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Unidad de Dios y Unidad de Pareja - 1º Parte

P. Vicente Gallo, S.J.

1. "Los dos serán una sola carne" (Mt 19,5)


La relación de pareja en el matrimonio puede estudiarse, para tratar de entenderla, desde una visión de reflexión humana. Pero los cristianos, debemos hacerlo desde la fe en el plan de Dios, que nos lo revela la Biblia. Vivir ese plan de Dios, además de entenderlo, es la espiritualidad del matrimonio cristiano, nuestro tema.

Jesús, como Palabra de Dios que es él para nuestra fe, preguntado acerca del matrimonio proclama que el matrimonio es unión del marido y la mujer para toda la vida. Para que los escribas y fariseos lo entendieran, apela a lo que en la Biblia se dice desde el principio: “Dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Gén 2, 24). Y añade Jesús: “De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien: lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6). Para quienes creemos en Cristo, esta es una Palabra definitiva de Dios (Jn 1, 18).

La Biblia, desde el comienzo mismo, presenta al hombre como creado a “imagen y semejanza de Dios” haciéndolos hombre y mujer para vivir unidos en matrimonio (Gén 1, 26-27). Pero “a Dios nadie le ha visto nunca” (Jn 1, 18). A Dios sólo podemos conocerlo según lo que de El nos ha revelado su Hijo Jesucristo (Mt 11, 27), quien es la Palabra de Dios que “se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14), y que vino del cielo para manifestar a los hombres el nombre de Dios (Jn 17, 6): Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas siendo el único Dios, no tres Dioses sino uno solo.

De ese único Dios verdadero, “el hombre”, el varón junto con la mujer, es una imagen o retrato de Dios, y es un semejante a Dios con quien El pudiera tratar: no sólo como para tener con quien hacerse compañía, sino con quien pactar una Alianza. Cuando Jesús dice, del hombre y la mujer, que Dios los creó para que, unidos en matrimonio, “ya no sean dos sino uno, y lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, sin duda alguna pensaba en lo que él sabía y revelaba acerca de Dios, que siendo tres Personas distintas hacen un Dios único.

Dios es el infinitamente feliz. Pero es feliz así, siendo como es, Tres Personas en Relación de Amor, puesto que “Dios es Amor” (1Jn 4, 16). “Nosotros hemos conocido el Amor que Dios nos tiene y hemos creído en El” (1Jn 4, 16). “El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4, 7). Así nos dice la Palabra de Dios hecha carne para revelarnos los secretos de Dios (Mt 11, 25-27). En consecuencia, quien es “imagen y semejanza de Dios” desde la diferencia de ser dos siendo varón y mujer, no solamente debe hacer “uno” como lo es Dios en tres Personas distintas, sino que sólo podrá ser feliz, como lo es Dios, viviendo la relación de pareja a “imagen y semejanza” del Amor que vemos en Dios, en la verdadera Unidad de la Intimidad que será una realidad hermosa viviéndola en el amor.

Solamente la fidelidad en el amor produce la verdadera felicidad; como Dios es infinitamente feliz por la infinita fidelidad en el Amor de sus tres Personas. Vivir el amor matrimonial desde la fe, con una fidelidad semejante a como la viven las tres Personas divinas haciendo un solo Dios, lo hemos dicho y lo repetimos, es lo más fundamental de la espiritualidad del matrimonio cristiano. No es para sentirse desdichados vivir bajo el yugo pesado de una fidelidad tan absoluta, sino para ser felices de veras, con una felicidad semejante a la de Dios, abrazando decididamente la opción de la total fidelidad.

En la vida de matrimonio es un hecho que son dos los que permanecen pareja en su relación de amor; no sólo dos personas distintas, sino varón el uno y mujer el otro, con las diferencias que tiene el ser varón frente al ser mujer. Unas diferencias que no desaparecerán ellas solas con el correr el tiempo de vivir juntos; sino que deben mantenerlas, porque cada uno tiene el deber de mantener su propia personalidad para con ella entregarse al otro y hacerse felices ambos de esa manera.

Desde que nació cada uno, el mundo les enseñó a vivir cada uno su propia vida, les enseña a buscar la felicidad manteniéndose dos en el matrimonio, y les pone ante los ojos los demás matrimonios que viven siendo de veras dos, para buscar en ello el modo de no perder su felicidad personal. Pero Dios los llama a ser uno, “una sola carne”: hechos uno al casarse, deben mantener esa unidad cumpliendo la promesa de fidelidad en el amor del uno al otro; amor que Dios lo ha puesto en el corazón de ambos, amor con el que Dios los unió, amor como es el Amor de Dios, amor que deben mantener sin fisuras, porque está sentenciado: “lo que Dios ha unido, nunca lo separe el hombre”. La fidelidad en el matrimonio no es sólo no caer ninguno de los dos en el adulterio, sino mantenerse siempre firmes en la Unidad que Dios hizo con ellos al unirlos en matrimonio, para que ello sea el modo de ser felices.

Desde la fe en Dios y en su plan para el matrimonio, los dos esposos tienen la obligación de trabajar el logro permanente de ser Uno en la vida de Relación de pareja, entendiendo el amor no como lo entiende el mundo, sino como lo entiende Dios. Tenemos larga experiencia de tal Amor todos los que hemos creído en ese Dios que se nos ha mostrado dándonos a su Hijo para que vivamos de él.

Como ya lo enseñó San Pablo, desde el comienzo de la fe cristiana, es un amor que siempre les exigirá comprenderse el uno al otro, servirse el uno al otro, no tenerse envidia, no exhibirlo con arrogancia, no creerse importantes por estar amando; un amor que no admite malos modales, ni busca ver qué saca del otro amándole, que no se irrita con cólera por cualquier falta del otro en el amor; no lleva cuentas de lo malo que halle en el otro (para un día podérselo echar en cara) ni se alegra de algo malo que encontró, sino que se goza con la verdad de lo bueno y hermoso que el otro tiene. Un amor que disculpa al otro sin límites, que cree en el otro sin límites, que sigue esperando en el otro sin límites, que aguanta al otro sin límites y, en consecuencia, es un amor que nunca pasa (ver 1Co 13, 4-8). Así es el Amor que siempre hemos visto en Dios y en el que hemos creído; y ese es el amor con el que deben amarse los esposos que se casaron delante de Dios por la fe que tienen en El.

La penosa realidad que encontramos en muchos matrimonios de cristianos, que se casaron ante la Iglesia con su Sacramento, radica en que, ya cuando se casaron con el Sacramento, no conocieron lo que eso era, ni creyeron en las obligaciones que implicaba el casarse así. Nadie se lo hizo conocer, ni siquiera el sacerdote que en nombre de la Iglesia presidía y acogía el Sacramento. Tampoco llegaron a conocer lo que es el Amor de Dios, diferente de lo que en el mundo se llama “amor”; por lo que no se casaron con “el amor de Dios puesto en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5), ni se amaron nunca con ese amor, sino con lo que el mundo llama “amor”.

Cuando después de casados alguien se lo hace conocer, es normal que digan lo que a mí me dijo un esposo en trance de separarse de su esposa, pero que aún pensaba que la seguía amando: “Puedo afirmar que nunca he amado así a mi mujer; nadie me lo enseñó hasta ahora”. Reconocía los errores que él había cometido en el matrimonio, se sentía culpable de ellos; pero, al concluir con la afirmación que refiero, le parecía que todos esos errores eran secundarios: lo principal era que nunca supo entender bien el amor. Ahora, quería amarla de verdad y recomenzar así su matrimonio.


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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.

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