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La Misa: 12° Parte - El Misal Romano, orientaciones de San Juan Pablo II



P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.


5. LO SIMBÓLICO - POPULAR EN EL MISAL DEL VATICANO II

5.1. EL MISAL ROMANO

Continuación

2° Orientaciones de Juan Pablo II


El abandono de los símbolos y signos religiosos en los años posconciliares por parte de un buen número de sacerdotes llevó paulatinamente a una celebración eucarística desacralizada y por consiguiente a una Misa ajena al pueblo creyente. Más aún, el olvido de las sacralidades religiosas recomendadas por el Misal del Vaticano II condujo a una serie de abusos que impresionaron vivamente al Papa Juan Pablo II. Bajo su expreso mandato la Congregación correspondiente publicó la Instrucción Inaestimabile Donum (3 abril 1980) con el fin de alertar a los obispos, pues según la Congregación, el abandono de los símbolos litúrgicos indicaba claramente el oscurecimiento de algunos aspectos esenciales de la fe católica. En la Instrucción hallamos una lista de abusos introducidos en la celebración de la Misa que nos conviene recordar ahora:

“Se observan los más variados y frecuentes abusos que son señalados desde las diversas partes del mundo católico: confusión de las funciones, especialmente por lo que se refiere al ministerio sacerdotal y a la función de los seglares (recitación indiscriminada y común de la plegaria eucarística, homilías hechas por seglares, seglares que distribuyen la comunión mientras los sacerdotes se eximen); creciente pérdida del sentido de lo sagrado (abandono de los ornamentos, eucaristías celebradas fuera de las Iglesias sin verdadera necesidad, falta de reverencia y respeto al Santísimo Sacramento, etc.); desconocimiento del carácter eclesial de la liturgia católica (uso de textos privados, proliferación de plegarias eucarísticas no aprobadas, instrumentación de los textos litúrgicos para finalidades sociopolíticas)” (Introducción)

Esta última advertencia nos trae a la memoria la Misa celebrada por Juan Pablo II en Nicaragua (4.2.83). Al releer en las revistas la profanación de la Eucaristía planeada por el gobierno de Nicaragua, caemos en la cuenta de la perspicacia del Papa manifestada en su carta que dirigió a los obispos sobre el “Misterio y el Culto de la Eucaristía” el 24 de febrero de 1980.

Con fina sensibilidad pastoral Juan Pablo II, al llegar al término de sus reflexiones en la carta, pide perdón al Pueblo Católico en su nombre y en nombre del Episcopado, ya que con harta frecuencia este Pueblo Fiel ha sido escandalizado por faltas de veneración a este gran Sacramento nacidas de la aplicación parcial, unilateral y errónea de las normas dadas por el Concilio Vaticano II.

Y por eso ya desde los comienzos de su carta afirma el Papa que si es cierto que el culto de la Iglesia a la Trinidad Santa se realiza ante todo en la Misa, sin embargo ese mismo culto debe continuarse en los templos católicos fuera del horario de las Misas con las diversas formas de devociones eucarísticas: plegarias personales ante el sagrario, exposiciones, bendiciones, procesiones del Santísimo Sacramento, congresos eucarísticos.

La razón que nos da Juan Pablo II de su apertura a esta diversidad de devociones es que “la Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico” (3). Este culto, según él, debe ir acompañado de una contemplación iluminada por la fe, porque la Eucaristía construye la Iglesia en la fe, ella recuerda y enciende la caridad, y al dársenos bajo la apariencia de pan y de vino este gran Sacramento es el alimento de la vida cristiana.

Expuesta una visión amplia del culto católico a la Eucaristía, Juan Pablo II centra el tema de su carta con estas palabras:

“Recordando todo esto sólo deseo, no obstante la concisión, crear un contexto más amplio para las cuestiones que deberé tratar enseguida: ellas están estrechamente vinculadas a la celebración del Santo Sacrificio... Es precisamente de ella, venerables y queridos hermanos en el Episcopado. 
sacerdotes y diáconos, de ¡o que quiero escribiros en esta carta, a la que la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino hará seguir indicaciones más concretas” (7).

Y como la mentalidad secularista y desacralizada de algunos ministros de la Eucaristía era la que de hecho estaba desacralizando la celebración de la Misa y despojándola de los símbolos sagrados, Juan Pablo II afirma ante todo que la Misa es una acción sagrada, porque en ella se hace presente Cristo, el Santo de Dios. Y añade que esta sacralidad de la Misa no es en modo alguna creación humana, sino institución del mismo Jesús, cuando en la última Cena celebró en forma sacramental el misterio de su pasión y de su resurrección.

Así, pues, la actualización litúrgica del sacrificio ofrecido por el Señor puede prescindir de algunos de sus elementos secundarios, pero no puede ser privada en manera alguna de la sacralidad instituida por el mismo Cristo. Porque el misterio eucarístico desgajado de lo sacral dejaría de ser la Eucaristía de la Iglesia y porque limitado con formas y para metas mundanas recibiría su máxima profanación.

