P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Is 55,6-9; S 144; Flp 1,20-24,27; Mt 20, 1-16
El evangelio de hoy trata de un aspecto de la revelación, que no nos resulta fácil de comprender ni de aceptar. Un exegeta de calidad dice que esta perícopa es de las que más errores padece en su interpretación. No es la primera vez que les voy a hablar del tema. Vuelvo a procurar hacerlo con la mayor claridad, pues es fundamental en la vida cristiana.
La viña representa a la Iglesia. El dueño es Dios Padre. El capataz es Jesús. Los trabajadores son los hombres. El salario de un denario por el trabajo de un día era el salario diario normal. Representa la retribución al final de la vida que recibiremos en el cielo por haber vivido cristianamente y además otras gracias que Dios puede comunicarnos en esta vida, como explicaré. El trabajo representa el esfuerzo necesario que debemos realizar todos y cada uno para que la viña, la Iglesia, produzca los frutos esperados por el Señor: nuestra propia salvación eterna, el crecimiento en las virtudes y las buenas obras.
La primera lección es que nadie puede ir a la viña si el dueño no le invita. Es la primera verdad fundamental: sólo por una invitación de Dios se puede entrar en la Iglesia. Es normal el error de creernos que nosotros nos bastamos para adquirir las virtudes y evitar el pecado. Pero no es cierto. La fe (y con ella las virtudes teologales, que las da Dios) son don de Dios y no se adquieren sino porque Dios las da gratuitamente.
Quien fue bautizado apenas nacido recibió esta gracia a primera hora sin ninguna aceptación consciente y piensa que es algo natural, pero no es así. Lo sabemos por la Iglesia, que conserva la ciencia de la revelación que Dios nos ha manifestado. En el orden sobrenatural todos los hombres nacen sin gracia, privados de ser hijos de Dios, porque nuestros primeros padres con su pecado perdieron el privilegio para sí y para todos sus descendientes. El camino de nuestra salvación tiene su comienzo en una acción de Dios, sin que ninguno de nosotros haya hecho antes nada que la provoque. Este es el caso del bautismo de los niños, que recién reciben en él el don del Espíritu Santo, la gracia santificante, que es participación en la vida divina de Cristo resucitado, que nos une a él como miembros a su cabeza, de donde procede la nueva vida divina, que hace hijos adoptivos pero verdaderos de Dios. Debemos dar gracias a Dios por ello, por ejemplo cuando nos santiguamos o usamos el agua bendita, recordatorio del bautismo. Los que crecieron sin el bautismo, entrarán en la Iglesia cuando se conviertan y así ellos también por el bautismo entran en la Iglesia, la viña del Señor. Lo mismo la oveja perdida, que dejó la viña, no podrá volver si no llega a sus oídos la invitación del buen pastor. Es de fe que para que un infiel y un pecador se conviertan es necesario que Dios le salga al encuentro, le llame, le invite, le anime a entrar o a volver.
Pero además la realidad supera los símbolos de la parábola. Dios nos ha revelado que, aun estando en gracia de Dios, para perseverar y para realizar cualquier obra buena sobrenaturalmente meritoria es necesario que Dios actúe en el entendimiento y en la voluntad antes, en y concluyendo: “Sin Cristo no podemos hacer nada” (Jn 15,5).
De aquí la importancia de la oración para progresar en las virtudes y superar los propios defectos morales. Cuando un vicio o un defecto moral persevera, a pesar de las confesiones frecuentes, conviene reflexionar si se pide al Señor la gracia en la oración y se acompaña también con el esfuerzo personal. Ambas cosas son necesarias. El mejor carro no avanza un metro si no tiene combustible o no hay chofer. El combustible en nuestro caso es la gracia de Dios, que nos la da en la oración, y el piloto es cada uno, que debe colaborar siguiendo la voz de la gracia.
Pero el dueño de la viña no pierde el tiempo. Tiene más interés en llamar nuevos operarios que el que puedan tener ellos mismos. Dios llama a todos en algún momento de su vida, “porque Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. Dios puede invitar a la conversión mientras alguien, por pecador que sea, alienta todavía en este mundo. De aquí la importancia de orar sin descanso por los pecadores y los moribundos. Quienes tengan un ser querido alejado de Dios, oren sin descanso por su conversión, ofrezcan sacrificios. Conseguirán esa gracia.
Al final del día el dueño ordenó al capataz pagar a todos lo mismo. Protestaron los contratados desde el comienzo del día. El señor les respondió que no tenían derecho a más; por un denario diario los contrató y un denario cobraban. Creo que muchos hubiéramos reclamado como ellos. Pero el dato enseña algo importante. De hecho Dios nos invita a trabajar en su viña no una sola vez, sino muchas veces, se puede afirmar que muy repetidamente. Cada vez que tenemos una inspiración o un deseo de ser mejores seguidores de Cristo, es que Dios nos está invitando. Tal vez antes no respondimos o lo hicimos perezosamente; pero Dios en poco tiempo, en un instante, puede volver a llamarnos y aun darnos una gracia mayor que nos haga dar un salto de calidad en nuestra fe, esperanza y caridad, en el modo como le servimos, en nuestro caminar a la santidad. Al buen ladrón le aseguró el paraíso el mismo viernes santo. De San Pablo a Ananías, que se negaba a bautizarlo dada su historia persecutoria, se le dijo que no temiera porque “aquel hombre era un vaso elegido por el Señor” (Hch 9,15). ¡Cuántos santos y santas se convirtieron en edad avanzada y llegaron a gran santidad! Nadie ponga límites a Dios. Lo que importa es dejarse llevar por su gracia, respondiendo cada vez mejor a sus inspiraciones. Confiemos siempre en esta posibilidad, es confiar en Dios.
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Conciso y claro; de muchísima utilidad para quien está comenzando el camino. Gracias.
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