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La Cena

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


“Sabiendo Jesús que había llegado la hora, la de su muerte, la de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, los que quedaban aquí en este mundo, les amó hasta el extremo, como solo Dios puede amar” (Jn 13,1). Cada detalle, cada palabra, cada gesto de aquella Cena rebosan de amor. “Con enormes deseos he querido celebrar hoy esta Pascua con ustedes antes de padecer. No la volveré a comer con ustedes en la tierra” (Luc 22,15s). Sólo desde su amor puede entenderse esta cena. Sólo desde el amor estaremos presentes. Sólo así creemos de verdad en Él.

No improvisa nada. Es totalmente consciente del momento y de lo que hace. Actúa como el Maestro y se siente Dios, el Hijo de Dios, el Verbo de Dios, que existía ya desde el principio, como el creador de todas las cosas, que habían sido hechas por él, y que es la vida y la luz de todos los hombres.

Tras algunas tensiones porque todos quieren un puesto más digno, Jesús parado, y los doce con Él, inicia aquella cena, que un día dio comienzo a la liberación de Israel, anuncio de esta liberación por Jesús del pecado, que de inmediato va a comenzar. Se sirve la primera copa de vino, que se bebe mientras se pronuncia una oración de alabanza. Jesús moja la verdura en un agua salada, la bendice, da algo a cada uno y reparte un pan ázimo, del que separa la mitad para después. Entonces viene la sorpresa: los discípulos se sientan, pero Jesús rompe el ceremonial. “Se levanta, deja su manto, toma una toalla, echa agua en un balde y va lavar los pies de los discípulos y los seca con la toalla” (Jn 13,4s). Se resiste Pedro, el primero, que no entiende el gesto y tiene que oír durísimas palabras; pero para Jesús dar esa lección y explicar su sentido con claridad en este preciso momento de su despedida es fundamental.

“Los reyes de las naciones las dominan y sus príncipes se llaman bienhechores. Pero ustedes no lo hagan así, sino que el mayor sea como el menor y el que manda como el que sirve. Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22,25s). “Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, Señor y Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a los otros, pues les he dado ejemplo para que ustedes se hagan también unos a otros como Yo lo he hecho con ustedes. En verdad, en verdad les digo que no hay siervo mayor  que su Señor, ni enviado mayor que el que lo envía”. Ninguno de ustedes es mayor que Yo. “Serán ustedes dichosos si, sabiendo esto, lo hacen” (Jn 13,13-18).

Poco después les dará Jesús “su mandamiento”, un mandato que llama “nuevo” (Jn 13,34s), que será signo de que se es discípulo suyo: amar a los demás como Él nos ha amado, hasta la muerte (Jn 15,12s). Acabará luego la conversación con la oración sacerdotal; pide al Padre por lo que más lleva en el corazón; es su testamento.

Después de aceptar del Padre su muerte ya inmediata, ruega expresamente por los once: hace de ellos una gran alabanza; “han cumplido la palabra del Padre, han creído en Jesús enviado del Padre y Jesús es glorificado en ellos”; y pide para ellos: “guárdalos, que sean una sola cosa, como Tú y Yo lo somos” (Jn 17,6.8.11). “No son del mundo, como yo no soy tampoco del mundo”, añade como otra razón para mover al Padre (Jn 17,26).    

Concluye extendiendo hasta nosotros la petición: “No ruego solamente por ellos, sino también por los que han de creer en mí por su palabra. Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí para que sean perfectos en la unidad y conozca el mundo que tú me has enviado y les has amado como a mí me has amado. Yo les he revelado tu nombre y lo revelaré para que el amor con qEue tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,20-26).

Caridad, que no nos es posible sin humildad. Caridad y humildad, porque son inseparables. Caridad y humildad en todos los grupos y relaciones humanas de los que formamos parte: la familia, el trabajo, los grupos eclesiales, en cualquier ocasión que nos pone en contacto con los demás. Cuando alguno se me acerca ¿tiene la impresión de que Dios le está más cerca?

Pero, además de todo esto, es la Pascua. Se come la víctima ofrecida en sacrificio. Jesús es esa víctima. Y se entrega como víctima en sacrificio y como comida para los que participan. “Tomen, coman, beban. Este es mi cuerpo, esta es mi sangre, la derramada por ustedes y por todos. No lo olviden; háganlo en memoria mía; pues siempre que coman este pan y beban este cáliz, estarán manifestando que yo, el Señor, he muerto para salvar de sus pecados a todos los hombres” (v. Mt 26,26-28; Mc 14,22‑24; Lc 22,19s; 1 Cor 11,23-26).


Los discípulos no lo olvidaron. Desde el principio los que creen se reúnen para escuchar la Palabra y celebrar el sacrificio y el misterio de Cristo. Los adoradores de la Eucaristía entran a fondo en el Corazón abierto de Jesús. Y no les defrauda.


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