P. Adolfo Franco, jesuita.
Juan 20, 1-9
El primer día de la semana fue María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra estaba retirada del sepulcro. Echó a correr y llegó donde Simón Pedro y el otro discípulo a quien Jesús quería, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto.» Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Al asomarse, vio los lienzos en el suelo; pero no entró. Detrás llegó también Simón Pedro. Entró en el sepulcro y vio los lienzos en el suelo; pero el sudario que había cubierto su cabeza no estaba junto a los lienzos, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos.
Palabra del Señor.
Jesús ha resucitado; el sepulcro está vacío; la muerte ha sido vencida.
La Resurrección de Jesús que celebramos hoy es un hecho de fe extraordinario, que nos resulta prácticamente imposible de captar. Podemos definir la palabra Resurrección, pero no cabe en nuestra comprensión toda le esencia del misterio. Es la manifestación plena del poder salvador de Dios. Hablar de gloria es poco decir, porque la gloria la imaginamos al modo humano: la gloria de los campeones, la gloria de los triunfadores. Esa gloria que damos a los que se distinguen brillantemente en algo, es algo que se les comunica desde fuera: los espectadores de la hazaña aplaudimos, se les hace un homenaje: una fiesta de celebración. El interesado escucha la música del triunfo y la saborea en su corazón. Esto dura una noche de fiesta, quizá algunos días. Y después las velas de la celebración se apagan y solo queda el rastro del humo de lo que fue luz.
Y la Resurrección de Jesús no es un premio que se le concede por haber “sido bueno”, por haber cumplido la voluntad de su Padre. Decimos que es la vuelta a la vida en cuerpo y alma; pero eso es poco. Es la manifestación de la “vida” que Dios quiere darnos a cada uno de nosotros. Y Jesús es el primero en manifestar en sí mismo, lo que por participación nos tocará a todos nosotros. La vida que Dios nos quiere dar, es mucho más que lo que ahora vivimos. La vida en su estado puro, llena de luminosidad, de alegría, expansión plena, gozo inacabable, plenitud del ser, totalidad. Esa vida es nuestro destino. Por ahora tenemos una vida pálida, porque aún no ha florecido dentro de nosotros la resurrección. Estamos construyendo, con la gracia de Dios ese futuro que se nos ofrece.
Jesús resucita para que sepamos cuál es la explicación de todo. Es una Luz, desde la cual se aclaran todos los misterios. Además de Gloria y Vida, la Resurrección es Luz. Una luz también esencial, que no depende de ninguna luminaria, sino que es luz en sí misma. Esto también nos resulta poco comprensible: una luz que es en sí, y que no necesita que provenga de ninguna lámpara; ya el mismo Apocalipsis habla de esta luz, que es el Cordero, o sea Jesús. Y esta luz lleva en sí todas las explicaciones. Ya no hay misterios; porque el misterio es el balbuceo imperfecto, que hace una mente humana, de las realidades de Dios. Pero entonces conoceremos como Dios nos conoce, con su luz; y entonces todo será patente; y sin necesidad de hacer el recorrido tortuoso de nuestros razonamientos, que a veces se pierden en el desierto del error. Por eso, porque la Resurrección es luz, es por lo que San Pablo dice, que si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana; todo sería simplemente falso y oscuro. Pero con la Resurrección todo adquiere sentido.
La Resurrección es la que da sentido a todo; todas las contradicciones que sentimos, las situaciones que nos resultan incomprensibles; esas paradojas del dolor de los inocentes y del mal. El problema de la frustración de tantos buenos, del triunfo (al menos aparente) de tantos malvados. Todo adquirirá sentido con el hecho de la Resurrección. Ahí todo adquiere una lógica, que antes no encontrábamos.
Y sobre todo la Resurrección de Cristo es la manifestación de la presencia real de Jesús entre nosotros. Porque Cristo ha resucitado es verdad ese hecho que nos sobrepasa, que Dios ha vivido en nuestra tierra una vida plenamente humana. Así podemos decir que la Resurrección de Cristo nos hace afirmar con total fuerza la realidad de su Encarnación. El ha vivido en nuestro mundo; y eso es verdad. Y la Resurrección aclara todo el misterio de su realidad humana, de su pobreza, de su finalidad, de su sufrimiento. Todo queda iluminado por la Resurrección. Ahora podemos tener una mayor comprensión de sus bienaventuranzas, los milagros adquieren su verdadero valor; se entiende todo de forma nueva. Por eso todos los Evangelios han sido escritos y bien escritos, con la luz de Jesús resucitado. Si los hubieran escrito cronistas, que acompañasen a Cristo durante su vida, habrían escrito crónicas, quizá detalladas, pero sin la hondura de mensaje, que tienen ahora. La Iglesia primitiva, y los Evangelistas con ella, pudieron escribir de verdad sobre Jesús, iluminados con la luz de la resurrección que hacía captar de verdad las enseñanzas y las actividades de Jesús.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
Para acceder a otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.
Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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https://platinumpeachpress.com/como-orar-por-una-mujer/
ResponderEliminarNuestros esfuerzos nunca podrán unirnos a Dios. A través de los tiempos, gente ha tratado muchas maneras de cerrar la brecha y alcanzar a Dios – sin tener éxito.
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ResponderEliminarPor medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por medio del pecado entró la muerte; fue así como la muerte pasó a toda la humanidad, porque todos pecaron (Romanos 5:12).