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Homilía: Un pueblo pobre y humilde - 4º Domingo TO (A)
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Sof 2,3; 3,12-13;1Cor 1,26-31; Mt 5,1-12
Como ya dijimos, San Mateo presenta, para cristianos convertidos del judaísmo, la figura de Cristo como la del Mesías esperado, que ha realizado todas las promesas del Antiguo Testamento. Con Jesús ha comenzado a existir el nuevo pueblo de Dios, pueblo de la alianza nueva con Dios, que es la Iglesia, y con una ley nueva, que recoge y lleva a la perfección la ley antigua del Sinaí.
La visión de conjunto de esta ley es presentada por Mateo en el Sermón del Monte. Como otro Moisés y con autoridad mayor, Jesús, todavía al principio de su predicación, reúne a una gran multitud de seguidores y les propone su programa. Comienza con el texto que acabamos de escuchar, el de las ocho bienaventuranzas.
Las bienaventuranzas son expuestas por el Catecismo de la Iglesia Católica al comienzo mismo del tratado sobre “la vida en Cristo”, es decir como parte de la conducta moral que un creyente en Cristo debe tener. Y se introduce así: “La catequesis de la vida nueva en Cristo será … una catequesis de las bienaventuranzas, porque –dice– el camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna, a la que aspira el corazón del hombre (CIC 1697).
Hecho hijo de Dios por el bautismo, habiendo sido incorporado al Hijo unigénito como sarmiento a la vid y recibido el mismo Espíritu de Cristo, el cristiano debe transformar su modo de vivir de forma que llegue a ser como el de Cristo. Ser como Cristo es la meta última de nuestro vivir la fe y para ello es necesario convertirse. Las bienaventuranzas nos dan luz acerca de esta conversión.
San Mateo reúne en grandes discursos los puntos claves de esa luz que debe iluminar al discípulo de Jesús. El primero y más importante es el Sermón del Monte. Hoy hemos escuchado el comienzo. Es necesario leerlo y releerlo muchas veces.
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que “el camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna, a la que aspira el corazón del hombre” (1697). Y desarrolla así la idea: “Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús; dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos” (1716.1717).
Coincide el contenido de estos textos con el de otro texto de San Pablo, que la Iglesia nos recuerda a los sacerdotes con mucha frecuencia en la oración diaria que debemos hacer por ella: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y el concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2,6‑11).
Este fue el comportamiento que tuvo Jesús con sus discípulos y sobre el que les hizo caer en la cuenta al final, en la cena de despedida, tras lavarles los pies: “Ustedes me llaman ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes” (Jn 13,13-15).
No es trabajo fácil ni de un día. Los mismos apóstoles, tras más de dos años viendo y escuchando a Cristo, habían discutido por los sitios de preferencia en la misma cena.
Una buena forma de medir el progreso propio en la virtud cristiana, cuando sometemos nuestra conducta a examen por la noche o con motivo de la confesión sacramental o de un retiro espiritual, es vernos a la luz de las bienaventuranzas. Nos sirven para de alguna forma medir el grado de nuestra asimilación de los valores de Cristo: ¿Vivimos tranquilos y agradecidos a Dios por los bienes económicos que tenemos? ¿Nos sentimos responsables de su uso y de ayudar con ellos a los pobres y las obras de caridad? ¿Sufrimos en paz y con paciencia enfermedades y dolores? ¿Aguantamos el dolor y el esfuerzo necesarios en la vida cristiana sin quejas ni protestas? ¿Nos esforzamos por obrar siempre el bien y podrán nuestras obras presentarse como ejemplo de vida cristiana? ¿Nos compadecemos de los que sufren y de los pecadores? ¿Miramos siempre a Dios antes de obrar y para obrar según su voluntad? ¿Perdonamos a los que nos ofenden? ¿Procuramos tener y expresar nuestro deseo sincero del bien a todos, incluso a los enemigos? ¿No perdemos la paz y aun interiormente nos alegramos cuando se nos critica o persigue o calumnia por obrar de cualquier modo según el evangelio? ¿Es Cristo en la cruz la inspiración de nuestros actos? ¿Estamos alegres y contentos cuando nos persiguen y calumnian, porque sabemos que nuestra recompensa está en el cielo.
Lo vi hace tiempo en la TV. Un hombre de edad madura con cáncer: tras la radioterapia y quimioterapia, le había afectado al brazo y estaba en peligro de su amputación. Pero se mantenía en pie, con ánimo, haciendo una vida de lo más normal dentro de sus posibilidades; paseaba, visitaba a los amigos, fungía de lector en eucaristías de su parroquia. No creaba desaliento ni tristeza en derredor, sino paz, vida y hasta alegría. ¿Su secreto? Lo decía él: Dios. La misma enfermedad le ha servido para conocer y gozar más de Dios.
Que el evangelio de hoy no sea letra muerta, sino palabra viva en nuestros corazones, objeto de nuestras oraciones, de nuestra evaluación como cristianos, de nuestros esfuerzos por ser mejores, por ser “pueblo pobre y humilde”.
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