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El yugo y la carga de Dios



P. Adolfo Franco, S.J.

DOMINGO XIV
del Tiempo Ordinario

Mateo 11, 25-30

Por aquel entonces, tomó Jesús la palabra y dijo: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a gente sencilla. Sí, Padre, pues tal ha sido tu decisión. Mi Padre me ha entregado todo, y nadie conoce al Hijo, sino el Padre; ni al Padre le conoce nadie, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os proporcionaré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»

Palabra de Dios


En este párrafo del Evangelio que nos trae este domingo, hay dos enseñanzas muy marcadas, una sobre la sabiduría de Dios y otra sobre la necesidad de apoyarse en Dios y sobre todo en momentos difíciles. Empieza con una oración de alabanza de Jesús, que se alegra de la forma en que actúa la Providencia de Dios, que comunica su sabiduría a los sencillos; y continúa con una invitación a todos los que sufren y se sienten derrotados a confiar en El, que es nuestro apoyo. Son dos temas, aunque hay una conexión evidente entre los dos.

Jesús alaba a su Padre, en una exclamación que le sale del alma, y le dice que lo alaba, porque ha revelado su sabiduría a los sencillos y la ha ocultado a los sabios. ¿Es que Dios tendrá algo en contra de los sabios, de los que han cultivado la inteligencia? ¿No ha habido hombres muy inteligentes a los que Dios les ha comunicado su sabiduría? San Agustín, Santo Tomás y muchos otros ¿no han recibido la sabiduría que proviene de Dios? Por otra parte, si Dios deja de lado a los sabios y entendidos, ¿será que Jesús está alabando la pereza mental?

Estas preguntas son legítimas, y tienen una fácil respuesta: Dios no alaba la pereza mental, y no tiene nada contra los investigadores que siempre buscan la verdad en todos los campos; más bien esta inquietud por la verdad es un don de Dios. Jesús se está refiriendo a los letrados, contemporáneos suyos, que en general no estuvieron abiertos a aceptar su doctrina; no quisieron abrir su corazón a la novedad del Evangelio. Más bien lo consideraron un rival y quisieron desprestigiarlo con preguntas y situaciones difíciles, de las cuales Jesús salió apelando precisamente a su sabiduría. San Pablo también se dirige a los Corintios y les recuerda que entre ellos no abundan precisamente los sabios (1 Cor 1, 26-30). Pero también se puede aplicar esta frase de rechazo a aquellos “sabios” que llenos de orgullo no tienen capacidad de aceptar el misterio de Dios.

Por de pronto se debe distinguir entre la “sabiduría” que viene de Dios y los conocimientos que provienen de la agudeza mental. Lo uno es un conocimiento de lo esencial y que va al centro de los problemas de la vida humana y de su relación con Dios, lo otro son toda la variedad de conocimientos que se adquieren con la destreza y con la facilidad que diversas personas tienen para el ejercicio de sus facultades mentales, y para la adquisición de cultura.

Pero no hay duda de que hay personas poco cultivadas que tienen una gran sabiduría y que llegan a los conocimientos fundamentales sobre la vida y la virtud, por caminos vitales y sin libros. ¿Por qué muchas manifestaciones sobrenaturales de Dios se han hecho a personas rústicas? Por ejemplo, muchas de las apariciones de la Virgen: la aparición de la Virgen de Guadalupe, la de Lourdes, la de Fátima; todas son comunicaciones de Dios a los “pequeños”, no a los grandes y sabios.

¿Es la inteligencia humana una dificultad para aceptar a Dios? ¿Hay contradicción entre ciencia y fe? La ciencia, la inteligencia, los conocimientos naturales, lejos de ser un obstáculo para recibir la sabiduría de Dios, y para conocer a Dios, más bien podrían ayudar a acercarse a El. Lo que puede impedir la revelación de Dios en una persona es el orgullo que puede brotar como una mala hierba de algunos conocimientos y entonces sí podemos quedar bloqueados para el conocimiento que brota de Dios; pero no podemos decir que un sabio queda imposibilitado de recibir la fe. Aunque puede crearse entre los intelectuales demasiado seguros de su poder intelectual, una sensación de “todo lo puedo”, que les hace cerrar el corazón, y piensan que nadie les puede enseñar nada; esto ha ocurrido en los momentos del desarrollo inicial de las ciencias; y en esos tiempos parecía que era una necesidad que el científico (científico en pañales) negase a Dios. Esa corriente tan pobre, gracias a Dios ya casi se ha secado; aunque todavía puede asomar algún aprendiz de científico que solamente sabe repetir las objeciones del pasado. Y en cambio también hay intelectuales verdaderos, científicos insignes, que tienen suficiente humildad para seguir aprendiendo y que tienen un espíritu profundamente religioso.

A este respecto podemos citar el testimonio de Einstein, un sabio en verdad eminente: “... la experiencia más bella que el hombre puede tener es el sentido de lo misterioso: descubrir que, tras lo que podemos experimentar científicamente, se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, algo cuya belleza y sublimidad se alcanzan sólo indirectamente y a modo de pálido reflejo; y, en este sentido, yo soy religioso”.

Y en la segunda parte de la enseñanza de Jesús, se dice qué es lo que los sencillos reciben de la sabiduría de Dios: los sencillos pueden descubrir, por la sabiduría de Dios, que Jesús es fuerte para acoger nuestro cansancio; y pueden saber que caminar con la cruz detrás de El es llevar una carga liviana. Esa es la Ciencia que no descubren los orgullosos y que sí inculca Dios en los pequeños.





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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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