P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Dt 30,10-14; S 68; Col 1,15-20; Lc 10,25-37
Lucas es el único evangelista que recoge esta parábola del buen samaritano. Probablemente fue en la misma Jericó, camino hacia Jerusalén, de donde dista unos 27 Km. El camino es tortuoso y ascensional, pues la diferencia de alturas entre Jericó y Jerusalén es de casi 1.000 m. con muchas curvas y parajes peligrosos, aptos para delincuentes incluso en nuestros días.
El doctor de la ley trata de poner en
dificultad a Jesús forzándole a elegir entre los 613 mandamientos que
distinguían, y probablemente iniciar una discusión más o menos tan ingeniosa
como inútil. Jesús le obliga a remitirse al comienzo del texto de la profesión
de fe que los judíos repetían dos veces al día, mañana y tarde: “Amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas y
con toda tu mente”. Añadió también el amor al prójimo, que no estaba incluido,
pero está en el Lev. 19,18 y con frecuencia era recordado también cada día por
gente piadosa.
No quedaba muy bien el doctor de la ley y por
eso añadió una pregunta sobre una cuestión entonces muy discutida: el prójimo,
¿quiénes son prójimos?, ¿quién es mi prójimo? La respuesta de Jesús es
preciosa. Una vez más Lucas demuestra sus dotes de escritor.
“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó”. Ya
hemos indicado que Jerusalén está mucho más alto que Jericó. “Cayó en manos de
unos ladrones, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo
medio muerto”. No era la primera vez que una cosa así ocurría por aquellos
sitios.
Pasaron luego por allí un sacerdote y un
levita. Los dos estaban consagrados al culto a Dios. Tal vez tenían prisa, les
pudo entrar miedo de que les pasara algo igual, desde luego que no era su
misión atender casos así, dieron un rodeo y pasaron de largo.
“Pero un samaritano”. “Un hombre” y “un
samari-tano”. El samaritano era un apóstata, ciudadano de un pueblo enemigo,
eran una mezcla racial de israelitas con paganos, daban culto a Dios y a otros
dioses paganos, no iban a dar culto a Dios en el templo de Jerusalén y lo
hacían en el monte Garizim. Entre judíos y samaritanos había enemistad y odio
profundos. Sin embargo el samaritano
tuvo lástima, se acercó, le vendó las heridas, trató de curarlas con
aceite y vino, lo montó en su cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó.
Pagó toda la cuenta y dejó dos denarios al posadero para que lo cuidara bien. Cuando
de regreso volviera a pasar por aquel lugar, le prometió abonarle todo lo que
gastase de más. Era un hombre, estaba necesitado, había que ayudarle, era “su
prójimo”. No hace falta más: Es un hombre, está necesitado, es mi prójimo, debo
ayudarle, tanto como yo quisiera serlo en circunstancias iguales. “Anda, haz tú
lo mismo, y tendrás vida”. Esta palabra tiene un reverso equivalente: Si no lo
haces, no tendrás vida.
No olvidemos la parábola del juicio final,
que nos ilustra la medida de nuestra vida: “Vengan, benditos de mi
Padre,…porque tuve hambre y me dieron de comer… Vayan, malditos, al fuego
eterno…porque tuve hambre y no me dieron de comer…” (Mt 25, 31ss). Ni tampoco
olvidemos lo de San Juan: “Si alguno dice: amo a Dios y no ama a su hermano,
miente; porque el que no ama a su hermano, a quien ve, a Dios, al que no ve
¿cómo va a amar? Y este mandamiento los tenemos de Dios: que el que ama a Dios,
ame también a su hermano”. (1Jn 4,20-21).
Los Santos Padres señalan que fue Jesús el
primer samaritano que nos encontró desnudos, malheridos y robados por el
Demonio, que nos hizo caer en el pecado. Tuvo compasión de nosotros, vino a
nuestro encuentro, se hizo hombre y se sometió al dolor y a la muerte para que
con su sangre nosotros recuperásemos la vida perdida y nos introdujo en la
Iglesia, representada en la posada de la parábola.
Lo que Jesús ha sido con nosotros, tenemos
que serlo nosotros con el prójimo, es decir con “el hombre”, con todo hombre,
que por el hecho de serlo, es nuestro “prójimo”, es como uno de nosotros, está
llamado a ser hijo de Dios, a vivir de su vida, a vivirla por toda la eternidad,
a ser nuestro hermano.
No debemos suponer que no faltamos contra
este mandamiento. Todo lo que hiere, molesta, agrede, olvida o equivale a
evitar al prójimo en cualquier necesidad grande o pequeña del prójimo es
necesario hacerlo desaparecer de nuestra conducta. Una vida sin presencia ante
el prójimo en sus necesidades no es cristiana. Esto vale hasta para un monje
contemplativo y aislado en su monasterio. Aparte de los mismos hermanos con los
que convive, debe orar, sacrificarse y ofrecerse a Dios por la Iglesia y la
salvación de todos los hombres. Y esto es aún más claro para los que nos
codeamos de continuo con hermanos nuestros en la familia, el trabajo, el centro
de estudios, los grupos eclesiales y otros. Darnos cuenta de la presencia y
cercanía de Dios es simultáneo a estar en presencia y tener presente al prójimo
en cuanto tal, como cercano, como hermano, como algo que me pertenece y afecta.
Recordemos esto cuando vamos a confesarnos,
cuando hacemos un breve examen de nuestra conducta del día antes de acostarnos,
cuando pedimos la bendición del Señor por la mañana, cuando al comenzar la
Eucaristía pedimos perdón de nuestros pecados de pensamiento, palabra y
omisión.
Los evangelios señalan que María lo hizo
cuando fue a visitar a su prima Isabel, avanzada en edad y embarazada, en la
boda de Caná, en la semana de oración de los discípulos previa a Pentecostés.
Con su oración y sacrificio siguió orando y sirviendo a la Iglesia hasta su
final. Con su ejemplo y su intercesión hagamos de cada uno de nosotros una luz
que recuerde que Dios nos ama y que nos ha hecho hermanos.
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