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Ambientación histórica y social del proceso de redacción de los evangelios en la primitiva Iglesia.
La teología está al servicio de la misión de los laicos. Concretamente, ha de ayudar a enfrentar el desafío actual del diálogo con las otras religiones para construir una sociedad de paz y de justicia.
Lecturas: Hch 8,5-8.14-17; S. 65; 1Pe 3,15-18;Jn 14,15-21
El texto leído pertenece al llamado Sermón de la Cena, el diálogo de Jesús en ella con sus discípulos. La angustia paraliza el corazón de los discípulos porque Jesús ha dicho que les deja y que les vienen momentos duros. Pero les promete repetidamente que les enviará el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, defensor y consolador.
Con estas lecturas la Iglesia nos prepara para festejar con fruto espiritual las grandes solemnidades de la Ascensión de Jesús al cielo y de la venida del Espíritu Santo y nacimiento de la Iglesia en Pentecostés. Recuerden que las fiestas litúrgicas de la Iglesia no son mero recordatorio de hechos y personas sino acontecimientos que sacramentalmente renuevan y realizan en los corazones las obras y gracias que traen a la memoria.
Dentro de quince días Pentecostés culmina la cuaresma y la pascua. ¿Qué gracia se nos promete si vivimos el misterio a fondo? Lo primero que con estas palabras asegura Jesús es que está seguro del amor de sus discípulos y por ello les enviará un Defensor. No todos reciben el Espíritu Santo. Sólo ellos lo recibirán, “el mundo no puede recibirlo”. El mundo son los que no creen y siguen atados a “la concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida”, como Juan lo describe en otra parte (1Jn 2,16). En cambio –dice Juan– ustedes, que se esfuerzan en guardar los mandamientos, “lo conocen, porque vive con ustedes y está con ustedes”.
Recuerden que el domingo pasado les decía que la Iglesia quiere que este tiempo de Pascua todos sus hijos conozcamos y vivamos mejor, admiremos y agradezcamos mucho los grandes dones que Cristo resucitado nos aporta, y así nos esforcemos más en mejorar nuestra capacidad para recibirlos y disfrutarlos con más abundancia. El don principal y raíz de los demás es el don del Espíritu Santo. El nos hace “templos de Dios” (1Cor 3,16) y trae consigo la inhabitación del Padre y del Hijo.
Yo me atrevería a pensar que algunos de ustedes, afortunadamente no todos, están como entonces los discípulos. Entienden poco de lo que el Señor dice en estas y otras palabras parecidas. Sin embargo el Señor mantiene su deseo y su pedido al Padre para que todos ustedes reciban el Espíritu Santo, Defensor de su fe, el Espíritu de la verdad. Dichosos ustedes. Hay otros que no lo van a recibir ni pueden recibirlo, porque ni lo ven ni lo conocen. ¿Qué saben del Espíritu los que no han tenido la suerte de recibir el Evangelio y los que, habiéndolo recibido, ni se preocupan de vivir según su norma de vida y aun lo rechazan?. “El mundo no puede recibirlo”. Ustedes en cambio sí pueden y lo van a recibir, “porque vive con ustedes y está con ustedes”.
“Dentro de poco el mundo no me verá”. Se refiere a los que todavía le van a poder ver unas horas hasta su sepultura. Luego sólo le podrán ver los discípulos yu los que crean. “No les dejará huérfanos, volveré”. Por la resurrección de los muertos y por el don del Espíritu Santo.
Les llamo la atención una vez más de las veces que ustedes han tenido la gracia de sentir la presencia cercana de Cristo. Han “visto al Señor” en momentos en momentos de gracia fuertes, muy fuertes. Ha tenido la experiencia de un Dios que les ama y perdona, o de que Jesucristo ha muerto por su amor, o que en la Eucaristía Jesús ha entrado en su alma y les ha transmitido vida y amor, o que la palabra del Evangelio cobraba vida no fuera sino dentro de ustedes.
