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Homilía: Domingo 34º T.O. (C), Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, 21 de Noviembre


Lecturas: 2Sam 5,1-3; S 121; Col 1,12-20; Lc 23,35-43

Éste es el Rey
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.

Ya saben Ustedes que el culto de la Iglesia se ordena de modo que a lo largo del espacio de un año se vayan reviviendo en la misa los misterios fundamentales de la obra de Cristo. No se trata sólo de recordarlos para que la memoria no los olvide, sino sobre todo de revivirlos para que, estando vivos, actúen constantemente en nosotros y nos vayamos transformando más y más en Cristo. Hoy es el último domingo de ese año litúrgico. El domingo que viene comenzamos el nuevo con el tiempo llamado del “adviento”, palabra latina que significa “llegada” y que da el nombre a este tiempo, porque prepara para la “llegada” de Cristo en la Navidad.

Hoy es el domingo último del año litúrgico. Y no llegamos cansados por el esfuerzo, sino celebrando una gran fiesta porque (así lo espera la Iglesia) hemos escalado con la ayuda de Dios una altura importante; porque nos encontramos más fuertes, más iluminados, con más gracia después de un año de camino de la mano de Dios. Hoy celebramos la solemnidad de Cristo Rey del universo, centro de toda la realidad, ideal de nuestra existencia, vida y plenitud completa de todas nuestras aspiraciones y posibilidades. Es de esperar que hoy Cristo sea y esté más en nosotros que hace un año; queremos dar gracias al Padre por ello y renovar nuestro entusiasmo, continuando el esfuerzo, lo que será el premio mejor.

El Papa Benedicto XVI recuerda con frecuencia que todo empieza con un acontecimiento, el encuentro con Jesús. Suele ser con frecuencia en un momento inesperado. En la cruz y a la hora de la muerte lo tuvo el buen ladrón. Yo estoy seguro —ya se lo expliqué— de que Ustedes tuvieron ya en la vida ese encuentro y es posible que se les repita con más o menos frecuencia. En rigor Dios siempre está cerca y, apenas avivemos la fe, la nube se disipa y notamos el calor de su amor que entra en el alma.

Maldecía el mal ladrón a Jesús atribuyéndole la culpa de su muerte y le exigía la vida en este mundo para creer; de arrepentimiento y fe no tenía ni una gota. Al buen ladrón, por el contrario, le indigna por impía tal actitud; él reconoce su propio pecado y la justicia de lo que sufre; más aún cree en la inocencia de Jesús y en su divinidad y pide lo que nosotros, pecadores, tendríamos por poco, un recuerdo: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.

La respuesta de Jesús: “Te lo aseguro; hoy estarás conmigo en el paraíso” convalida la conversión del primer pecador ante Cristo muriendo en la cruz. El hecho confirma la verdad fundamental sobre la muerte de Cristo, que la Iglesia recuerda tantas veces y que hoy hemos vuelto a escuchar: “que por él (por Cristo crucificado) quiso (el Padre) reconciliar consigo todos los seres (a los hombres en primer lugar) haciendo la paz por la sangre de su cruz”.

De Cristo en la cruz un cartel decía brevemente quién era y por qué había sido condenado: “Este es el rey de los judíos”. Estaba escrito en las tres lenguas que allí se hablaban, para que lo conociesen todos. Pilatos tercamente no quiso cambiarlo. Sin saberlo proclamaba a todo el mundo que aquel hombre por la cruz alcanzaba para todos la salvación que había sido prometida por Dios a Abrahán y su descendencia, abriéndoles las puertas del reino de su Padre.

En esa cruz Cristo ha glorificado al Padre y ha sido glorificado por Él (Jn 17,1). Y en la cruz y por la cruz somos glorificados cada uno de sus seguidores. En Cristo crucificado se centra y concentra lo esencial de la fe. En Cristo crucificado obtenemos el perdón de los pecados y de su corazón abierto por la lanzada brotan para nosotros el agua y la sangre que nos purifican y nos dan la vida de Jesús, que nos hace capaces de practicar el amor para con Dios y con el prójimo. Por eso debemos decir como San Pablo: “No quiero saber otra cosa que a Jesucristo y a Cristo crucificado” (1Co 2,2).

Insiste sobre ello el mismo Papa Benedicto XVI: “El Cristianismo no es un lote sumamente complejo de muchos dogmas cuya totalidad nadie puede abarcar; no es algo destinado únicamente a los académicos capaces de estudiar esos temas, sino que es algo sencillo: Dios existe y se nos hace próximo en Jesucristo” (Ecclesia 10 de nov. 07). Él y sólo Él es el camino la verdad y la vida.

Por eso al final del año preguntémonos seriamente si Cristo crucificado es hoy más importante para mí. ¿El amor a Cristo me mueve y motiva más? ¿Conozco más a Cristo y sus opiniones pesan más en mi vida? Al acudir al sacramento de la confesión, hay que evaluarse desde aquí. Es a Cristo misericordioso al que encontramos en ese momento. ¿Supimos encontrarlo en nuestra familia, trabajo, los pobres, el trabajo, la oración, misma eucaristía? Porque en la misma misa no se participa bien si no se la vive con Cristo.

Al pie de la cruz Jesús moribundo para María lo era todo y también para Juan y las mujeres. La cruz vivida junto a María es la gran llave para que el misterio de Jesús se nos revele como al centurión: “Verdaderamente este hombre era Dios” (Mc 15,39), era y es, y sigue siendo la verdad, la vida y la resurrección (Jn 11,25; 14,6).
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