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Homilía del 24º Domingo TO (B), 16 de Septiembre del 2012

Ninguna otra gloria, la cruz de Jesucristo

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Is 50,5-10; S. 114; St 2,14-18; Mc 8,27-35



El texto de este evangelio es inmediato al del domingo pasado. Cronológicamente tienen lugar en los días finales  del viaje del que hablamos. Cesarea de Felipe es una de las ciudades de la región Decápolis. Fue reconstruida de otra anterior por Herodes Filipo y la llamó así en honor del emperador romano César Augusto y de sí mismo. Este Herodes Filipo fue hijo de Herodes el grande, quien obtuvo del emperador romano el título de tetrarca y el gobierno de aquellas tierras, que no pertenecían a Palestina. Jesús lleva ya como un año y medio de predicación y está casi a un año de su muerte.
Como ya les expliqué, es un tiempo que Jesús dedica a la preparación más intensa de sus discípulos. Un día, caminando con ellos, les hace una pregunta clave, para medir hasta dónde han llegado en el conocimiento de su persona después de ver y oír tantas cosas maravillosas durante casi dos años: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”. Solo Pedro da con la respuesta acertada: “Tú eres el Mesías”. En el paralelo de Mateo tenemos la felicitación de Jesús, que ya hemos comentado otras veces. Una vez más aparece Pedro tras el texto de Marcos, cuya fuente primera es la catequesis de Pedro en Roma. Pedro humildemente suele silenciar o bajar el tono de todo lo que pueda redundar en alabanza propia, como aquí las palabras de Jesús, que conocemos por Mateo. Desde luego que Pedro ha tenido experiencias de Jesús especialmente ricas: En su primer encuentro ya Jesús le miró de una manera especial y anunció su cambio de nombre, que era el Simón, por el de Pedro o “piedra”, símbolo del fundamento que un día sería de su Iglesia. Luego tuvo otra experiencia profundísima con la primera pesca milagrosa. Luego la curación de su suegra sin haberle pedido nada, de forma tan sencilla y al mismo tiempo tan poderosa. Hace no mucho tiempo anduvo sobre el agua sacudido por la tempestad, le suplicó y evitó que se hundiera. Al día siguiente en Cafarnaúm tuvo una gracia especial reconociendo la promesa de Jesús sobre la eucaristía como palabras de vida eterna. Ahora le manifestaba creer que era el Mesías y todavía más: que era el Hijo de Dios bendito, como recuerda el texto de Mateo. La respuesta llenó de entusiasmo a Jesús, que le hizo promesa formal de dejarlo tras su muerte al frente de su Iglesia con plenos poderes y el don de la infalibilidad.
Sin embargo cuando oye a Jesús desvelar su futuro de cruz, no entiende nada, cree que Jesús está desvariando y aun se atreve a increparle. Jesús le corrige durísimamente. Llega a llamarle Satanás e incluso llama a sus discípulos y otras personas que están hablando con ellos y los desafía a servirle hasta la muerte llevando también una cruz. Y hace de esto una condición necesaria para salvarse eternamente: “Miren, el que quiera salvar su vida la perderá –es decir, se condenará– pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará”.
No seamos crueles con San Pedro. También a nosotros nos resulta casi imposible de aprender esa verdad. Otras dos veces se la repetirá Jesús solemnemente a los doce. Nada. Necesitaron la enorme gracia del Espíritu Santo en Pentecostés. A pesar de que la cruz aparece muchas otras veces en el Antiguo y en el Nuevo Testamento en el camino del Mesías.
Todos queremos ser felices; pero somos nosotros mismos los que nos ponemos los mayores obstáculos. El primero es precisamente la no aceptación de la cruz como condición para seguir a Cristo. Ningún santo ha llegado al cielo sin haber pasado por muchas tribulaciones. Atiendan a tantas advertencias de Dios sobre lo mismo. La primera lectura de hoy es una: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba, etc.”. También en el evangelio hemos escuchado: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Cuando lean la Palabra, no dejen de prestar atención a tantos textos que nos recuerdan esta necesidad de abrazar nuestra cruz. Tengan devoción a Cristo crucificado.
Como les he recordado otras veces, hay que vivir la fe con espíritu deportivo. El atleta se cansa, sufre, pero se siente feliz porque logra sus objetivos venciendo o batiendo su propio récord. Así debemos afrontar todo lo que nos hace sufrir. El sufrimiento nos asemeja a Jesucristo. El sufrimiento, aceptado con paciencia y mejor con alegría, nos va transformando en Cristo; el sufrimiento por Cristo nos dará unos réditos del ciento por uno; con el sufrimiento ofrecido a Dios colaboramos también en la salvación de otros hermanos nuestros así como Cristo con los suyos nos redimió a nosotros y al mundo entero, alcanzando gracias para su salvación.
Y ya que la oración es en todo caso necesaria para dar cualquier paso en la vida sobrenatural, oremos para llevar con paciencia, fe y alegría las cruces grandes y pequeñas de la vida normal; las que recibimos de los acontecimientos y las que nos causan los defectos de las personas y nuestras limitaciones. No hagamos tragedia de lo desagradable que nos ocurre a diario en la vida. No retrocedamos a añadir la sal del sacrificio que la vida corriente de familia, de trabajo y de convivencia nos exige para que ésta sea una ofrenda generosa de amor a Dios y al prójimo.
Yo les aseguro que poniendo de esta manera sus plantas en las huellas de Cristo crucificado, sus espíritus rebosarán de la alegría del Espíritu de Cristo, que lo verán cerca y sentirán su gracia con frecuencia.   
Antes de ayer fue la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, ayer la memoria de Nuestra Señora de los Dolores; que, por su intercesión, el Señor que nos conceda la gracia de “no gloriarnos sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Ga 6,14).


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