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Matrimonios: Un rostro para contemplar, 2º Parte




Ser el rostro de Cristo

P. Vicente Gallo, S.J.


Los Evangelios no son biografías de Jesús. De sus primeros 30 años, apenas conocemos unos pequeños datos en Lucas y en Mateo; el resto, nos lo tenemos que imaginar. Pero nuestra fe en Jesús es que siendo verdadero hombre siempre era también verdadero Dios. Siendo una sola persona, el Hijo en la Santísima Trinidad, en él estaba su naturaleza divina plena, y la naturaleza humana de hombre cabal, con cuerpo y alma como tienen todos los hombres. Siempre tuvo memoria, entendimiento y voluntad humanas; a la vez que tuvo memoria, entendimiento y voluntad divinas.

Como hombre, en Nazaret crecía en edad, en sabiduría y en ser grato delante de Dios y de los hombres. Pero siempre fue consciente de lo que era, por qué había venido a este mundo y para qué estaba entre nosotros, siendo Dios y siendo hombre.

A los doce años, habiéndose quedado en Jerusalén en el Templo sin avisar a sus padres, no lo hizo por haberse perdido involuntariamente, ni tampoco por hacer una “trastada” de adolescente, sino por lo que a sus padres les replicó cuando le encontraron: “¿Por qué me buscabais, no sabíais que debía estar en las cosas de mi Padre?”(Lc 2,49). Tenía conciencia de ser Dios lo mismo que, ya predicando, “le buscaban para matarlo porque llamaba a Dios ‘su Padre’ haciéndose a sí mismo igual a Dios”(Jn 10,33; 17,21); y al morir, cuando le retaban “si eres hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos en ti” (Mt 47,27), replicó al expirar: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23, 46), como hombre que muere.

Habiéndonos hecho de él por la fe y el Bautismo, también nosotros debemos crecer en edad, en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres, con la conciencia de ser “hijos de Dios”; para mostrar a los demás su Rostro de Dios. Siendo, a la vez, su rostro de hombre doliente: sufriendo como él, con su misma fe, siempre llamando “Abba, Padre” a Dios, víctimas con él de los pecados de los otros, “siendo él inocente” (Hb 7,26), y ofreciéndose a sufrir para salvar a los que le mataban, no sólo perdonándolos (Lc 23, 34). Nosotros hemos de estar así con él, reproduciendo su rostro ante el mundo para que crea.

Igualmente debemos ser su rostro de Resucitado, el mismo que murió crucificado, siendo ahora la respuesta de Dios que vence a todos los enemigos y que nos salva de lo que él venció. Ese es el rostro que debemos reproducir y mostrar a quienes necesitan conocerle para creer en él y salvarse. Proclamando “para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia” (Flp 1, 21); conscientes de que “somos hijos de Dios, herederos de Dios y coherederos de Cristo, si padecemos con Cristo para ser juntamente con él glorificados” (Rm 8, 16-17). Pudiendo afirmar siempre: “Ya no soy yo el que vivo, es Cristo el que vive en mí” (Ga 2, 20), como el gran cristiano San Pablo.

Jesús dijo que él iba al Padre, pero que se quedaba con nosotros hasta el final de los tiempos; y nosotros creemos su palabra. Pero tenemos que saber dónde se quedó, para saber ahí contemplar su rostro, e igualmente para saber mostrarlo, a fin de que también ahí sepan encontrarle los demás. Veamos el rostro de Jesús también en los pobres, en los enfermos, en los que sufren injusticias, en los acosados indefensos, en los concebidos sin que los dejen nacer. “Lo que hicieron a uno de ellos, a mí me lo hicieron”, dirá al juzgarnos (Mt 25, 40. 45), sin que podamos alegar disculpas quienes lo sabemos.

Cuando resulta increíble la indiferencia común de los cristianos ante esas realidades, no somos el rostro de Cristo, y hacemos increíble su presencia salvadora de Dios hecho hombre porque nos ama. Es muy común que ni siquiera nos enteremos cuando alguna de esa necesidades humanas es clamorosa. Si nos enteramos, no nos conmueve el hallar a Jesús mismo en ellas: no vemos que ahí está Cristo ni le damos nuestra ayuda. De ese modo abdicamos de ser “el rostro de Cristo” para que los demás puedan creer viéndolo. Pero seremos “el rostro de Cristo” si mostramos que esa es nuestra fe, en tantas y tan flagrantes situaciones. Como la Madre Teresa de Calcuta era en verdad el “rostro de Cristo”; lo fue bien inteligible y creíble para todos, principalmente para sus pobres.

También se quedó Jesús en la Biblia, la Palabra de Dios, que lo era él. Ahí está tan de veras presente que nos habla. Pero muchas veces, si la tenemos, apenas la leemos; si la leemos, apenas escuchamos lo que en ella nos va diciendo; de ello debemos también convertirnos para ser auténticos cristianos haciéndonos “rostro de Cristo” con esa escucha.

También dijo Jesús: “donde dos o más están reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). En las Reuniones de nuestras Comunidades, de Equipos de Apostolado, de Grupos de Oración, Talleres de Formación, etc., es muy común comenzar “rezando”; pero, en el resto de la “reunión”, ni nos acordamos de que ahí está él mirándonos, escuchándonos, queriendo hablar si le dejamos, quizás reprochándonos, sin que le hagamos caso. Igualmente está presente en los “reunidos en su nombre” en el Matrimonio como Sacramento; la pregunta también sería: ¿Son su presencia, y se hacen ahí “el rostro de Cristo” para que otros crean?

Por fin, se quedó y está presente en la Eucaristía. No me fijo ahora, aunque también sería muy válido, en su aspecto de Sacrificio, ni en el de Comunión; sino sólo en el de su “Presencia Real”. No acudimos a visitarlo en su “gran soledad”, ni a contarle nuestra cosas con verdadera fe en él; que no es porque Cristo no las sepa, sino porque espera que se las contemos. Sucede que haríamos grandes peregrinaciones a Jerusalén si sólo se hubiera quedado en aquel Cenáculo; pero aquí, no acudimos ni a la Procesión del Corpus Christi. Ni a orar ante su Sagrario. Una vez más, no somos ni nos hacemos “el rostro de Cristo” para que los demás vean y crean a través de quienes somos su Cuerpo.

Para leer la 1º Parte: “Queremos ver a Jesús”

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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.

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