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Homilía del 2º Domingo de Pascua (B), 15 de Abril del 2012

Creo en la Iglesia fundada por Jesucristo, fuente de Luz y de Verdad

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas Hch 4,32-35; S. 117; 1Jn 5,1-6; Jn 20,19-31


Les indiqué el domingo pasado que todas las apariciones de Cristo resucitado nos hablan de la Iglesia. Cristo resucitado viene a nuestro encuentro en la Iglesia. Creo importante insistir en el esfuerzo de hacerles caer en la cuenta del valor y necesidad que tenemos de la Iglesia para encontrarnos, conocer y vivir con y de Cristo.

Es claro que, al hablar de la Iglesia, no nos referimos a los edificios, sino a esta sociedad humana, que llamamos “Iglesia católica, apostólica y romana”, formada por personas, que hoy son millones, que coinciden en creer como verdades un conjunto preciso de afirmaciones de orden religioso y moral, están organizadas socialmente de un modo concreto y especial y tienen como jefe supremo en la tierra al Papa.

Esta Iglesia ha sido fundada por Cristo y ha sido Cristo el que le ha dado la misión que deberá cumplir, los poderes divinos para ello y la asistencia de su Espíritu hasta el fin del mundo.

Esto se ve al leer con atención los evangelios. En ellos aparece clara la intención de Cristo desde el principio de formar un grupo de discípulos, que conviviesen con él al estilo de los grupos de otros rabís o maestros de la ley. Apenas terminados los 40 días de oración y ayuno regresa camino de Galilea, pasa por donde el Bautista bautiza e invita a dos de sus discípulos, Juan y Andrés, que se quedan ya con él. Al día siguiente invita a Simón Pedro, el hermano de Andrés, y a Felipe. Luego a Natanael y con ellos, como “discípulos” va a la boda en Caná. Poco después a los cuatro primeros les repite la llamada y les dice que los hará “pescadores de hombres”. Después de algún tiempo—no parece ser mucho—escoge a doce “para que estén con él”—es decir le acompañen siempre—“y enviarlos a predicar” en su nombre y con su autoridad (Mc 6,6-13; Mt 10,40). A ellos dedica buena parte de su tiempo; les explica el contenido de las parábolas, que para otros no quedan del todo claras; les corrige sus defectos como el de la ambición de ser los primeros; les pide que sigan siempre unidos y pide al Padre esa gracia de su unidad; les pone a Pedro como su cabeza, expresando su propósito de fundar una iglesia, “su Iglesia”, distinta de la que forman los creyentes judíos; a ellos los envía tras su resurrección, dándoles su Espíritu, el poder de perdonar los pecados, encargándoles seguir su obra, haciendo más y más discípulos suyos—es decir de Cristo— bautizando al que crea, dándoles el poder de hacer milagros y garantizando que estará con ellos hasta el fin de los tiempos.

La fe en Cristo resucitado los reúne. Habiendo oído que se ha aparecido a Pedro, creen en el hecho y se juntan en el Cenáculo. Entonces se les aparece a todos Jesús. La experiencia de Cristo resucitado se da preferentemente en la Iglesia. Y, si se da fuera como en el caso de los dos de Emaús y también en San Pablo, la experiencia de Cristo vivo los lleva a Iglesia. Ella es el cuerpo de Cristo, de la que Cristo es la cabeza, que comunica su vida a cada miembro, como la vid a sus sarmientos. Por eso es teológicamente un grave error eso de “Cristo sí, Iglesia no”.

Sin Iglesia no hay Cristo. Lo vemos en Santo Tomás. El domingo de resurrección no estaba con los demás y, pese a ser uno de los doce, de los elegidos, no tuvo la experiencia de Cristo resucitado. Pero, una vez vuelto, pese a la frustración y soberbia que le impedían creer a todos los demás, tuvo la humildad de no marcharse. Y el buen pastor que busca la oveja perdida, se apareció especialmente para él ante todos los demás, dándole la gracia de una fe modelo y estímulo para todas las generaciones; en él ha querido Cristo enseñarnos una gran verdad: que él está en la Iglesia y está vivo, y en la Iglesia lo encontramos; encontramos su presencia, su palabra, su verdad, su perdón, su gracia, sus sacramentos, su vida, su Espíritu. Porque “sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20).

De la Iglesia como la viña predilecta del Señor habla la Sagrada Escritura ya en el Antiguo Testamento. Simboliza al pueblo de Israel, pueblo elegido por Dios entre todos, objeto de las predilecciones de Dios. Pero recuerden que el Antiguo Testamento es una preparación para el Nuevo y que todo lo que en él se dice, se dice de Cristo, que es la palabra definitiva de salvación del Padre. La viña primera no le dio frutos, pero esta sí los dará. El primero de estos frutos es la verdad. Cristo es la verdad y la Iglesia, llevando Cristo a los hombres, también es la verdad. La expresión de Dios en la Escritura “miren que estoy con ustedes” expresa la garantía total de la asistencia de Dios para que su enviado cumpla lo que se le encomienda. Dicha a los discípulos manifiesta el compromiso de Cristo que les garantiza el cumplimiento de su misión. Y su misión es la de llevarles a Cristo, que es la verdad. Todo el que es de la verdad, oye su voz. Por eso la Iglesia, cuando habla en nombre de Cristo, no puede equivocarse; es Cristo mismo quien habla por medio de ella. Los católicos estamos seguros de que, cuando la Iglesia nos dice algo sobre lo que tenemos que creer y obrar para nuestra salvación, con la plena autoridad que ha recibido de Cristo, Cristo la asiste, es infalible y nosotros participamos de su infalibilidad aceptando su doctrina.

Todos debemos fomentar el amor y la confianza en la Iglesia, orar por ella y colaborar en su obra con nuestras limosnas, oraciones, sacrificios y acción personal. Hoy se habla mucho contra la Iglesia; y, hay que decirlo, normalmente con ignorancia y sobre todo sin amor. Procuremos conocer su obra actual, su historia, las figuras de sus santos, que son ejemplo para nosotros, sus enseñanzas. Hoy hay muchos medios para ello. Incluso las páginas tristes y oscuras de su historia nos confirman que es Dios quien la protege y defiende hasta contra ella misma. En la barca de Pedro no naufragaremos nunca.

La misa de cada domingo es el momento cumbre de nuestro encuentro con Cristo en la Iglesia: gran ocasión para dar gracias a Dios, pedirle que la siga asistiendo y fortalecer nuestra fe y amor a ella. Hagámoslo con María, Madre nuestra y de la Iglesia.





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