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Homilía - 4º Domingo TO(B), 28 de Enero del 2012




Sólo Jesús nos libera del Diablo y su poder


P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.

Lecturas: Dt 18,15-20; S. 94; 1Co 7,32-35; Mc 1,21-28



Todo conocedor de los evangelios sabe que las relaciones de Cristo con Satanás y los demonios en general fueron y son una continua guerra. Apenas bautizado, Cristo es tentado por el Demonio y desde el comienzo de su apostolado aparece expulsando demonios, como lo atestigua el evangelio de hoy, que pertenece al capítulo primero de San Marcos. Aunque, siguiendo la opinión general de su tiempo, los evangelios incluyan casos que la medicina de hoy considere como patologías psicológicas, no se puede negar que algunos casos son de verdaderas posesiones diabólicas; así el caso del endemoniado de Gerasa, en que los demonios piden entrar y entran en la piara, que se precipita al mar; o el mismo de hoy, en que el Demonio habla, grita, revuelca al poseso, manifiesta la mesianidad de Jesús (“el Santo” es sinónimo del Mesías) y obedece a Cristo, que le manda como a tal demonio, no teniendo éste más remedio que obedecer de inmediato.


Del Demonio, cuya existencia real es verdad de fe definida, enseña la escritura que fue el que nos trajo la muerte: “Dios creó al hombre incorruptible; lo hizo imagen de su misma naturaleza. Mas por envidia del Diablo entró la muerte en el mundo” (Sb 2,23s.). El texto recuerda el pecado de Adán, tentado por el Demonio, y su castigo (Ge 3,3.19; Ro 8,12).


Jesús, que ha venido a salvar a su pueblo de sus pecados (v. Mt 1,21), asume desde el principio la lucha con Satán, que es propia de su misión. Se hizo hombre “para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir al Diablo” (Hb 2,14s.), “para deshacer las obras del Diablo” (1Jn 3,8). También Marcos, sobre todo en sus primeros capítulos, dedica mucha atención al combate de Cristo con el Demonio.


El evangelio de hoy se refiere muy probablemente al primer sábado de Jesús en Cafarnaúm y primera vez en que habla en su sinagoga. No es conocido, pues nunca antes estuvo en esta ciudad; ha llegado hace pocos días con sus discípulos, Pedro y Andrés y alguno más, que sí viven allí y son conocidos; se alberga en casa de Pedro. La sinagoga para Jesús es la gran oportunidad de darse a conocer, pues va todo el mundo y el jefe de la sinagoga, tras las primeras oraciones, invita a que un voluntario lea la Escritura y la comente a los asistentes. Solía hacerlo algún escriba, que había estudiado alguno o algunos años en Jerusalén; no eran grandes especialistas y solían remitirse a lo que todo el mundo decía y a lo que quedaba en su memoria o apuntes, citando de continuo a sus maestros de Jerusalén. El evangelio destaca que Jesús intervino y que asombró a todos la forma en que lo hizo; Marcos indica también la causa: “les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”.


Pero no quedó ahí la cosa. Porque, aprovechando el silencio, un poseído por un espíritu inmundo (forma clara de designar al Diablo) se pone a vociferar, llamando a Jesús por su nombre, designándole como el Mesías (“el Santo de Dios” que es lo mismo) y manifestando un gran miedo: “¿has venido a destruirnos?”. Y Jesús con una autoridad inusitada, sin miedo ni duda alguna, sin invocar a poder alguno superior, con solas dos palabras, “calla y sal de él” libera y sana al endemoniado.


“Habla con autoridad”, con mucha más autoridad que los letrados que estudiaron en Jerusalén. Esto es nuevo, no se ha dado una cosa así nunca. “Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen”. ¿Qué es esto? Él mismo lo dirá: Pues que aquí hay uno que es más que el Demonio, que puede curar y perdonar los pecados, lo cual es cosa propia sólo de Dios (Mc 2,10); que come con los pecadores porque son los que necesitan del perdón de los pecados (Mc 2,17): que es el vino nuevo desconocido hasta ahora (2,22); que es el señor del sábado (2,28), que es el día de Dios, ante cuyos pies caen los demonios gritando: Tú eres el Hijo de Dios (Mc 3,11); que da ese mismo poder a sus discípulos a los que elige “para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los demonios” (Mc 3,15; 6,13).


Esa lucha contra el Demonio también la tenemos que dar nosotros. Porque el Demonio no va a dejar de darla. Lo hace de tres formas: Por la posesión, por el pecado y por las tentaciones de la concupiscencia. Me centraré en las dos últimas: el pecado y la activación de la concupiscencia. Nadie se libra. Se lo anunció Jesús a los discípulos antes de la pasión (Lc 22,31). Lo constata el apóstol San Pedro en su carta (1Pe 5,8). Forma parte de las peticiones fundamentales que Cristo incluye en la oración que nos dejó para dirigirnos al Padre: “Perdónanos nuestras deudas…No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal o del malo” (Mt 6,12-13), pues de las dos formas puede traducirse, pero viene a significar lo mismo. Porque “el malo” es claramente el Demonio y “el mal” es el pecado y otros males temporales, como el hambre, las enfermedades, las persecuciones, en una palabra, todas las cosas que contrarían al hombre y pueden llevarle al pecado si no se sabe afrontarlas con paciencia y resignación.


Sólo Cristo tiene poder para librarnos del Diablo, del pecado y de la tentación. Cristo se ha hecho hombre y ha muerto en la cruz para librarnos del pecado y del imperio de Satán (Hb 2,14). El que hace el pecado es esclavo e hijo del Diablo, dice Jesús (Jn 8,34.44). Mientras estemos en este mundo estamos sujetos a la ley del pecado (Ro 7,19.23) y por eso tenemos que invocar siempre a nuestro Salvador. “En pecado me concibió mi madre” (S. 51,7). Pecado es desde luego todo pensamiento, palabra, obra u omisión contra lo prescrito por Dios y se nos manifiesta en esa voz que resuena en la conciencia de todos; pero pecado también se entiende aquí ser ese sustrato natural de todos que nos inclina, facilita, estimula desde lo interior hacia el mal, hacia lo vergonzoso, lo egoísta, lo vengativo, lo cainita que se oculta en nuestro interior, y nos frena para el amor, la generosidad, el agradecimiento, la compasión, la generosidad y lo bueno en las mil formas en que pueda realizarse. “Queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta” (Ro 7,21).



Caigamos en la cuenta. Nadie puede librarse del pecado, ni realizar sin defecto el amor a Dios y al prójimo que la fe nos propone; nadie puede librarse plenamente del influjo de Satán si no es por la gracia, el apoyo, la presencia y acción de Cristo; nadie puede vencer completamente los vicios y deficiencias morales de su natural adquiridos consciente o inconscientemente si no es por la acción de Cristo en su corazón. “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, que me lleva a la muerte? (Ro 7,24). Sólo Cristo nos puede librar del dominio de Satán, del poder del pecado, de la muerte eterna. Sólo hay un Salvador, a Él necesariamente hay que llegar, invocar y confiar de mano de María hagámoslo.






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