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Homilía del 3º Domingo de Pascua (B), 22 de Abril del 2012

Cristo Resucitado en los sacramentos

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Hch 3,13-15.17-19; S. 4; 1Jn 2, 1-15; Lc 24,35-48





Este evangelio viene a ser en parte el duplicado de Lucas de la primera aparición de Jesús en el Cenáculo, que el domingo pasado leímos en el texto de Juan. Los dos discípulos, con los que comienza, son los que iban a Emaús. Se encuentran con la comunidad, que ya cree en la resurrección porque “se ha aparecido a Simón” Pedro. Pero a ellos no les creen.
Hechos como éste son frecuentes. Estamos dispuestos a creer en milagros y experiencias de Dios tal vez en el Papa y en grandes santos, pero nada más. Sin embargo también a personas corrientes y aun a pecadores y no creyentes Dios sigue saliendo al encuentro. San Ignacio de Loyola, basado en la experiencia, encuentra muy extraño que una persona que, buscando conocer la voluntad de Dios, se retire del mundo para hacer los ejercicios espirituales, no tenga experiencias de Dios. Está seguro de que Dios le hablará como a los dos de Emaús. 
El grupo, que ya cree, representa a la Iglesia. También Jerusalén simboliza a la Iglesia, que es la nueva Jerusalén. Todas las apariciones, que los evangelios nos narran, hablan de la Iglesia como lugar de encuentro con Jesús resucitado. A Cleofás y su amigo la fe en Cristo resucitado los ha reconducido a la comunidad, a la Iglesia. Pero también los demás, aunque no lo han visto,  están allí porque han creído en el testimonio de Pedro, el designado un día como piedra sobre la que Jesús edificaría su Iglesia y a quien dijo que tras sus previstas negaciones reuniera a sus hermanos (v. Lc 22,32-34). Así lo ha hecho. Lo vimos también en el caso de Tomás. Hoy quiero insistir en los sacramentos dados por Cristo a su Iglesia como lugar de su encuentro con nosotros.
Para vencer la falta de fe de algunos todavía, Jesús come de los restos de la cena y les invita también a hacerlo por lo menos a algunos. Es un claro signo, una vez más, de que la Eucaristía es lugar apto, privilegiado en verdad, para aumentar la fe y tener la experiencia de Jesús resucitado. También lo fue en Emaús y lo será en el Tiberíades tras la gran pesca. 
Pero no sólo la Eucaristía. “Toda celebración sacramental es—dice el Catecismo—un encuentro de los hijos de Dios con su Padre en Cristo y en el Espíritu Santo” (CEC 1153). “Celebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren la gracia que significan (Conc. Trento, DS 1605s). Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; Él es quien bautiza, Él que actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia que el sacramento significa. Como el fuego transforma en sí todo lo que toca. Así el Espíritu Santo transforma en vida divina lo que se somete a su poder… Siempre que un sacramento es celebrado conforme a la intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en él y por él (CEC 1127,1128).
En los sacramentos, que son signos de la gracia de Cristo, son como imágenes de los misterios salvadores de Jesús resucitado que irradia y hace presente y operante la imagen de Cristo en quien lo recibe. Desde Cristo y por medio del sacramento la imagen de la humanidad de Cristo glorioso se proyecta como por medio de un espejo o fotografía o pantalla televisiva y transforma nuestra propia humanidad a imagen de la del Señor. “La luz de Cristo crucificado y glorificado—dice un gran teólogo— ilumina el centro personal del hombre.  Quien recibe los sacramentos se sumerge de modo misterioso en la gloria de Cristo del modo en que la luz lo llena todo y hace que todas las hace que todas las cosas participen de su luminosidad”. (v. M. Schmaus, Teologia dogmática, 1963, V, 56).
Lo dicho nos estimula a todos a procurar activar la fe cuando recibimos los sacramentos. Al sacramento de la penitencia acudamos con el mayor dolor y propósito de enmienda, debidamente preparados, con la actitud del deportista espiritual, que no se detiene nunca ni contenta con la perfección alcanzada, sino que con la luz y el empuje del Espíritu trabaja siempre por amar más y mejor en todas las cosas.
Dígase lo mismo de esta eucaristía de cada domingo. Tiene una importancia especial. Es, enseña el Concilio Vaticano II, “la fuente y el culmen de la vida de la Iglesia”. Tiene una doble sacramentalidad: la del sacrificio, con la doble consagración, símbolo sacramental del sacrificio de Cristo en la cruz por nuestros pecados y de su amor hasta la muerte, que nos hace presentes a aquel momento único, fuente de nuestra salvación; y la de la comunión del cuerpo de Cristo, sacramento cargado también de realidades que se acumulan en los símbolos del cordero pascual, de la muerte liberadora del primogénito, del maná, del pan que se multiplica para dar la vida a los hambrientos de Dios, de la cena fundadora de la Iglesia, de la memoria de su mandamiento de amor y de su oración por la unidad.
Hemos de venir a la eucaristía de cada domingo con la fe mayor que podamos. Somos la Iglesia ofreciendo al Padre, estando presente con nosotros Cristo, nuestro Sumo Sacerdote. Con la fe más encendida recordemos nuestra consagración bautismal al entrar en la iglesia y santiguarnos con el agua bendita, participemos con nuestras respuestas, cantos y gestos, hagamos nuestras las oraciones que en nombre de todos hace el sacerdote, escuchemos la palabra para que nos siga iluminando y empujando, ofrezcamos con Cristo nuestra cruz, con el amor de Cristo nuestro amor a él y a los hermanos, comamos de un mismo pan y démonos la paz. Participar así en la eucaristía renueva el corazón, la Iglesia y el mundo entero.


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