hombre (aspecto positivo). La resurrección de Cristo no fue una repercusión meramente personal de su pasión y su muerte, sino que contribuyó tanto con éstas a la redención objetiva del hombre de una forma soteriológicamente causativa, 1 Cor 15, 17: “Si Cristo no ha resucitado, entonces, ... todavía permanecéis en vuestros pecados”. Para que la fe cristiana pueda ser salvífica, los labios del hombre deben confesar: “Jesús es Señor”, y su corazón debe creer que: “Dios lo resucitó de entre los  muertos”, Rom 10, 9.

Es importante tener presente la forma en que habla Pablo sobre la Resurrección. Solamente en 1 Tes 4, 14, afirma que: “Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús”. En otro pasaje, Gal 1: “ ... Dios Padre lo resucitó de entre los muertos”. La eficiencia de la Resurrección se atribuye al Padre, autor del plan salvífico. Si bien es verdad que Pablo pone de manifiesto la generosidad del amor de Cristo al hablar de su entrega a la muerte, cuando atribuye la Resurrección al Padre no hace sino destacar la acción preveniente y gratuita de Dios Padre.

Sabemos por Rom 6, 4: “Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre. Así también nosotros vivamos una vida nueva”; que lo que llevó  a cabo la Resurrección de Cristo fue el poder “de la gloria del Padre”. Fue, esta “doxa” del Padre la que exaltó a Cristo al estado glorioso, Filp 2, 10. Esta exaltación a los cielos constituye la “anábasis” = “ascenso” de Cristo, su ascensión al Padre, de la misma manera que la muerte en su cruz fue las expresión de profunda humillación y de su “katábasis” = “descenso”. En Efes 1, 19-21, dice: “Dios, ... ejercitó su potencia poderosa resucitando a Jesús de los muertos y sentándolo a su derecha en los cielos por encima de todo principado, potestad, virtud y señorío y de todo nombre que se nombre, ...” . Pablo consideró, lo mismo que muchos otros de la primitiva iglesia, la Resurrección y Ascensión de Cristo como una etapa única de la exaltación gloriosa de Jesús como Kyrios (Señor) de todo lo creado.

En el pensamiento de Pablo, la resurrección situó a Cristo en un nivel nuevo de relación con los hombres que tenían fe. Como resultado de ello, Cristo fue: “constituido (por el Padre) Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad”, Rom 1, 4. La “doxa” = “gloria” que recibió del Padre llegó a ser un poder; poder de crear una nueva vida en aquellos hombres que habían de creer en Él. Jesús, por la Resurrección se convirtió en el último Adán, el primer hombre nuevo del “esjaton”. El primer hombre, Adán, fue hecho “ser viviente”; el último Adán, espíritu vivificante. Como “primogénito de entre los muertos”, Col 1, 18. Cristo fue, lo mismo que Adán en la primera creación, principio de vida para toda su descendencia. Jesús, era, pues, instrumento de una “creación nueva”, 2 Cor 5, 17: “por tanto el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo todo es nuevo”; y en Gal 6, 15: “Porque lo que cuenta no es la circuncisión, ni la incircuncisión, sino la criatura nueva”, y en 1 Cor 15, 45: “ ...  el último Adán espíritu que da vida”.

En virtud de este principio dinámico Pablo comprueba en Gal 2, 20: “y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”; transformando, incluso, su vida física, 2 Cor 3, 18: “Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu”.

Y por ser “espíritu que da vida” Jesús lleva a efecto la justificación de los creyentes y los salva de la ira del Señor, 1 Tes 1, 10: “y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos y que nos salva de la ira venidera”; por eso Pablo ora: “para conocer a Cristo y el poder de su resurrección”; y en Filp 3, 10: “y conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hechos semejantes a Él en la muerte; llegando a comprender que el Kyrios posee un poder capaz de efectuar la resurrección de los cristianos 1 Tes 4, 14: “Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús”.

