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Homilía del Domingo 16º TO (C), 21 de Julio del 2013

Lo único necesario

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Gn 18,1-10; S 14; Col 1,24-28; Lc 10,38-42



Las lecturas de hoy son de extraordinaria riqueza exegética, teológica y espiritual. Imposible agotarla en una homilía forzosamente breve. Tocaré brevemente lo que se relaciona con la oración del cristiano. El evangelio de hoy, con María embelesada a los pies del Maestro, escuchando su palabra, nos habla del valor de la oración, que empieza con la escucha de la palabra de Dios. Esta es la visión de San Lucas, que narra el hecho como prólogo de la apremiante exhortación de Jesús a la oración de petición, que se leerá el domingo próximo.

En el proceso de beatificación  del Papa Juan Pablo II el Dr. Renato Buzzonnetti, su médico, decía: “Quien ha estado cerca de él, ha aprendido ante todo a rezar. Era un hombre de gran caridad, que vivía en íntima unión con el Señor. Oraba aun en los momentos más impensables. Impresionó cuando por primera vez entró en el salón de las Naciones Unidas con el rosario en la mano” (“Totus tuus”, mayo 2007,10).

Ojalá pueda decirse de todo sacerdote que quien se le acerca aprende a rezar o a rezar mejor, ojalá puedan decir los hijos de sus padres que gracias a ellos aprendieron a rezar, ojalá lo puedan decir los alumnos de sus maestros católicos, los niños de sus catequistas, de un cristiano cualquiera para el que se encuentre en la vida con él. La misa de cada domingo es ante todo un acto de oración, el acto de culto más valioso para la vida de cada cristiano y para bien de toda la Iglesia.

Orar es el respirar de la fe. No se puede hablar de vida cristiana, ni tan siquiera de fe, sin oración. Orar es un deber fundamental si se cree en Dios Padre, Dios amor, y en Jesucristo salvador. En la oración se alimentan, despiertan, ejercitan y desarrollan las fuerzas vitales de la vida divina del Espíritu en nosotros. Y sin orar no se pueden cumplir a largo plazo los demás deberes morales.

La encíclica del Papa Francisco sobre la fe lo recuerda. La relación del hombre con Dios, totalmente necesaria para que consiga su felicidad y realización, tiene su comienzo en la decisión de Dios. Siendo iniciativa de Dios, tiene lugar cuando Dios quiere. La libertad del hombre actúa respondiendo con su aceptación. El hombre acoge y se abre a la llamada de Dios. El Espíritu hace del alma su morada, uniéndola a Cristo como sarmiento a la vid y comunicándole su vida que la convierte en Hijo de Dios. “Nos llamamos hijos de Dios, porque lo somos” (1Jn 3,1).

Dios creó al hombre dotándole de una naturaleza en parte animal y en parte espiritual. El alma humana tiene como elementos más importantes el entendimiento y la voluntad libre. Pero además quiso hacerle partícipe de su vida divina que le hacía capaz de ver a Dios cara a cara, gozar de su compañía y otros dones, como estar exento de la muerte corporal. Todo lo perdió Adán con su pecado para sí y para todo los hombres. Pero el Padre quiso que Cristo nos lo restaurase con su obediencia hasta la muerte. Esa vida sobrenatural y divina se nos vuelve a otorgar en el bautismo; pero se pierde con el pecado mortal. Por eso se le llama mortal, porque mata el alma.

Cuando la vida divina muere por el pecado mortal, no puede resucitársela el hombre. Sólo Dios la puede restituir; pero nadie tiene derecho a exigírsela. Cuando Dios la da, lo hace por pura bondad, gratuitamente. Por eso se la llama gracia. Se dice que el alma está en gracia a la que ha recuperado y conserva esa vida divina.

La vida divina del alma consta de la presencia del Espíritu Santo y de toda la Trinidad, y aporta al alma las virtudes sobrenaturales, las teologales o divinas primero y las demás infusas, con las cuales puede realizar obras sobrenaturales. Pero las virtudes, siendo sobrenaturales no pueden ser actuadas por las potencias naturales. Las potencias naturales (las importantes son el entendimiento y la voluntad) no son capaces de activar a las virtudes sobrenaturales. Para ello es necesaria la intervención de Dios, dicho de otra forma de la gracia de Dios. “Así, pues, queridos míos…trabajen con temor y temblor por su salvación, pues Dios es quien obra en ustedes el querer y el obrar, como bien le parece” (Fil 2,12s).

La gracia de Dios, es decir la intervención gratuita de Dios en nosotros, es necesaria para que el hombre reciba por primera vez la vida sobrenatural (lo cual lo da Dios en el bautismo), la recupere el que ha ofendido a Dios gravemente después del bautismo con el pecado, y actúe con ella (practicando las virtudes de fe, esperanza, caridad e infusas).

Pero la gracia sólo la da Dios, sin que el hombre, por santo que sea, la pueda lograr con sus solas propias obras. Aunque la gracia pueda conseguirla otra persona con su oración, siempre es necesario que cada uno la pidamos también personalmente. De ahí la importancia de la oración humilde. Sin ella no es posible crecer en la práctica de las virtudes, ni en la corrección de los propios defectos.

Por eso no se puede ser buen cristiano si no se ora Sin ella pierden fuerza la misa, los sacramentos, la instrucción, las mismas obras de misericordia. Hoy día la Iglesia está falta de personas, que oren por ellas mismas y por los demás. Orar es necesario. La oración no puede faltar en la Iglesia. El que ora sabe que hace algo importante y muy útil para sí mismo y para los demás. “En un mundo sediento de espiritualidad y conscientes de la centralidad que ocupa la relación con el Señor en nuestra vida de discípulos, queremos ser una Iglesia que aprende a orar y que enseña a orar” (Mensaje final de Aparecida 2007, 3).


 Consecuencia clara de todo esto es el permanente cuidado que debemos tener en dar tiempo a la oración, de hacerla bien y de mejorarla. Corregir un defecto, adquirir una virtud es casi imposible sin pedir a Dios la gracia para ello. Es un aspecto que hay que tener en cuenta y revisar siempre que recurrimos al sacramento de la penitencia. La Virgen María es, como sabemos, gran maestra de oración. Pidámosle  que nos enseñe.


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