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Homilía: Domingo 21º T.O. (C), 22 de Agosto



Lecturas: Is 66,18-21; S. 116; Hb 12,5-7.11-13;Lc 13,22-30

La lucha cristiana de cada día

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.




San Lucas, autor del evangelio que lleva su nombre, era natural de Antioquía, la primera ciudad donde se formó una comunidad cristiana con fuerte participación de creyentes de origen gentil, no judío. Allí llamó el Espíritu Santo a Pablo y Bernabé para realizar su primer viaje apostólico por tierras de gentiles, invitándoles a entrar en la Iglesia. San Lucas le acompañó al menos en su segundo y tercer viaje, San Lucas estuvo con Pablo en Roma durante su primera prisión. Es normal, pues, que Pablo influyese en Lucas en algunas particularidades o subrayados de su modo de vivir la fe y ejercer el apostolado.


En la perícopa (fragmento bíblico) de hoy encontramos dos de los temas en que insisten tanto Pablo como Lucas: También para salvar a los gentiles, no sólo a los judíos, ha venido Cristo y es necesaria la conversión para alcanzar la salvación.


“Y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios”. En la historia de la salvación Dios eligió al pueblo judío para darle la gracia de su revelación y de su particular presencia y providencia. Se trataba de una preparación para el envío de su Hijo. Con Él, con su Hijo, y por Él abriría la salvación a todos los hombres: de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur. Todos están ahora invitados a sentarse a la mesa del Reino de Dios. Por eso estamos nosotros aquí: porque hemos aceptado la invitación que nos llegó de Dios.

Hoy vamos a fijar nuestra atención en la conversión. Porque no es tan raro el hecho de que, aun personas piadosas y que frecuentan los sacramentos, hayan abandonado, sin darse cuenta, el proceso de su conversión. Siguen fieles a ciertas prácticas; pero falta el empeño para quitar defectos y practicar virtudes.


“Uno le preguntó: Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. Hombre religioso, estudioso de la Biblia. En tiempo de Jesús era una cuestión de la que se hablaba con frecuencia en los círculos religiosos. Jesús no le responde. A veces tales cuestiones lo que hacen es disimular una cierta vanidad.


La metáfora o símbolo de la “puerta estrecha” ya la empleó Jesús al concluir el sermón de la montaña, que reúne el conjunto de sus exigencias morales más completo (Mt 7,13s). San Lucas en este mismo capítulo un poco antes ha recogido de labios de Jesús la exigencia perentoria, plenamente necesaria, de la penitencia y de dar fruto (13,5.7.9). Incluso resume Jesús su misión en haber venido a “llamar a los pecadores a la penitencia” (Lc 5,32).


Tanto a judíos como a gentiles San Pedro y San Pablo exigen para el bautismo el arrepentimiento y la conversión. Se trata de un cambio interior de la persona. Es como el cambio que opera la levadura; con los sentidos no se ve ni se oye, pero produce el cambio en la masa del pan.


Cuando hablamos de conversión, pensamos en general en personas no católicas o que andan de pecado mortal en pecado mortal. A veces se habla también de conversión (y verdaderamente lo es) en el caso de cambio moral por una especie de sacudida repentina en una vida de fácil cumplimiento religioso pero carente de entusiasmo a una absorbente voluntad de entrega a Dios.

Pero hoy yo quisiera llamarles la atención sobre la conversión que absolutamente todos debemos continuar durante toda nuestra vida. Tras haber creído que Jesús es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6), es necesario transformarse en Cristo; es decir que mi vivir, mi pensar, desear, sufrir y gozar, sean cada día más Cristo y Cristo crucificado (Fil 1,21; Gal 2,20; 4,19). Jesús enseña que “del interior del hombre brotan los malos pensamientos, robos, etc.” (Mt 15,19) y en el sermón del monte enseña que hay que luchar contra los malos pensamientos y deseos presentes en nuestra alma (Mt 5,22-28). A todo esto llama San Pablo “el hombre viejo”, “nacido en Adán”, “carne”, “concupiscencia”, presencia del pecado en mí (Ro 8,7-8): “el pecado habita en mí” (Ro 7,17). Es como un virus espiritual y moral que nos inclina al pecado, suscita tentaciones y dificulta el ejercicio de la virtud.


No hay que conformarse con estar en gracia, hay que luchar por ser mejores. Pablo habla de correr para ganar (1Co 9,24), Jesús dice que los que se hacen violencia arrebatarán el Reino (Mt 11,12) y que seamos perfectos como el Padre celestial lo es (Mt 5,48). El atleta, por más que sea campeón y plusmarquista, se entrena a diario y trata de superar su marca con renovado esfuerzo. En cuanto deje este esfuerzo dejará de ser campeón y de ser atleta.


No nos es lícito a nadie dejar de aspirar a ser mejores. Hay que quitar defectos, hay que mejorar las virtudes, el amor a Dios y al prójimo carece de barreras superiores. Siempre hay un escalón hacia más arriba. Frutos de las obras de piedad, de la eucaristía bien participada, de la lectura bíblica escuchada o leída bajo la luz del Espíritu, de la oración y del sacramento de la penitencia es el darnos cuenta de los puntos en que todavía podemos mejorar y alcanzar fuerzas para hacerlo. Esta actitud debe ser la de cada uno de los seguidores de Cristo. Quien se cansa o se derrumba, ya no sigue a nadie ni a por nada. No digan: “Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas. Que Él les replicará: No sé quiénes son. Aléjense de mí, malvados. Miren que hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos”. Esforcémonos, pues, que tenemos sitio en aquel banquete.



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