Era el Dios vivo, era Cristo vivo que les enviaba el Espíritu y ese Espíritu de la verdad les manifiesta las verdades de que son hijos de Dios, les ama, les ha perdonado y que Jesús les comunica su vida, su luz y su verdad.
Estimulen su fe durante estos días, en particular en estas dos semanas de preparación. Oren; la oración es el gran medio. Pidan al Señor que su Espíritu les llene y dirija sus actos todos (por ejemplo el mismo voto que, como ciudadanos, tienen que dar el próximo domingo para el bien común de nuestro país). Que el Señor les inunde con su gracia y con su Espíritu el próximo Pentecostés, dentro de dos domingos.
Porque el Espíritu Santo, que da luz y fuerza para obrar y manifestar la fe, no es sólo para el Papa, los obispos y sacerdotes, sino para todos los que creen, para ustedes también. Prepárense y pídanlo con fuerza y fe estos días, muy especialmente por medio de María, que sostuvo y atizó el fervor de los discípulos en el primer Pentecostés y que por la acción del Espíritu fue virgen y madre de Dios, y al pie de la cruz nos fue dada como madre de la Iglesia.
La búsqueda del amor de Dios debe ser el empeño de nuestras vidas. Y Jesús nos enseña la forma de alcanzar el amor.
Entre otras lecciones de Jesús en estos versículos, hay una en que junta el amor y el cumplimiento de los mandamientos: “si me amáis, guardareis mis mandamientos”. Estas palabras de Jesús nos hacen recordar las cláusulas de la Alianza que Dios estableció con los judíos, por medio de Moisés en el monte Sinaí: Ustedes serán mi pueblo si guardan mis mandamientos; o sea que la relación amorosa entre Dios y los hombres, incluye el que éstos cumplan con los diez mandamientos.
A la vista salta que se han juntado dos cosas que parecerían contrapuestas: el amor y el cumplimiento de la ley, el legalismo y el afecto, el deber que puede ser exigido y el amor que es enteramente libre. Pero es un contraste solamente aparente. No es que Jesucristo ponga una condición arbitraria para amarle a él, cumplir los mandamientos; se trata de hacernos caer en la cuenta que nuestro amor a El no sería auténtico si no se manifiesta en una vida pura; el llevar una vida de acuerdo con los mandamientos de Dios, es la muestra de la autenticidad de nuestro amor.
Así en la afirmación de Jesús, casi podríamos decir que las dos frases son equivalentes: guardar los mandamientos es amar a Jesús, amar a Jesús es guardar los mandamientos. Si se ama a Jesús de veras, surge, como necesidad interior el actuar de acuerdo a los mandamientos, aunque éstos no estuvieran ni escritos, ni mandados. Y es hermoso descubrir que Dios se considera amado por el hombre, cuándo éste respeta a sus padres, cuando defiende la vida, cuando respeta todo lo del prójimo. Cada acto de éstos, que decimos de cumplimiento de los mandamientos, en realidad es un verdadero acto de amor, y así deberíamos considerarlo.
Por eso hay que entender cabalmente lo que son los mandamientos, para liberarlos del carácter legalista que frecuentemente les damos, y para preservar su verdadera esencia. El puro legalismo nos lleva a un cumplimiento externo de la ley, y no nos lleva a querer con todo el corazón lo que ella manda. Pero si esto está mal en las leyes humanas, peor es en la ley divina. Supongamos que una persona no trafica en drogas, sólo por la sanción en que puede incurrir; ése tiene un sentido puramente legalista, y muy pobre como ciudadano, no ha interiorizado la ley, en su corazón no hay un valor correspondiente a la ley.
La ley de Dios, los Mandamientos, son parte de la Alianza (pacto de amor) que Dios ha establecido con los hombres. Ya desde el Sinaí, los mandamientos son elemento esencial de esa amistad con Dios llamada Alianza.