Juan Pablo II aclara que conviene recordar estas ideas en nuestro tiempo, pues en él se nota una tendencia a desacralizarlo todo borrando las fronteras entre lo sagrado y lo profano. En tales circunstancias advierte el Pontífice que los pastores de la Iglesia tienen el deber de asegurar y corroborar la sacralidad de la Eucaristía y los ministros sagrados han de cumplir con exactitud las normas litúrgicas para fomentar así en los fieles la experiencia religiosa de lo sagrado, es decir, de la presencia del Señor, muriendo y resucitando, corazón de toda Misa.

Este núcleo sagrado de la Misa surge a la superficie y aparece sensible ante los ojos de los fieles iluminados por la fe mediante una multitud de símbolos religiosos que giran en torno a la mesa de la Palabra de Dios y a la mesa del Pan del Señor.

Estas dos mesas, preparadas por el Señor para alimentar a su pueblo, exigen de los ministros una gran responsabilidad. Y, así, recuerda el Papa que en la Misa los textos bíblicos no pueden ser sustituidos por otras lecturas, aunque tuvieran indudables valores religiosos y morales.

La responsabilidad de los pastores junto a la mesa del Pan del Señor exige una seria reflexión, porque se trata de un acto de fe viva y de una manifestación de culto a Jesucristo que en la comunión eucarística se entrega a sí mismo a cada uno de los fieles. Por ello el Papa exhorta a una gran vigilancia, “para garantizar la dignidad sagrada del misterio eucarístico y el profundo espíritu de la comunión eucarística” (11)

Recuerda Juan Pablo II el hecho frecuente hoy de que los fieles se acercan en muchas partes a la comunión sin haberse antes acercado al Sacramento de la Penitencia, y piensa él que este fenómeno puede indicar la visión de la Misa, como un banquete, en donde se come el Cuerpo del Señor para manifestar ante todo la comunión fraterna. Lo cual exigiría de los obispos una vigilante atención y un análisis teológico-pastoral:

“No podemos permitir que en la vida de nuestras comunidades se disipe aquel bien que es la sensibilidad de la conciencia cristiana, guiada únicamente por el respeto a Cristo que, recibido en la Eucaristía, debe encontrar en el corazón de cada uno de nosotros una digna morada” (11)

Los obispos deben recordar sin cesar a los sacerdotes y diáconos que el servicio de la mesa del Pan del Señor les impone obligaciones especiales frente a Cristo presente en la Eucaristía y frente a los que participan en la Eucaristía:

“Conviene, pues, que todos nosotros que somos ministros de la Eucaristía, examinemos con atención nuestras acciones ante el altar, en especial el modo con que tratamos aquel Alimento y aquella Bebida, que son el Cuerpo y la Sangre de nuestro Dios y Señor en nuestras manos, cómo distribuimos la santa comunión, cómo hacemos la purificación.

Todas estas acciones tienen su significado. Conviene naturalmente evitar la escrupulosidad, pero Dios nos guarde de un comportamiento sin respeto, de una prisa inoportuna, de una impaciencia escandalosa” (11).

Por otra parte, al ser la Eucaristía un bien común de todo el Pueblo de Dios y el Sacramento que simboliza y realiza su unidad, toca a los pastores el precisar el modo de celebración y participación de la misma. Y cada celebrante de be recordar que él es responsable de la realización católica del rito sagrado y que él no puedo considerarse “propietario” ni del texto litúrgico ni de las ceremonias sagradas para imprimirles un estilo personal y arbitrario. Esto naturalmente constituiría "una traición a aquella unión que, de modo especial, debe encontrar la propia ex presión en el Sacramento de la unidad” (12).

La subordinación del ministro al bien común de todo el Pueblo de Dios ha de hallar su expresión más palpable en las normas litúrgicas observadas con fidelidad amante en la celebración del Santo Sacrificio. Omitir en circunstancias normales tales normas, como por ejemplo las relativas al uso de los ornamentos, puede ser interpretado como una falta de respeto a la Eucaristía, dictada por una falla en el espíritu de fe.

Como se puede fácilmente comprobar por el resumen expuesto de las reflexiones papales en su carta, Juan Pablo II ha atacado, con su estilo directo bien conocido, la raíz de la falta de popularidad que se observa en las Misas posconciliares. Esa raíz es la mentalidad secularizada de un gran sector del clero, por ello al final de sus reflexiones dice el Papa:

“Sobre todos nosotros que somos, por la gracia de Dios, ministros de la Eucaristía, pesa de modo particular la responsabilidad por las ideas y actitudes de nuestros hermanos y hermanas encomendados a nuestra cura pastoral. Nuestra vocación es la de suscitar, sobre todo con el ejemplo personal, toda sana manifestación de culto hacia Cristo presente y operante en el Sacramento del amor. Dios nos preserve de obrar de otra manera, de debilitar aquel culto, desacostumbrándonos de varias manifestaciones y formas de culto eucarístico, en las que se expresa una tal vez tradicional pero sana piedad, y sobre todo aquel “sentido de fe” que el Pueblo de Dios entero posee, como ha recordado el Concilio Vaticano II” (12).



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Referencia bibliográfica: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. "La Misa en la religión del pueblo", Lima, 1983.


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