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Homilía del 3º Domingo de Adviento (C)


Con la alegría del Señor

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Sof 3,14-18; Is 12,2-6; Flp 4,4-7; Lc 3,10-18


Tal vez algunos lo hayan advertido. Parece haber contradicción entre el evangelio y los otros textos litúrgicos. Las dos primeras lecturas estimulan el sentimiento de alegría ante la perspectiva de la venida del Señor en Navidad: “Regocíjate…alégrate y goza de todo corazón”. “Griten jubilosos”. “Estén siempre alegres en el Señor…El Señor está cerca”. En la oración colecta, que expresa la petición central al Señor en este domingo hemos pedido “llegar a la Navidad –fiesta de gozo y salvación– y poder celebrarla con alegría desbordante”. Sin embargo en el evangelio se nos vuelve a recordar la necesidad de corregir nuestra conducta, de convertirnos: “El que tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene... No extorsionen, no denuncien en falso… Viene uno con más poder que yo… separará el trigo de la paja, recogerá el trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga”.

En realidad no hay contradicción. La auténtica liberación del hombre es la de quedar libre de su pecado. Y nadie puede liberarse de sus pecados sin la acción de Jesucristo. Por eso la gran noticia para todos los hombres ha sido y es que “ha llegado” ya nuestro Salvador. Se ha inaugurado por fin la historia del perdón y de la gracia.
Porque Dios Padre por el gran amor con que nos amó y nos ama, habiendo pecado el hombre y perdido la gracia, la dignidad y el don de su filiación y de formar una familia con Él, prometió y cumplió el remedio enviando a su Hijo unigénito para hacerse hombre en el seno de la Virgen María, enseñar lo que cada hombre debería hacer para recuperar lo perdido, y merecerlo para todos ellos con su obediencia al Padre hasta la muerte cruz.
En el orden de los acontecimientos humanos, de lo que se designa como “historia” (aunque el momento cumbre será el de su muerte en el Gólgota) momento clave del comienzo de esta obra salvadora es el del nacimiento del Hijo de Dios en Belén. La Navidad es por eso el primer acontecimiento histórico que hace visible la decisión salvadora de Dios. La Iglesia lo celebra con alegría, con las expresiones más grandes de alegría y de agradecimiento a Dios por su decisión, por la “terquedad”, digamos, de librar a los hombres de sus pecados. Nadie tiene más motivos que nosotros, los que tenemos fe, para la alegría.
La 1ª lectura fue dirigida por el profeta a los desterrados en Babilonia. Ciro había decretado el final de su destierro. Todos podían volver a su país. Una explosión de alegría se produjo en todos ellos. Dios lo hizo, Dios influyó en el corazón de Ciro. El profeta lo celebra y anima a celebrarlo: “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel, alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena”.
La “hija de Sión”, “Israel” y “Jerusalén” representan a la Iglesia, el rey Ciro representa a Jesús. En la Navidad Dios viene, Dios salva. Para aquellos israelitas la vuelta a pie desde Babilonia a Palestina suponía un esfuerzo enorme. Pero se dispusieron a hacerlo con gran alegría. Merecía la pena. Tal vez hay quienes sienten como muy duro dejar una vida de pecado y volver. Pero la alegría de verse libre del pecado y encontrarse con Cristo merece la pena por muchos años que se lleven en destierro. Hagan suyo el canto responsorial, tomado de Isaías: “¡Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel!”.
San Pablo, encarcelado, insiste en lo mismo a sus queridos filipenses: “Estén siempre alegres en el Señor. Estén alegres. Que todo el mundo les conozca a ustedes por su bondad. El Señor está cerca”. La cercanía de Dios, si es que se le ama, da paz y alegría. Estén alegres porque el Señor está cerca, porque les ama (no lo olviden), porque les ha perdonado, porque quiere darles su gracia para ayudarles y para que puedan ver su rostro y amarle en su esposo/a, en sus hijos/as, en sus padres, en sus amigos y en sus enemigos. La familia es la primera gruta de Belén donde encontrar a Cristo. Y entonces oren, supliquen y den gracias. Sobre todo den gracias ¡por tantas cosas! Es muy bueno, para tener siempre a Dios presente, la costumbre de darle gracias con frecuencia. Es verdad que entonces “la paz de Dios custodiará sus corazones y pensamientos en Cristo Jesús”.
Y, como la gente, también nosotros hacemos la pregunta: “¿Entonces qué hacemos?”. Porque el misterio de Belén no nos debe dejar pasivos ni indiferentes. Y la respuesta es la misma: No importa lo que somos. Cambiemos. Si el pecado todavía nos tiene aprisionados, hagamos el esfuerzo; confiemos; podemos liberarnos. El egoísta, que sólo piensa en sí mismo, que se vuelva a descubrir las necesidades de los demás y las remedie cuando puede; que dé de lo que le sobra a quien no tiene nada. El que tiene poder y fuerza, que no abuse de él, sino que lo use para servir. Renovarse en el Espíritu. Abrirse a toda virtud. Quitar de sí el egoísmo y el pecado. Esforzarse en obrar bien, en hacer el bien a todos, en aprender, como los pastores, las lecciones que Belén nos da.
Enseña San Ignacio que el Espíritu, a los ya convertidos del pecado que se esfuerzan en practicar mejor toda virtud, les comunica paz y alegría intensas. Nadie dejemos estos días de ir a Belén, de vivir de su alegría, de hacerla crecer, de hacer que con ella nuestro corazón se acerque más a Dios. Belén es una buena escuela y José, María y el Niño muy buenos maestros.



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