Pero también con respecto a ellos, podemos tener un sentido puramente legalista: no hago esto, o lo otro, porque está prohibido, o porque me puede caer un castigo, pero no he interiorizado los valores implicados en los mandamientos. Y éstos sólo de verdad se cumplen cuando hacemos parte de nuestro corazón los valores en ellos contenidos. Lo que me mandan los mandamientos es que yo tenga en el corazón un amor profundo y dedicado a mi familia, que me entregue con generosidad y afecto a servirles; me mandan que en mi corazón haya un amor ilimitado a la vida y que la cuide como un don de Dios, que cuide el bienestar de mis hermanos en cuanto de mí dependa; me mandan que cuide con respeto mi cuerpo porque es un santuario de Dios, y lo mismo el cuerpo de mis hermanos. Y así en todos los mandamientos: lo referente a la honra, a la verdad y a cada una de las cosas que hay que respetar, como señal de nuestro amor al prójimo. Se trata en cada caso de que en mi corazón haya un verdadero deseo de esos valores que Dios nos ha enseñado en los mandamientos.
O sea que debo convertir cada mandamiento en un objeto de amor. Mi cumplimiento debe ser de corazón, y además pensando en Dios que me los ha dado, para que le dedique mi vida a El afectivamente y efectivamente. Por otra parte hay que añadir algo más: cuando Jesús nos dice que para amarlo a El hay que guardar los mandamientos, nos dice que hagamos todo lo que los mandamientos nos piden por El. El fundamento de cada mandamiento es la voluntad de Jesús, el querer de Dios. En este mismo sentido decía San Agustín la conocida frase. “Ama y haz lo que quieras”.
Los mandamientos de Dios y el amor a Dios van así unidos. Los mandamientos son en realidad un camino de amor. Una cosa a la que un buen cristiano aspira es a amar de verdad a Dios, a llenar de amor su corazón. Es cierto que no hay mejor forma de vivir que estar enamorado; y no hay amor más cautivador que el amor de Dios. Tenemos una forma de caminar hacia el amor, de construir el amor: guardar los mandamientos, que El nos ha dado. +
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 25 de mayo de 2011
[Vídeo]
Queridos hermanos y hermanas:
Con el ejemplo del patriarca Jacob, continuamos hoy con el tema de la oración. La Biblia lo describe como un hombre astuto que ha conseguido las cosas con el engaño. A un cierto punto, se plantea volver a su tierra y enfrentarse a su hermano, al que le quitó la primogenitura. Espera la noche para pasar con seguridad un vado, pero algo imprevisible sucede; alguien le sale al encuentro, sin que él pueda prevenirse. Todo el relato nos plantea su lucha, que no tiene un vencedor claro, dejándonos al rival en el misterio. Finalmente, se revela que éste es Dios, que vence a Jacob haciéndole tomar conciencia de su realidad, de su ser más íntimo, expresado en su nombre; pero, en su derrota, Jacob vence, pues consigue de Dios su bendición, no la que robó a su padre con el engaño, sino la que se ha ganado en este combate espiritual. La bendición lleva consigo un cambio de nombre, que es, en definitiva, un cambio de realidad; ya no es aquél que engañaba, sino el que ha vencido a Dios, manifestando a todos, sin embargo, que Dios es el que vence. Ese combate es modelo de la búsqueda perseverante del rostro de Dios y de la victoria que se encuentra en la conversión y el perdón. La oración requiere cercanía, es una lucha, en la que hace falta fuerza de ánimo y tenacidad para conseguir la bendición, que sólo alcanzamos cuando reconocemos nuestra debilidad y nos abandonamos a su misericordia.
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DÍA OCTAVO
Llamados al servicio de la reconciliación
Génesis 33, 1-4 Esaú corrió al encuentro de Jacob, lo abrazó y lloraron.
Salmo 96, 1-13 Digan a las naciones: “el Señor es rey”.
