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Homilía del Domingo 3° de Cuaresma (C), 03 de Marzo del 2013

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Ex 3,1-8.13-15; S. 102; 1 Cor 10,1-6.10-12; Lc 13,1-9



Ya se habrán dado cuenta con las lecturas de hoy que la Iglesia nos pide que insistamos en el esfuerzo de conversión.
En esta perícopa todo el texto son palabras de Jesús. Primero comenta dos hechos, corrigiendo la mentalidad popular del tiempo que los explicaba como un castigo de Dios por los pecados personales. Tanto la furia de Pilatos como las piedras de la torre habrían alcanzado a pecadores; a los demás no les habría pasado nada. No nos debe extrañar pues también hoy hay quienes piensan así, que las desgracias ocasionales son sólo un castigo para las personas pecadoras. La providencia de Dios haría que sólo alcancen a los pecadores.
Por lo demás el hecho referente a Pilatos entra dentro de su modo de comportarse como gobernante, como aparece en el historiador judío Flavio Josefo. Por abusos semejantes fue denunciado a Roma, depuesto allí y condenado al destierro, donde murió.
Jesús aprovecha ambas noticias para exhortar a todos a la conversión y acentúa su necesidad añadiendo la parábola de la higuera estéril.
El sentido de las palabras de Jesús está bien claro. Quienes en ese momento están presentes representan a gente normal, es decir al conjunto de todos los hombres en su infinita variedad, sin destacar ninguna clase o grupo particular. Comprende también a los discípulos (v. Lc 12, 41-48). Todos nosotros estamos, pues, incluidos y debemos aplicarnos estas exigencias. Así Jesús llama a todos a un esfuerzo de conversión que no debe interrumpirse nunca.
La higuera como símbolo del pueblo y personas elegidas por Dios, que han recibido la revelación de Dios y de las que espera la conversión y el fruto de las buenas obras es frecuente en la escritura. El dueño de la viña es Dios, el viñador representa a cualquiera de los profetas y enviados, pero más especialmente a Jesús mismo. Los tres años que el dueño, Dios, llevaba viniendo a ver la higuera manifiestan la paciencia de Dios que espera mucho tiempo, más que el estrictamente necesario, pues la higuera debería haber empezado a dar fruto desde el primer año. El dueño está cansado de ver sus hojas verdes, pero sin dar fruto alguno. Decide sea arrancada. Pero el viñador, Cristo mismo, le pide esperar todavía más; redoblará sus esfuerzos. Todavía tiene esperanza. Pero si una vez más queda frustrada, entonces sí la arrancará. No quiere hacerlo, pero no habrá más remedio.
La lección es clara: “Si ustedes no se convierten todos perecerán de la misma manera”.
La primera lectura nos narra cómo Dios llamó y envió a su viña a uno de los grandes viñadores que ha enviado a lo largo de la historia. Se trata de Moisés. Dios no es ciego ni sordo. Dios ve la dolorosa situación del pueblo que había elegido. Ese pueblo es anticipo y signo, y representa a toda la Iglesia. Dios ve a muchos de sus hijos de ese pueblo predilecto en la esclavitud del pecado, hambrientos y sin libertad, y se ha fijado en ellos y “baja” para librarlos a una tierra fértil, que quiere darles para que sean libres en ella. Esa “bajada” la hace el Señor por medio de Moisés al que le encarga esta misión. El nombre que da de sí mismo, que es el Dios de sus padres, Abrahán, Isaac y Jacob, es difícil de interpretar. Pero el “Yo soy el que soy” o simplemente “Yo soy” parece que significa “el Dios que está cercano de ti”, el que no te abandona. Dios no deja abandonado ni perdido a nadie. Jesús dirá de sí mismo que ha venido a salvar lo que estaba perdido, que es el pastor que busca la oveja perdida, para que se convierta y se salve. El salmo responsorial lo confirma: “El Señor es compasivo y misericordioso. Perdona todas tus culpas, cura todas tus enfermedades, te colma de gracia y de ternura”.
En la segunda lectura San Pablo explica cómo las infidelidades de los israelitas en el desierto son un motivo de escarmiento para nosotros. A pesar de las muchas intervenciones extraordinarias de Dios muchos de ellos prevaricaron y no llegaron a la tierra prometida. “El que se cree seguro, ¡cuidado! Que no caiga”. La tentación y el peligro de pecar nos acechan siempre.
En ningún momento el viñador cesa de vigilar su viña. Corta los sarmientos secos y la limpia continuamente para que dé más y mejor fruto (Jn 15,2). Esa acción del viñador, que llamamos “gracia”, continúa estimulando el esfuerzo de los obreros de la viña, que atendieron la invitación de ir a trabajar. A nadie es permitido enterrar ningún talento. Hay que seguir quitando vicios y defectos. El que no se esfuerza, no es porque no los tenga sino porque no quiere verlos y se conforma con una vida rutinaria. Pueden ser defectos cuyas raíces permanecen, virtudes que sólo se han alcanzado a medias. No olvidemos el mandato de Jesús a todos: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).
Para mantenerse en esa actitud de conversión, de mejora constante de las virtudes, ayuda la lectura y meditación de la palabra y de las vidas de santos y otras obras espirituales y desde luego la oración frecuente y aun diaria. El sacramento de la penitencia es medio magnífico, si se usa debidamente, en este proceso incesante de conversión. Otro medio es el de la dirección espiritual. Y sin duda es necesaria una actitud decidida aceptando las cruces más diversas y el ejercicio constante y vigilante de la caridad.
Resumiendo: para mantenerse en mejora y conversión continua es necesario que la fe, la esperanza y la caridad estén conscientemente vivas y actuando. Que la Virgen María nos alcance esta gracia que nos estimule y empuje siempre.


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