TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO III
Mc 1, 14-20
Desde el primer momento Jesús nos invita a la conversión, a aceptar la novedad del Evangelio.
En estos versículos del capítulo inicial de San
Marcos, aparece la primera predicación de Jesús y la convocatoria de los
primeros apóstoles: dos grupos de hermanos, Pedro y Andrés por un lado, y Juan
y Santiago por el otro; los cuatro pescadores galileos.
Reflexionando sobre el contenido de la
primera predicación de Jesús, nos damos cuenta de la brevedad del mensaje; muy
breve, pero viene a ser el resumen de todo lo que nos dirá en sus tres años de
predicación. Se trata de una invitación a la conversión. Pero nos dice que hay
que convertirse porque ha llegado el comienzo de los “tiempos nuevos”. Para
poder entrar en esa nueva dinámica, los “tiempos nuevos”, hace falta
transformar el corazón en lo más profundo. La novedad que Dios regala al mundo,
cuando envía a su propio Hijo es tan grande, que hace falta una completa
transformación (conversión) de las personas. Esto es especialmente válido para
los que tenían una mentalidad anquilosada por los reglamentos religiosos que
habían ido introduciendo los jefes religiosos de Israel, desde hacía mucho
tiempo. Y es válido para los que hoy tiene también esa mente rígida, que no
acepta la novedad de Dios.
Había que pasar de la ley al espíritu
de la ley: cuántos choques tendrá Jesús por intentar hacer caer en la cuenta a
todos, pueblo y dirigentes, de esta verdad tan simple. Hay que ir de la norma
al espíritu, sin el cual la norma no tiene sentido: santificar el día de Dios,
no puede impedir la curación de un enfermo en sábado; esto tendrá que afirmarlo
Jesús en varios momentos, ante los fariseos que acechaban continuamente al
Maestro para condenarlo. Dios no va a pensar que se le está ofendiendo si alguien
come unas espigas en sábado después de arrancarlas. No puede ser más importante
la limosna al templo, que los deberes económicos de los hijos con los propios
padres. Hay toda una serie de intervenciones de Jesús en su vida, en que quiere
aclarar las obligaciones morales y religiosas, y que chocaban con la mentalidad
de sus oyentes. Por eso hacía falta un cambio completo, la conversión. Y si
hace falta la conversión para entender la explicación profunda que Jesús da a
la ley antigua, más hace falta convertirse para captar la novedad de su
mensaje: para darse cuenta de que hay que amar incluso a los que nos persiguen;
de que los preferidos de Dios son los niños; de que hay que acercarse a los
pecadores, para poder ayudarles. Hace falta conversión para no exhibir la
propia justicia, la propia oración, el ayuno o la limosna. Hay que hacer una
fuerte conversión para no considerarse mejor que los demás, para entender que
el corazón del hombre es más templo de Dios que el Templo de Jerusalén.
Esto es por lo que se refiere a la conversión de los oyentes judíos
que tenían estructurada una forma muy diferente de su relación con Dios, a
través de la Ley. Pero también a nosotros que no somos de religión judía, y que
estamos en otra época, nos hace falta la conversión, para entrar en los
“tiempos nuevos”. Y conversión de la mente y del corazón. El Evangelio está
lleno de enseñanzas que nos desafían la mente y el corazón y que nos exigen
conversión: por eso muchas de las enseñanzas de Jesús parecen paradojas, a veces
parecen incomprensibles y hasta llegamos a pensar que el Evangelio contradice
al sentido común. Por eso hay que convertirse para entrar en los “tiempos
nuevos” la novedad que viene a traernos Dios, lleno de misericordia por
nosotros.
Hace falta conversión para poder aceptar que los primeros serán los
últimos, y los últimos primeros. Sólo
Dios puede hacernos entender que hay que perdonar hasta setenta veces siete.
Sólo alguien que ha recibido la gracia de la conversión puede percibir la
verdad de que la riqueza es una seria dificultad para entrar en el reino de los
cielos. Que son bienaventurados los perseguidos y los pacíficos. Que la senda
que conduce al Reino es la senda estrecha, y el camino es empinado. Y yendo a
la raíz de todo necesitamos de una conversión profunda, para darnos cuenta de
que todo en nuestra salvación es gracia, don espontáneo de Dios, en lo que no
tenemos la iniciativa, que lo que importa no es cuánto amamos a Dios, sino
cuánto Dios mismo nos ama
Y esta misma conversión es una gracia: dejarse modelar con docilidad
por Dios, que es el que conoce los secretos del corazón y el que puede hacer de
las piedras hijos de Abraham con la
misma facilidad con que da de comer a cinco mil hombres con cinco panes, y con
la misma facilidad con que dice a un paralítico: levántate y anda.
...
Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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