2 Corintios 5, 17-21 Dios hizo la paz con el mundo por medio de Cristo.
Mateo 5, 21-26 Deja tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano…
Las oraciones de esta semana nos han llevado a hacer un planteamiento común. Guiados por las Escrituras, somos llamados a volver a nuestros orígenes cristianos, los de la Iglesia apostólica de Jerusalén. Vimos su perseverancia en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones. Al término de nuestras reflexiones sobre la comunidad cristiana ideal presentada en los Hechos 2,42, volvemos de nuevo a los contextos nuestros actuales: realidades de divisiones, de insatisfacciones, de decepciones y de injusticias. Y allí, la Iglesia de Jerusalén nos plantea la siguiente cuestión: ¿a qué somos llamados, aquí y ahora, cuando terminamos esta Semana de oración por la unidad de los cristianos?
Los cristianos de Jerusalén de hoy nos sugieren una respuesta: somos llamados sobre todo al servicio de la reconciliación. Oramos por la unidad de los cristianos para que la Iglesia sea signo e instrumento de curación de las divisiones e injusticias políticas y estructurales; para una coexistencia justa y pacífica entre judíos, cristianos y musulmanes; para que crezca la comprensión entre las personas de todas las creencias e increencias. En nuestras vidas personales y familiares, la llamada a la reconciliación debe también encontrar una respuesta.
Jacob y Esaú, en el texto del Génesis, son hermanos y sin embargo extranjeros uno del otro. Su reconciliación se produce mientras se podía esperar un conflicto. La violencia y las prácticas de ira se dejan de lado mientras que los hermanos se encuentran y lloran juntos.
El reconocimiento ante Dios de nuestra unidad como cristianos, y también como seres humanos, nos conduce al gran canto de alabanza del salmo hacia el Señor que gobierna el mundo con justicia y amor. En Cristo, Dios busca reconciliarse con todos los pueblos. San Pablo, que lo describe en nuestra segunda lectura, celebra esta vida de reconciliación como “una nueva creación”. La llamada a reconciliarse es una llamada a dejar actuar en nosotros la fuerza de Dios para hacer nuevas todas las cosas.
Una vez más, sabemos que esta “buena noticia” nos invita a modificar nuestra manera de vivir. Como San Mateo lo relata, Jesús nos exhorta con determinación: no podemos seguir presentando nuestras ofrendas en el altar sabiendo que somos responsables de las divisiones y de las injusticias. La llamada a la oración por la unidad de los cristianos es una llamada a la reconciliación.
ORACIÓN
Dios de la paz, te damos gracias por enviarnos a Jesús para reconciliarnos en Él contigo. Danos la gracia de ser verdaderos servidores de reconciliación en nuestras Iglesias. Ayúdanos a ponernos al servicio de la reconciliación de todos los pueblos, en particular en tu Tierra Santa, el lugar donde quieres abatir el muro de separación entre los pueblos, y reunir a todos en el Cuerpo de Cristo, ofrecido en sacrificio en el Calvario. Llénanos de amor a unos y a otros, para que nuestra unidad sirva a la reconciliación que deseas para nuestro pueblo y para toda la creación. Te lo pedimos en el nombre de Jesús, en la fuerza del Espíritu. Amén.
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Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.
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La vida es un caminar continuo, y Jesús nos da una meta maravillosa para nuestro caminar, EL PADRE, y además se nos ofrece El mismo como nuestro camino: así la vida es caminar al Padre a través de Jesús.
La Iglesia, a través de su liturgia, y a través de las lecturas bíblicas en las que nos hace meditar, prolonga por varios domingos la reflexión sobre la Resurrección, el hecho central de nuestra salvación. Para profundizar sobre el significado de este hecho central, hoy nos pone esta lectura del Evangelio de San Juan, en que se contienen lecciones fundamentales de lo que significa la Pascua de Jesús, o sea, su paso de este mundo al Padre.
