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El rico y el pobre Lázaro




P. Adolfo Franco, S.J.

DOMINGO XXVI
del Tiempo Ordinario

Lucas 16, 19-31

El Señor nos habla claramente de la relación que existe entre esta vida y la otra vida.


Esta página del Evangelio es de las más difíciles y de las más duras. Jesús hablando del infierno. No es el único momento en que Jesús habla de la otra vida y del posible fracaso del hombre. En otros momentos habla de que la puerta del banquete “se cerrará”, de que dirá a los que no estén preparados: “no les conozco”. O hablará de los que son puestos a la derecha y de los que son puestos a la izquierda.

En este párrafo de San Lucas la narración es más larga y detallada: es la tragedia del rico, que después de una vida cómoda, llena de diversiones y de banquetes, va al infierno, después de morir.

Los detalles de la parábola son muy nítidos: hay dos personas con vidas muy diferentes: el uno es rico y vive espléndidamente, el otro es pobre y vive de las sobras del rico. En la otra vida se cambian los papeles: el pobre es premiado con el paraíso, el rico es sepultado en el infierno. Uno de los terribles sufrimientos que padece el rico es la sed, debido al fuego que lo envuelve. Es una sed que no tendrá ningún alivio. No hay posibilidad de salir de ese lugar de fuego, y no hay paso de un sitio al otro. Y no se pueden mandar mensajes a los que están en este mundo, sino que los que estamos en este mundo debemos utilizar los medios normales que Dios ha dado para salvarnos.

Se trata entonces de una enseñanza de lo que es esta vida y de lo que será la otra. Hay dos destinos posibles después de esta vida, y nos ganamos uno u otro destino con lo que hacemos en esta vida. Y el destino futuro es para siempre; ahí ya no se puede remediar nada. Todo esto es realmente duro, y escalofriante. Un destino eterno y con el peor de los sufrimientos.

Este es el resumen del mensaje de Jesús, que nos trasmite San Lucas en este párrafo. Podemos ahora hacer nuestras preguntas y plantear nuestro desconcierto. Pero no podemos desconocer lo que Jesús enseña.

Es una enseñanza que nos hiere y nos deja temerosos, nos deja inseguros. Y nos vienen preguntas muy válidas, pero que no pueden anular la enseñanza del Señor tan clara. Y preguntamos ¿cómo el Señor misericordioso puede castigar así a un hombre insignificante? ¿Por qué tiene que ser eterno ese castigo, para un hombre que cometió pecados? ¿No es desproporcionado el castigo? Si Dios sabía que este hombre sería malo, ¿para qué lo mandó a la existencia? ¿Hay algún mal tan monstruoso que merezca una pena tan horripilante? ¿Cómo se puede afirmar que Dios es infinitamente bueno y misericordioso, si condena a alguien al infierno?

Y son preguntas verdaderas, y que no alcanzamos a responder; aunque sí habría que precisar que no se puede hablar con propiedad de castigo; se trata más bien de la elección equivocada que una persona puede hacer; porque se trata de que cada uno con sus acciones en esta vida escoge el destino de la vida eterna.

Frente a estas preguntas no nos queda más que hacer que afirmar la enseñanza de Jesús, y al final decir que no encontramos respuestas. Y decimos que Dios es bueno y misericordioso, aunque sea verdad que existe el infierno. Y por otra parte afirmamos que la enseñanza sobre el infierno nos es necesaria; que es un acto de bondad del Señor el habernos revelado esta enseñanza sobre el más allá.

Esta enseñanza barre esa concepción de una religión sin exigencia; un sentimiento religioso desleído sobre los compromisos con Dios. Una religión llena de vaguedades, en la que en el fondo Cristo no nos ha salvado de nada. Tendríamos una religión sin una verdadera exigencia de vida. Si las decisiones que tomamos sobre las cosas fundamentales de la vida, no tuvieran ninguna consecuencia grave, equivaldría a que nuestra libertad no es tomada en serio; si, hagas lo que hagas, te salvarás igual, no importa mucho lo que haces, tu libertad no tiene importancia, tú mismo, como persona, no tienes importancia.

De lo que se trata, a mi parecer, es si de verdad elegimos o no elegimos a Dios. Y si no elegimos a Dios, Dios quedará lejos de nosotros para siempre. El no va a destruir nuestra decisión, la va a respetar. Si le hemos dicho a Dios: “no te metas en mi vida”, El no se meterá ni ahora ni nunca. Y si hemos elegido estar sin Dios, después descubriremos que la ausencia total de Dios es insoportable, nos hemos condenado nosotros mismos a no tener a Dios, porque voluntariamente no lo hemos querido elegir. Se puede plantear también otra pregunta ¿es posible que alguien rechace de verdad a Dios de esa manera? La verdad que es difícil pensar que esto suceda, ¿pero estamos tan seguros de que nadie lo haga? ¿Estamos seguros de no rechazarlo nosotros, por elegirnos a nosotros mismos antes que a El?

Así que pienso que en esta enseñanza del infierno se trata de varias cosas: de la seriedad de nuestra relación con Dios, o sea el vivir de verdad nuestra Religión; se trata también de la tremenda realidad y responsabilidad de ser personas libres, se trata de que nosotros mismos nos tomemos en serio; y se trata de la necesidad vital de elegir a Dios, porque sin El no somos más que vacío. El infierno será eso estar siempre asomado al vacío, donde no hay sentido y todo es tremendamente frío.

Pero Jesucristo por su misericordia nos ha salvado, con tal de que lo aceptemos de verdad, de que lo sigamos, de que hagamos de El nuestro Camino, nuestra Verdad y nuestra Vida.



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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