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La Misa: 16° Parte - La Misa del Vaticano II: Ritos Iniciales


P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.

7.2. RITOS INICIALES

Reunido el pueblo, el sacerdote y los ministros, revestidos con las vestiduras sagradas, avanzan hacia el altar con este orden: un ministro con el incensario humeante, si se emplea el incienso; los ministros, que, si se juzga oportuno, llevan los ciriales y la cruz; los acólitos, el lector que puede llevar el libro del Evangelio, los ministros sagrados y por último el celebrante que preside la Misa.

Durante la procesión hacia el altar, se ejecuta el canto de entrada. La finalidad de este canto es simbolizar y fomentar la unión de los fieles congregados, e introducirlos en el misterio litúrgico del día. Conviene que todos canten, que no sean mudos espectadores y que alaben a Dios con la mente, con el corazón y con la boca.

Con todo, el Misal Romano advierte que el canto de entrada puede ser entonado alternativamente por los cantores y el pueblo, o todo por el pueblo, o solamente por los cantores (Ordenación General, 26). Cuando no hay canto de entrada, el monitor o alguno de los fieles recitará, mientras llega el sacerdote, la antífona del misal; o la dirá el mismo celebrante después de haber saludado al pueblo (Ibidem).

La rúbrica dice a continuación:
"Cuando (el sacerdote con los ministros) llega al altar, hace con los ministros las debidas reverencias, besa el altar, y oportunamente lo inciensa...” (2).
La primera reverencia es para el altar, y, conjuntamente, para el Crucifijo y para el Santísimo reservado en el tabernáculo, si allí estuviere; después el celebrante besa el altar. El beso es signo de respeto, de reverencia y de amor. Y se besa el altar, porque el altar representa al mismo Cristo (Apocalipsis 8,3). Así como el Crucifijo es la imagen visual de Jesucristo, el altar es su imagen simbólica. El altar es símbolo de Cristo; y por eso lo besamos, lo incensamos y lo rodeamos de una atmósfera sagrada. Lo reverenciamos con amor.

Después de este beso al altar el celebrante con los ministros se dirige a la sede, y, una vez terminado el canto de entrada, juntamente con los fieles se santigua diciendo:
“En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”.
El pueblo responde: “Amén".

Es la fórmula tantas veces repetida, es la fórmula con la que se inician todos los actos litúrgicos de la Iglesia. Ella no podía faltar en el momento de comenzar la Misa. La invocación a la Trinidad Santa debe abrir el recuerdo vivo de la Redención, obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La Iglesia, la gran Maestra de la espiritualidad nos manda comenzar la Misa en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. El nombre es como un duplicado de la persona, con toda su fuerza emotiva y también dinámica que despierta aquella persona nombrada. Al pronunciar esta fórmula los católicos recuerdan su bautismo, su consagración a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, para renovarla, para ahondarla, para vivirla durante la Misa de modo activo, consciente y creciente.

A continuación el sacerdote saluda al pueblo con algunas de las fórmulas propuestas por el Misal. El significado teológico de este saludo nos recuerda la presencia del Señor en la comunidad congregada y por consiguiente el misterio de la Iglesia (Ordenación General 28).

El saludo del sacerdote a los fieles en sus tres variantes expresa el deseo de que el Señor con su gracia, con su amor y con su comunicación esté en el alma de cada uno de los presentes; la respuesta de los fieles formula el mismo deseo para el sacerdote que preside la Misa. El saludo y la respuesta indican sólo una ilusión: la de sentir durante la celebración de los misterios sagrados la presencia del Señor, la de su gracia, la de su iluminación espiritual, la de su amor que nos hace hijos del Padre y templos de la Trinidad Santa.

Hay algo que impide el logro de esa ilusión; el pecado humano cierra la puerta del corazón a la gracia, a la luz y al amor de Dios. Por eso el sacerdote invita al arrepentimiento de los pecados. Porque delante de Dios, único Santo, toda persona humana está mancillada por el pecado. La actitud del humilde publicano es la auténtica: “Dios, ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”. (Lc. 18,23)... El corazón religioso se reconoce siempre muy lejos de la santidad y de la pureza de Dios, de ahí que antes de tratar con el Señor pida con humildad perdón de sus culpas y pecados.

Como sabemos, el Misal Romano nos presenta tres fórmulas del acto penitencial, pero debemos recordar que en el Apéndice I, nos presenta el Rito para la bendición del agua y aspersión con el agua bendita, recomendado para todas las misas dominicales. Este rito, nos dice la rúbrica, “toma el lugar del acto penitencial al principio de la Misa”. La aspersión del agua sobre los fieles congregados para la Misa trae el recuerdo del bautismo y del compromiso contraído por el cristiano de luchar contra el pecado (Rom. 6,1-11).

A continuación se canta o se recita el “Señor, ten piedad”, un resto de la antigua oración litánica en las “estaciones” de la comunidad cristiana de Roma. Con esta oración se implora la misericordia de Dios. La misericordia que tanto necesita el hombre para escuchar fructuosamente la Palabra de Dios, para acercarse al altar del Sacrificio, para participar de la mesa del Señor. La misericordia que tan hondamente está grabada en el corazón de Dios y de su Cristo; y por eso podemos cantar: “Su misericordia dura para siempre” (Salmo 117).

El “Gloria a Dios en el cielo...” se canta o recita en los días señalados. Comienza con el cántico de los ángeles en el día del nacimiento de Jesús (Lc. 2,13-14) y es el resto de la antigua catequesis que usaba el canto y la oración para empezar. Este canto es como un “Gloria al Padre...” alargado, y nos invita a dar culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. El himno le da al Padre los títulos de Señor, Todopoderoso, Rey celestial, Dios; a Jesucristo le llama Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre, de Él dice que quita el pecado del mundo, que está sentado a la derecha del Padre, que sólo Él es Santo, sólo Él es Señor, sólo Él es Altísimo. Y termina enseñando que las alabanzas al Padre y al Hijo se han de dar “con el Espíritu Santo”.

“A continuación el sacerdote invita al pueblo, a orar, diciendo con las manos juntas: Oremos. Y todos a una con el sacerdote oran en silencio por breve tiempo. Entonces el sacerdote, con las manos extendidas dice la oración, y, cuando ésta termina, el pueblo aclama: Amén” (Ordenación General, 88).

Oran todos unos momentos en silencio para hacerse conscientes de estar en la presencia de Dios y formular sus súplicas en lo interior del corazón. La oración dicha por el sacerdote recibe el nombre de “Oración Colecta”, pues viene a ser la oración que recoge las peticiones de todos.

El gesto del sacerdote en esta oración es conocido: las manos levantadas. Es la actitud del que todo lo espera de arriba como un don de la misericordia divina. Así oró Moisés y obtuvo del Señor la victoria para su pueblo (Exod. 17,8-16).



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Referencia bibliográfica: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. "La Misa en la religión del pueblo", Lima, 1983.

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