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Homilía: 2° Domingo de Adviento (A)




P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Domingo 2º de Adviento (A)
Lecturas: Is 11,1-10; S.71; Ro 15,4-9; Mt 3,1-12

Preparad el camino al Señor 
(Lc 3,4)


“Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, a fin de que, entre la paciencia y el consuelo que nos dan las Escrituras, mantengamos la esperanza”, hemos escuchado en la segunda lectura. Es la actitud del atleta que toma la salida decidido a poner todo su esfuerzo con ilusión pues está convencido de que puede triunfar. Los textos litúrgicos que la Iglesia nos ofrece en la misa de hoy parecen estar elegidos con la intención de llenarnos de entusiasmo para un esfuerzo espiritual grande en estas semanas de preparación para el gran acontecimiento de fe que debe ser la Navidad.

Todos los cristianos reunidos a lo largo y ancho de la tierra, hemos pedido y estamos pidiendo a Dios que no permita que los afanes de este mundo nos impidan gozar plenamente del esplendor de la gloria de Jesús a los que salimos animosos a su encuentro, que nos ayude compasivo a ello pues nosotros no podemos nada sin su gracia, y nos dé así esa sabiduría que necesitamos para amar los bienes del cielo (v. ors. de la misa).

En ese día, que Dios quiere que llegue para todos, cuando haya nacido Jesús en los corazones que se hayan convertido a él, el espíritu de la ciencia verdadera, el del Señor, el de la paz y del amor fraterno, “la raíz de Jesé”, el descendiente prometido a David como salvador de los hombres, se erguirá como bandera de los pueblos. La buscarán los gentiles, será gloriosa su morada. Nosotros somos aquellos gentiles, la Iglesia es su morada.

¿Qué tenemos que hacer? Convertirnos. Es la exigencia que el evangelio destaca como necesaria para nosotros en este momento. Juan Bautista aparece poco antes de que Jesús comience su obra. Llega con la misión, que Dios le ha encomendado, de preparar los corazones para que acojan favorablemente a Jesús.

Esto es la conversión. Tiene una doble vertiente: apartarse de lo que me separa de Dios y volverse hacia lo que acerca a Él. Para apartarse de lo que separa de Dios, del pecado, exigía el arrepentimiento, la confesión de sus pecados y el bautismo de penitencia. Volverse hacia Dios es cumplir en las obras con sus mandatos. Como los árboles han de dar fruto, así el creyente debe hacer obras buenas, es decir obras de amor a Dios y de amor al prójimo.

Son muchas las veces en que Dios aparece en la Biblia pidiendo la conversión de Israel. Es que la debilidad del hombre ante la tentación del maligno es tan grande que una y otra se aparta de Dios y Dios que tiene que enviar profetas y castigos para corregirle.

También nosotros estamos heridos por la misma debilidad. También nosotros, los que venimos cada domingo a misa, tenemos necesidad de conversión. Pecaríamos de soberbios si no pensáramos cosa semejante, y recordemos que Dios desprecia a los soberbios y a los humildes da su gracia. En nuestra misma oración nos distraemos muchas veces y la hacemos con poca fe y sin la debida humildad. Herimos de palabra a los demás en el seno de nuestra familia, de nuestro trabajo, de nuestra convivencia social; fácilmente pensamos mal de otros y aun lo manifestamos; otras veces envidiamos o sentimos alegría por la mala suerte ajena; otras veces somos atraídos por las pasiones de la lujuria, de la pereza, de la ira, de la venganza.

En cuanto al segundo aspecto de la conversión, el de la marcha hacia Dios, el de la práctica de las virtudes, el de dar frutos de buenas obras, ¡cuántas resistencias internas para orar, para dedicar tiempo a cultivar nuestra fe, para dar limosna, para dedicar nuestro tiempo a ayudar a los demás, para dar un saludo amable, una felicitación sincera, una sonrisa, una muestra de agradecimiento a la esposa, al esposo, al hijo/a, al hermano/a, al amigo/a, a cualquiera!

Con un poco de humildad y sinceridad descubrimos enseguida en nuestros pensamientos, palabras, obras y omisiones no pocas oportunidades y exigencias para continuar y profundizar nuestra conversión. A veces se trata de deficiencias que se arrastran de años y, aunque no sea más que por ello, bastante difíciles de desarraigar. La Iglesia, movida por el Espíritu, confía en una gracia especial en este tiempo.

Elijan el defecto que Dios les manifiesta como el que más les impide para acercarse a Jesús. Pidan diariamente a Dios la gracia para combatirlo y superarlo, sométanlo a evaluación cada vez que se confiesan, pregúntense sobre su esfuerzo y resultados cada noche, ténganlo presente cuando busquen luz y fuerza en la palabra. Poco a poco les garantizo que, si son constantes, lo irán superando. Un primer resultado será que sus reincidencias les servirán para hacerse cada vez más humildes; porque es difícil superar nuestros defectos. Y recuerden: El Señor “enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” (Lc 1,52s).

No esperemos más, hermanos. Como lo hemos cantado en el aleluya: Preparemos el camino del Señor, allanemos sus senderos, y veremos todos la salvación de nuestro Dios (Lc 3,4.6).


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