El párrafo que leemos hoy es parte del discurso de despedida de Jesús de sus apóstoles en la Ultima Cena. Jesús dialoga con sus amigos y les dice que no se pongan tristes por su partida; Jesús los estaba observando con especial interés y afecto y los ve con el ánimo por el suelo; esa noche de la Ultima Cena estaba cargada de emociones, de tristeza. Y por eso quiere animarles; la razón que da para consolarlos es doble: informarles a dónde va El mismo, y que la separación será breve, porque ellos le acompañarán pronto.
Uno de los apóstoles, Tomás, que había estado escuchando con atención, sin perderse ni una palabra, le pregunta ¿y cómo se va a ese sitio que parece estupendo? Estamos hablando de viaje, de lugar de llegada, pero ¿cómo se va hasta allá? Una pregunta del todo natural. A la que Jesús responde: Yo mismo soy el camino, y la verdad y la vida. Aquí está dando Jesús una respuesta profunda a lo que Tomás le pregunta, y está dando una respuesta a todos los que pueden preguntarse por el sentido de sus propias vidas: Jesús nos dice a todos los que necesitamos una orientación clara y segura para nuestras vidas, que El es el camino, y la verdad, y la vida.
Cuando Cristo resucite (este diálogo que comentamos está teniendo lugar en la Ultima Cena del Jueves Santo) podrán al fin entender qué camino tan maravilloso es: Jesucristo resucitado es el camino, así será nuestro futuro.
Y para reforzar su afirmación añade: nadie va a al Padre, sino por mí; para llegar a la meta del camino de la vida que es el Padre, hay que ir por Jesús. No hay otro camino por donde ir. Aquí ya ha respondido algo más de lo que preguntaba Tomás, y dice a dónde lleva este camino: al Padre. Todo esto debería dejar plenamente en paz a estos apóstoles turbados por los acontecimientos trágicos que se avecinan: el encarcelamiento y la muerte de Jesús. Todo esto debería dejarnos tranquilos a nosotros, cuando sufrimos y sentimos amenazas: el camino de tu vida te lleva por Jesús a tu Padre.
Felipe, también está atento al diálogo, parece que los apóstoles ni respiran para oír bien todo lo que está diciendo Jesús. Felipe, pues, interviene en el diálogo: entonces, dice él, nos basta que nos muestres al Padre: si estás consolándonos, si dices que el camino que eres tú conduce al Padre ¿entonces por qué no nos enseñas al Padre? así quedaremos satisfechos.
Jesús llega al final de la plenitud de su enseñanza diciendo que el que lo ha visto a El, ha visto al Padre. Como diciendo: ustedes han estado contentos conmigo, me conocen, pues ya conocen al Padre; yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí. La de Felipe es una pregunta que muchas veces nos hacemos ¿cómo es Dios?, es lo mismo que decir: ¡muéstranos al Padre! Jesús, al identificarse con el Padre, además de darnos una lección teológica sobre el misterio de su consubstancialidad con el Padre, nos está poniendo al alcance de los ojos la realidad de Dios.
El Padre es como Jesús. Dios es de bueno como Jesús: Dios Padre se interesa por los hombres para salvarlos, como Jesús. Como Jesús es amigo que nunca falla (pues Jesús se define como amigo de sus discípulos), y defiende a los suyos (como cuando Jesús defendió a los apóstoles que son atacados por los fariseos). El corazón del Padre está lleno de una ternura inacabable para atender a los niños, y a todos los que son como niños, sin prisas. Que es firme cuando se hace necesario, que goza con un paseo en barca y contemplando los lirios del campo. El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. Para nosotros, especialmente después que el Hijo de Dios se encarnó y vivió en nuestro mundo, Dios no es un desconocido. También San Pablo dirá, a este propósito, Cristo es la imagen visible del Dios invisible (Col 1, 15).+
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