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El Matrimonio: un llamado a la santidad, 4º Parte

P. Vicente Gallo, S.J.


4. El camino de la santidad es para todos difícil


Juan Pablo II habló así en la Homilía de esa beatificación que comentamos anteriormente: “Queridos esposos: todo camino de santificación es difícil, y el vuestro también lo es. Cada día afrontando dificultades y pruebas para ser fieles a vuestra vocación, para cultivar la armonía conyugal y familiar, para cumplir con vuestra misión de padres, y para participar en la vida de la sociedad en el mundo. San Pablo nos dice que ‘toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender, para corregir y para educar en la virtud’ (2Tim 3, 16). Sostenidos por la fuerza de la Palabra de Dios, podemos insistir “a tiempo y a destiempo, reprendiendo y exhortando, con toda comprensión y pedagogía’ (2Tim 4, 2)”.

Nos dijo también: “La vida matrimonial y familiar pueden atravesar a veces momentos de desconcierto...y la tentación del desaliento. También en estas situaciones se puede dar un gran testimonio de fidelidad en el amor, que llega a ser más significativo todavía cuando llega la purificación en el crisol del dolor”. Y recordó también a las familias, en esa Homilía, que por dificultades y por el dolor pasó también María siguiendo a Cristo con fidelidad hasta el pie de la Cruz. Pero que “la gracia del Sacramento” ayuda a los esposos a “elevar continuamente los brazos al cielo” como Moisés y la Primera Iglesia; para que, a la vez, sostengan los brazos de la Iglesia a fin de que no falte jamás a la misión de interceder, de consolar, de guiar y de alentar a la pobre humanidad, hoy más que nunca de esa ayuda de la Iglesia.

Mantenerse fieles en los compromisos mutuos adquiridos ante Dios al casarse, es tarea difícil: “prometo amarle, respetarle y ser su ayuda todos los días de mi vida”. Hacerlo “todos los días” es lo prometido y lo verdaderamente difícil. Hay días de luz, de entusiasmo en el amor, de motivos visibles para tomar la decisión de amarse. Pero hay que hacerlo también en días de pura rutina, incluso de hastío, de ofensas acaso involuntarias, de reproches, de problemas económicos, laborales, o de salud; tomar “la decisión de amar al otro” en esos días es difícil.

Mantener la paternidad responsable, sujetando la fuerte pasión del gozo sexual y ponerlo sólo al servicio del amor profundo, como Dios ama, y para la procreación como Dios la quiere, es muy difícil. Hacer siempre extensivo el amor de la pareja al servicio fiel a la sociedad, en la vecindad, en la vida laboral, en todo el vivir haciendo un país bien constituido, que son deberes para las familias, es también tarea difícil de llevarla adelante siempre.

Aplicar la inspirada Palabra de Dios, como nos ha recordado San Pablo (2Tm 3, 16), a la relación de la pareja y a la educación de los hijos, es verdaderamente hermoso y es iluminador para quienes no conocen nuestro Sacramento del Matrimonio. Y es algo muy difícil a la hora de ponerlo en práctica. Amar como Dios ama al cónyuge y a cada uno de los hijos, en todas las situaciones, es lo único que logra la relación deseable, la única válida de veras. Pero es indudablemente muy difícil mantenerlo “todos los días de la vida” como cada uno lo prometió a Dios, es decir, en todas las situaciones.

El Papa hablaba de “los momentos de desconcierto, “la tentación del desaliento”, y “la prueba del dolor”, como casos frecuentes en todas las parejas y en las familias. Siempre ha sido así . En nuestros tiempos son todavía más frecuentes esas situaciones de dificultad. Cuando el trabajo es más agobiante y nos absorbe el tiempo y el humor; cuando el dinero es tan difícil de ganarlo con suficiencia, los gastos son tan provocadores y tantas las “necesidades” nuevas, que serían prescindibles, pero que resulta obligado cubrirlas. Cuando el mundo entero está montado como está, y nos hace a todos ser como es él. Es muy difícil mantenerse fieles en las promesas hechas al casarse.

Solamente los cristianos, viviendo el sacramento y siguiendo el ejemplo de María y José los esposos de Nazaret, podremos decir al mundo cómo se superan esas dificultades tan comunes y tan graves para mantener en el matrimonio la fidelidad al amor con el que Dios unió a las parejas enamoradas. Ello sólo se hará siendo santos como Luiggi Beltrame y María Corsini beatificados por Juan Pablo II.

Orar juntos la pareja unida en matrimonio, no sólo es grato a Dios que ve, a quienes El unió, dirigirse a El en una sola plegaria, y los llena de bendiciones; será también lo que más hace de ellos ser uno en vez de ser dos. Esa oración de los dos esposos juntos, hace que la Iglesia sea de veras en ellos Una y Santa, siendo “orante” en medio del mundo; como debe serlo Cristo desde su Cuerpo en este mundo, el mismo que ante el Padre está por siempre vivo para interceder por nosotros (Hb 7, 25).

Uno de los beatificados por Juan Pablo II, después del correspondiente milagro, verificado y aprobado con rigor, hecho por Dios a favor del beatificado, fue Carlos de Austria, su último Emperador, que fue despojado de su trono al terminar la Primera Guerra Mundial del Siglo XX y en el destierro penoso en la Isla Madeira en el Atlántico enfermó y murió todavía muy joven. Casado con la Princesa Zita de Borbón, ella declaró en el proceso de beatificación de su marido un secreto que solamente ella conocía. Que en el día mismo de la Boda, el Emperador le dijo a su esposa: “a partir de hoy tú tienes el deber de ayudarme a ser santo, e igualmente yo a ti”. Y lo cumplieron. Juan Pablo II, tuvo interés en proponer ese ejemplo a los matrimonios del Siglo XXI que se avecinaba y en el que estamos nosotros.

¿Cómo cumplimos nosotros con el deber sagrado de ayudarnos uno al otro a ser santos, unidos en el Sacramento del Matrimonio?


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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.

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