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Homilía del Domingo 17º TO (C), 28 de julio del 2013

Oremos más y oremos bien

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Ge 18,20-32; S 137; Col 2,12-14; Lc 11,1-13


Preciosas las tres lecturas de hoy. Vamos a centrarnos en el evangelio. El texto sigue inmediato al del pasado domingo y lo completa. María había escogido la mejor parte. La mejor parte era escuchar al Maestro. Porque escuchando al Maestro se transforma el corazón y se ama más a Dios y al prójimo, y no sólo con palabras sino además con obras.
“Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó…”. Esta forma de introducir el tema, señalando el cambio de circunstancias, muestra que lo siguiente sucede en ocasión distinta. San Lucas (también San Mateo) con frecuencia reúnen hechos y enseñanzas que se complementan, aunque Jesús las haya dicho en momentos diversos; éste es un ejemplo.  
“Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Los discípulos eran de un pueblo que oraba; los sábados en la sinagoga se oraba con oraciones tomadas de la Escritura; en el Antiguo Testamento hay muchos ejemplos de oración; el libro de los salmos entero es un libro de oraciones muy variadas; algunos, al menos Juan y Andrés, fueron discípulos del Bautista; los discípulos tenían experiencia de orar. Pero ver a Jesús orando les debió parecer algo muy especial, maravilloso. Del Santo Cura de Ars (San Juan María Vianney) se dice que, cuando celebraba la Eucaristía, se transfiguraba de tal forma que la gente aseguraba que "él veía a Dios". Y el Cura de Ars era hijo de Dios por adopción. ¡Qué decir de aquel que es el Hijo único de Dios por naturaleza! No era posible interrumpir a Jesús mientras estaba en comunicación con su Padre. Quien lo contemplaba quedaba sobrecogido. Por eso, sólo "cuando terminó", uno de sus discípulos le dice: "Enséñanos a orar". Jesús responde con el Padrenuestro.
Una notable escritora no católica, Simone Weil, de notable influjo sobre todo en la Francia del siglo  veinte, cuando dio con esta oración, la aprendió de memoria y escribió que “la dulzura infinita de este texto” se apoderó de ella y no podía evitar recitarlo casi continuamente. “Si durante la recitación mi atención se distrae o se adormece, aunque sea de forma infinitesimal  –escribió– vuelvo a empezar hasta conseguir una recitación absolutamente pura”.
Jesús no rechaza la pregunta. Jesús no les ha enseñado todavía a orar. No estaban preparados. De hecho, cuando les invite a acompañarle (monte Tabor y Getsemaní), los discípulos (elegidos especialmente) se dormirán siempre. Sólo tras la experiencia de Jesús resucitado y el don del Espíritu Santo serán los discípulos capaces de perseverar en la oración (eso sí con la compañía de María). Ya recibimos el don del Espíritu en el bautismo. Él nos auxiliará en nuestra oración, como dice San Pablo (Ro 8,26). La oración es un don de Dios y hay que pedirlo con frecuencia con el apoyo de la intercesión de María. Y es un proceso en que se va mejorando.
 Pero reflexionemos la respuesta de Jesús. “Padre nuestro”. Cuando oramos debemos tomar conciencia de que Dios está muy cerca, de que nos ama, de que nos ve como hijos y que somos sus hijos de verdad, que tiene para nosotros un lugar en el Cielo y que su mayor deseo es que lleguemos allí. Y este Padre está aquí escuchándome. Cuando vamos a orar, mientras oramos, procuremos que los mismos miembros de nuestro cuerpo expresen la presencia de tal Padre, de Dios, que me ama como nadie, que quiere que le hable, que quiere hablarme.
“Santificado sea tu nombre”. Es decir que todo lo que es de Dios, lo que se refiere a Él y viene de Él, sea respetado, sea visto como sagrado, sea venerado, cuidado, apreciado y estimado como divino y como bueno. Que todos los hombres le reconozcan como Dios bueno y como Padre; y en primer lugar yo mismo: soy hijo de Dios, soy templo de Dios.
“Venga tu reino”. Que los deseos de Dios sobre los hombres y las cosas se realicen, porque son buenos, responden a lo que nos hace buenos y felices, están de acuerdo con los fines y deseos profundos de la naturaleza creada por Dios. Que la gracia de Dios nos llegue a todos. Que todos los hombres le busquemos como al fin de la vida.
“Danos cada día nuestro pan del mañana”. Tiene esta formulación una palabra cuyo significado griego no es claro. Pero en el sentido del conjunto todos coinciden. No hay que pedir a Dios hacerse rico, sino la ayuda necesaria de Dios para que nuestro trabajo de cada día llegue para satisfacer las necesidades cuotidianas.
También incluye la petición del perdón de los pecados con la condición cumplida de haber perdonado a otros; y por fin pidiendo ayuda contra las tentaciones.
San Lucas añade otras palabras de Jesús, que por su colorido hebreo son claramente suyas, aunque dichas muy probablemente en otra ocasión, recordando el valor de la perseverancia en la oración. Son la parábola del amigo importuno y el argumento de lo que un padre haría si un hijo le pide un pan o pescado para comer. Tanto el amigo con su insistencia como el hijo obtienen lo que piden. De ahí concluye Jesús la seguridad de su eficacia: “El Padre celestial dará el Espíritu Sano a los que se lo pidan”.
El Santo Padre Juan Pablo II nos decía: “Hace falta que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral” (Novo millennio ineunte, 34). En la Biblia, en la liturgia y en la tradición de la Iglesia encontramos formas varias de oración: De alabanza, de acción de gracias, de petición de perdón, para la alegría y el dolor, por uno mismo y los demás, reconociendo siempre la propia fragilidad y necesidad, que es absoluta en cuanto a los dones, virtudes y gracias sobrenaturales, porque no hay más salvador que el que está puesto, Cristo Jesús.
Si no acabamos de corregir un vicio o un defecto, si no logramos alcanzar una virtud importante para vivir y dar testimonio cristiano y permanecemos como totalmente amarrados a “lo mismo”, pese a que recibimos los sacramentos con frecuencia, examinemos si pedimos bien, como Jesús nos enseña en el Padrenuestro, y con tenaz perseverancia.

La Virgen María, que no dejó de pasar una palabra de Jesús sin meditarla en su corazón y enseñó a orar bien a los discípulos en el Cenáculo, nos enseñará. Pidámoslo.


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