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Homilía del 17º Domingo TO (B), 29 de Julio del 2012

Sacramento de nuestra fe


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


Lecturas: 2Re 4,42-44; S 144; Ef 4,1-6; Jn 6,1-15





San Marcos precisa con exactitud que este milagro de multiplicación de los panes tiene lugar al regreso de la prueba de entrenamiento apostólico. El domingo pasado vimos las instrucciones dadas por Jesús. El milagro de la multiplicación de los panes y los peces lo narran los cuatro evangelistas; incluso Juan, que tiene como norma no tocar lo que ya está consignado por alguno de los sinópticos. Sin embargo esta vez lo narra amplia y detalladamente, como hemos podido apreciar en el texto leído. Juan lo hace porque inmediatamente narrará la promesa de la Eucaristía al día siguiente en la sinagoga de Cafarnaúm con una discusión fuertísima, en la que gran parte de los oyentes se niegan a creer, dudan algunos de los mismos discípulos y San Pedro interviene de forma decisiva. Para Juan éste es un momento clave de Pedro, como para los sinópticos lo es el de la promesa del primado.
Todo esto, así como la narración de la institución de la Eucaristía por los tres sinópticos y por San Pablo (1Cor 11), la dimensión eucarística de las apariciones de Cristo resucitado, como ya comentamos, la conducta de la Iglesia desde Pentecostés que crece con la lectura e instrucción de la palabra, la oración, la eucaristía o fracción del pan y la comunicación de bienes, es, entre otras, señal del valor esencial que tiene la Eucaristía en la Iglesia de Jesucristo. Donde no hay Eucaristía, no hay Iglesia de Jesús. Cuando Jesucristo instituye la Eucaristía en la última cena con sus discípulos, concluye la consagración del pan y del vino con este mandato: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19; 1Cor 11,23.25).
También en el Antiguo Testamento hay símbolos de la Eucaristía. La primera lectura de hoy da cuenta de uno. Pero el más grabado en las mentes de aquel Pueblo Elegido es el maná diario. Y con razón; 40 años haciendo llover diariamente el alimento para toda una enorme multitud, es algo que solo Dios puede hacer. Gracias al maná aquel pueblo pudo caminar y atravesar el desierto durante cuarenta años.
A nosotros nos da en lugar del maná la Eucaristía: su cuerpo y su sangre.  Lo dirá Cristo al día siguiente en la sinagoga de Cafarnaúm, explicando el milagro del día anterior: “Éste es el pan que baja del cielo para que lo coman y no mueran. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,50-51).La vida de que habla es la de la gracia. La recibimos en el bautismo. Ya hablamos mucho de ella. Su mantenimiento y fortalecimiento se realizan, pues, en la Eucaristía.
Enseña el Concilio Vaticano II que la Eucaristía es el punto culminante del culto que la Iglesia da a Dios y es el origen de toda gracia que la misma Iglesia pueda comunicar. ¿Cómo es esto así?
Cristo mismo instituyó la Eucaristía en la Última Cena. “Habiendo amado a los suyos –dice Juan– los amó hasta el fin” (Jn 13,1); con el mismo amor con que se entregaba por nosotros, entregaba su vida por todos los hombres para el perdón de los pecados. Tomad y comed; tomad y bebed. No me olviden. Sigan haciendo esto, para que mi  recuerdo y mi presencia no desaparezcan de ustedes.
El punto culminante de la obra de Cristo es su muerte para el perdón de los pecados de la humanidad. La muerte de Cristo digamos que, como la ola, va bañando toda la playa hasta el último grano de arena. Así la eficacia perdonadora de esa gracia va alcanzando, a medida que avanza la historia, hasta el último hombre que exista. Esa obra de misericordia, que solo puede ser obra de Dios y que alcanza a todo hombre, es simbolizada y realizada en el sacrificio de la Eucaristía, en la Misa. Es simbolizada por la entrega representada en los alimentos del pan y el vino que se entregan a quien los recibe para que su desaparición se transforme en la vida del viviente y la haga crecer; es simbolizada también en la doble transformación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre, lo que nos recuerda la muerte en la cruz por nuestros pecados.
Pero, como todo sacramento, la Eucaristía no se limita a ser un símbolo recordatorio, pero sin vida y cuya acción no es sino la que ponga la persona viva que lo experimenta. Los sacramentos (y la Eucaristía) obran y actúan ellos en la persona a quien alcanzan. Porque el sacramento hace lo que simboliza. Por eso la Eucaristía, símbolo de la muerte de Cristo, culmen, resumen de toda su obra redentora, su punto culminante y fuente de toda gracia, tiene su efecto, que es lógicamente el punto culminante y el origen de toda gracia. No hay cosa más grande que pueda ofrecerse a Dios y de ella viene a la Iglesia toda gracia.
Pero además toda la existencia y obra de Cristo desde su Encarnación, pasando por su predicación y sus milagros, su pasión y muerte, resurrección y ascensión, constitución y obra de la Iglesia, cobran sentido, vida y eficacia del misterio de Cristo, cuyo punto culminante es su muerte y resurrección.
Tras la consagración el sacerdote nos recordará: “Éste es el Sacramento de nuestra fe”. Ustedes responderán: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”. Nos referimos al último día de la historia, que no debemos temer los que hemos creído en Él; pero no excluimos el hoy de nuestra historia diaria. Ya explicamos cómo Jesús resucitado sigue acompañando nuestros pasos. Ese “¡ven, Señor Jesús!” que nos sea cada domingo una inyección de entusiasmo cristiano, también de alegría por la fe y de coraje olímpico para llevarla a todos los rincones de nuestro propio yo, de nuestra familia, de nuestro querido Perú, del mundo que no tiene otro sentido que Cristo. Porque: “Señor, ¿a quién íbamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).




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