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Homilía del Domingo 5º de Cuaresma (C), 17 de Marzo del 2013

La Confesión, medio de santidad

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Is 43,16-21; S 125,1-6; Flp 3,8-14; Jn 8,1-11


El evangelio de hoy da pie para hablar de un sacramento normal en la práctica cristiana: el de la penitencia, conocido vulgarmente como la confesión, y que también podría designarse como del perdón, la reconciliación o la misericordia de Dios.


Como todos los sacramentos, éste de la penitencia lo tiene la Iglesia recibido de la autoridad de Cristo. Conocemos por San Juan el momento preciso: el día de la resurrección por la noche. “Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados. A quienes se los retengan, les serán retenidos” (20,23). Como Cristo dio una particular relevancia en su misión al perdón de los pecados, su Iglesia debe seguir haciéndolo. Iglesia que no conserve este sacramento, no es la Iglesia completa que fundó Cristo; ha perdido en su caminar algo esencial: el sacramento de la penitencia. Una comunidad cristiana vigorosa usa de ese medio precioso para corregir sus pecados y crecer en Cristo. Y un cristiano consciente y comprometido lo usa con frecuencia, pues la palabra de Dios, la gracia del Espíritu y su propia conciencia le advierten claro aspectos de su vida que no son el debido testimonio de su fe, que no hacen honor a la Palabra de Dios y que hieren la caridad con el prójimo.
La fe es un acto de la inteligencia, que cree y acepta como verdad lo que se nos ha manifestado con la palabra. Es fe humana si se cree a la palabra humana y fe divina si se cree a palabra de Dios.
Sin fe humana sería imposible la vida humana. El niño ha de creer a sus padres, los padres al hijo; el alumno al profesor, y el profesor al alumno; el médico al enfermo y el enfermo al médico. En cuanto para algo entra una relación humana –y esto es una realidad constante– el confiar, el tener fe en el otro es totalmente necesario.
También Dios ha hablado al hombre. La Biblia, en donde encontramos la palabra y la obra de Dios, nos dice que Dios creó al hombre “a su imagen y semejanza”. La misma Biblia enseña que Adán se sentía solo antes de la creación de Eva, a pesar de que era dueño de todos los animales, plantas y riquezas del Paraíso. Únicamente dejó de estar solo cuando Dios creó la mujer, porque –dijo Adán– la mujer era “semejante” a él. Hecho el hombre a imagen y semejanza de Dios, es capaz de conocerle, escucharle y hablarle. Y Dios le ha hablado a lo largo de su historia y le sigue hablando de diversas maneras (v. Heb 1,1-2). Por eso si las relaciones humanas son imposibles sin la fe humana, mucho más lo son las relaciones con Dios si no se cree en Dios, si no se cree a Dios, si no se tiene fe sobrenatural.
El que cree a Dios no puede equivocarse, porque Dios es la verdad y no puede mi engañarse ni engañar. Si nosotros confesamos nuestros pecados con arrepentimiento, debemos estar seguros de que nos han sido perdonados, que han sido arrojados, como dice la Escritura, al fondo del mar. Nadie los puede encontrar, no existen ya. 
 “Tampoco yo te condeno. Anda y, en adelante no peques más”. Pero “¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. Cristo concedió que los fariseos tenían razón pensando así; pero les demostró que él era Dios y podía perdonar los pecados curando al paralítico (v. Mc 2,7-12). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre. Y comenta así esta realidad el Catecismo de la Iglesia Católica: «Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre… El apóstol es enviado “en nombre de Cristo” y “es Dios mismo” quien a través de él exhorta y suplica: “déjense reconciliar con Dios” (2Co 5,20)» (CEC 1442).  
Es muy importante el uso del sacramento de la penitencia en la vida cristiana. Porque el paso de vivir normalmente en pecado a vivir en gracia no siempre es fácil. San Pablo hablando de sí mismo, de su concupiscencia, dice que el pecado habita en él. “Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros” (Ro 7,22-23). Y hablando a todos, dice: “El que crea estar de pie y muy seguro, mire que no caiga” (1Co 10,12).
Y de las personas cuya vida normal está lejos del pecado grave, dice la Escritura: “Cierto que no hay ningún justo en la tierra que haga el bien sin pecar nunca” (Coh 7,20). Por eso difícilmente se progresa en la supresión de raíz de los defectos y en la adquisición de virtudes en alto grado sin el uso del sacramento de la penitencia.
Punto delicado para una buena confesión es el arrepentimiento, que forma un bloque con propósito de la enmienda. Reconocer un pecado pasado como malo y ofensa a Dios y rechazarlo sinceramente incluye la decisión seria de cara al futuro a poner los medios necesarios para evitarlo. La confesión no es una especie de amnistía de multas o impuestos para seguir luego haciendo lo mismo. La mayor dificultad está en quienes no han tomado una decisión semejante y no piensan en el cambio necesario, que exige esfuerzo personal y que suele costar bastante. Ven que el pecado es malo, pero no piensan en mayores esfuerzos para el necesario cambio en su vida. No piensan en ir a misa los días festivos, ni evitar espectáculos malos, ni orar más, ni renovar sus propósitos, ni meterse en un grupo de fe, ni evitar una relación pecaminosa ni otras ocasiones próximas de pecado. Están equivocados. Van al médico pero no se imaginan cambiar hábitos ni medicarse. Aquellos acusadores reconocieron en su conciencia sus propios pecados, pero no se atrevieron a afrontarlos. La confesión exige el cambio de vida, la conversión interior y con frecuencia también un cambio “exterior”.
Hay penitentes que están ya en proceso de conversión. Se esfuerzan con los medios debidos para evitar los pecados, pero caen por la fragilidad humana. Tal vez deben corregir descuidos en el uso de esos medios, tal vez los deben intensificar, pero su intento de conversión es activo y persistente.  Normalmente es necesario orar sobre ese o esos defectos y asumir la cruz de corregirse. La mujer adúltera reconoció su pecado y, de la palabra de Jesús, deducimos que quería cambiar: “No peques más”.
Confesémonos. Es bueno confesarse, pero hagámoslo bien, manteniendo alto el esfuerzo de conversión.



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