Así pues, Cristo fue el Salvador de los hombres por la pasión, muerte y Resurrección. El título de Salvador, Pablo sólo lo emplea en Filp 3, 20: “Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo”; y en Efes 5, 23: “... como Cristo es cabeza de la Iglesia, el salvador del cuerpo”.

Una de las razones que explican este hecho estriba en que Pablo considera normalmente la salvación como algo que Cristo tiene todavía que terminar en los hombres, 1 Tes 5, 9: “Dios no nos ha destinado para la ira, sino para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo”; y en Rom 5, 9-10: “¿Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvos de la ira! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de si Hijo! con cuánta más razón estando reconciliados, seremos salvos por su vida!”. Raramente se refiera a la salvación como algo ya acabado 1 Cor 1, 21: “De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso salvar a los creyentes mediante la locura de la predicación”.

Si la considera como algo que está en vías de acabamiento 2 Cor 2, 15: “Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden”; es porque piensa que Cristo, como Kyrios, está intercediendo por los hombres en el cielo, Rom 8, 34: “¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros?”; Pablo ha refundido una idea propia del AT, salvación que se realizará el “día del Señor”, el día en que el justo Israel sea salvado y la ira de Dios se manifieste sobre los pecadores.


D. EL SEÑOR Y EL ESPÍRITU

Antes de abordar los diversos efectos que Pablo atribuye al aconteci­miento de la salvación debemos dedicar unas líneas a la relación que hay entre el Señor y el Espíritu en el plan salvífico del Padre; ya hemos visto que Pablo llama a Cristo: “poder de Dios y sabiduría de Dios”, 1 Cor 1, 24. Lo mismo que el término “espíritu de Dios”, estas expresiones son formas con el AT. designa la actividad divina “ad extra”. En algunos pasajes de sus cartas Pablo no distingue claramente entre el Espíritu y Jesús. En Rom 8, 9-11: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece; mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo ha muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia”;  los términos “espíritu de Dios”, “espíritu de Cristo”, "Cristo”, y “el espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos”, son empleados con igual valor en la descripción que hace Pablo de la inhabitación de Dios en la experiencia cristiana.

Cristo, “último Adán”, después de la resurrección, se convirtió en “espíritu vivificante”, 1 Cor 15, 45, y fue “establecido como Hijo de Dios en poder y sabiduría con el espíritu de santidad”, Rom1, 4. Pablo, habla de la misión del “espíritu del Hijo”, Gal 4, 6, del “espíritu de Jesucristo”, Filp 1, 19, y de Jesús como “el Señor del Espíritu”, 2 Cor 3, 18. Por último, llega a afirmar: “El Señor es el Espíritu”, 2 Cor 3, 17.

Por otra parte existe en las cartas de Pablo textos triádicos que sitúan a Dios (el Padre), a Cristo (el Hijo) y al Espíritu en un paralelismo que suministra el fundamento para el dogma posterior de la Trinidad, 2 Cor 13, 13: “La gracia de Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros”. Y en 2 Cor 1, 21-22: “Es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones”; y en 1 Cor 2, 7-10: “sino que hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada, por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, desconocida de todos los jefes de este mundo – pues de haberla conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria – . Más bien como dice la Escritura: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman”. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea hasta las profundidades de Dios”.

En Gal 4, 4-6: “Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de  mujer, bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, y para que recibiéramos la condición de hijos. Y como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama : ¡Abba, Padre!”, encontramos la doble misión del “Hijo” y del “Espíritu del Hijo”. Estas dos series de textos ponen de manifiesto que no es clara la concepción de Pablo sobre las relaciones existentes entre el Espíritu y el Hijo. Parece que Pablo comparte con el AT. una noción de personalidad más amplia y fluida que nuestras sutilezas teológicas posteriores. La concepción de Pablo es solamente una concepción “económica” de la Trinidad.




Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.

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