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Primera predicación de Cuaresma del padre Raniero Cantalamessa



CIUDAD DEL VATICANO, viernes 5 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la primera predicación de Cuaresma a la Curia Romana realizada hoy, en presencia del Papa, por el padre Raniero Cantalamessa, OFMCap.


Ministros de una alianza nueva

Primera predicación de Cuaresma

P. Raniero Cantalamessa, OFMCap.




El Señor me concede ser testigo de la gracia extraordinaria que se está revelando este Año Sacerdotal para la Iglesia. Son incontables los retiros del clero que se celebran en diversas partes del mundo. A uno de estos retiros, organizado en Manila por la Conferencia Episcopal de Filipinas, el pasado mes de enero, tomaron parte 5.500 sacerdotes y 90 obispos. Fue, según el cardenal de Manila, un nuevo Pentecostés. Durante una hora de adoración guiada, por invitación del predicador, toda esa inmensa muchedumbre de sacerdotes con vestiduras blancas gritó a una sola voz: “Lord Jesus, we are happy to be your priests”: “¡Señor Jesús, somos felices de ser tus sacerdotes!”. Y se veía por los rostros que no eran solo palabras.

La misma experiencia, en número más reducido, la viví con todo el clero de la región de Sabah, en Malasia, después en Singapur y últimamente en el santuario de Loreto, con alrededor de 200 obispos y sacerdotes italianos. Todos me han pedido que transmita al Santo Padre su agradecimiento y su saludo, y yo lo hago con alegría en este momento.


1. Los “misterios” de Dios

La palabra de Dios que nos guía en estas reflexiones para el Año Sacerdotal es 1 Corintios 4, 1: Si nos existimet homo, ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei; “Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios”. Hemos meditado en Adviento la primera parte de esta definición: el sacerdote como servidor de Cristo, en el poder y en la unción del Espíritu Santo. Nos queda, en esta Cuaresma, reflexionar sobre la segunda parte: el sacerdote como dispensador de los misterios de Dios. Naturalmente, lo que decimos del sacerdote, vale con mayor razón para el obispo, que posee la plenitud del sacerdocio.

El término “misterios” tiene dos significados fundamentales: el primero es el de verdades escondidas y reveladas por Dios, los propósitos divinos anunciados veladamente en el Antiguo Testamento y revelados a los hombres en la plenitud de los tiempos; el segundo es el de “signos concretos de la gracia”, en la práctica los sacramentos. La Carta a los Hebreos reune los dos significados en la expresión “los misterios de Dios” (ta pros ton Theon, ea que sunt ad Deum); acentúa precisamente el significado ritual y sacramental, diciendo que la tarea del sacerdote (el autor, sin embargo, habla del sacerdocio en general, del Antiguo y del Nuevo Testamento) es la de “ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hb 5,1).

Este segundo significado se afirma sobre todo en la tradición de la Iglesia. San Ambrosio escribió dos tratados sobre los ritos de la iniciación cristiana, vistos como cumplimiento de figuras y profecías del Antiguo Testamento; uno lo titula De sacramentis y el otro De mysteriis, aunque tratan en la práctica sobre el mismo argumento.

Volviendo a la palabra del Apóstol, el primero de estos dos significados saca a la luz el papel del sacerdote respecto de la Palabra de Dios, el segundo su papel respecto a los sacramentos. Juntos delinean la fisionomía del sacerdote como testigo de la verdad de Dios y como ministro de la gracia de Cristo, como anunciador y como sacrificador.

Durante muchos siglos la función del sacerdote fue reducida casi exclusivamente a su papel de liturgo y de sacrificador: “ofrecer sacrificios y perdonar los pecados”. Fue el Concilio Vaticano II quien vovlió a poner en evidencia, junto a la función cultual, la de evangelizador. En línea con lo que la Lumen gentium había dicho de la función de los obispos de “enseñar” y “santificar”, la Presbyterorum ordinis escribe:

“Por participar en su grado del ministerio de los apóstoles, Dios concede a los presbíteros la gracia de ser entre las gentes ministros de Jesucristo, desempeñando el sagrado ministerio del Evangelio, para que sea grata la oblación de los pueblos, santificada por el Espíritu Santo (Rm 15, 16). Pues por el mensaje apostólico del Evangelio se convoca y congrega el Pueblo de Dios (...) Porque su servicio, que surge del mensaje evangélico, toma su naturaleza y eficacia del sacrificio de Cristo” [1].

De las tres meditaciones de Cuaresma (el viernes 19 de marzo, se omite la predicación por la fiesta de san José) dedicaremos una al tema del sacerdote como ministro de la palabra de Dios, una al sacerdote como ministro de los sacramentos y una más existencial, a la renovación del sacerdocio mediante la conversión al Señor.


2. La letra y el Espíritu

A partir del II siglo se observa una tendencia a modelar – en los requisitos, en los ritos, en los títulos, en las vestiduras – el sacerdocio cristiano sobre el levítico del Antiguo Testamento [2]; una tendencia que se refleja en documentos canónicos como las Constituciones apostólicas, la Didascalia siriaca y otras fuentes similares. Precisamente esta asimilación externa, hace sentir más urgente la necesidad de redescubrir, en una ocasión como esta, la novedad y alteridad sustancial del ministerio de la nueva alianza respecto al de la antigua. Es la enérgica afirmación paulina que quisiera poner en el centro de la presente meditación:

“No que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata mas el Espíritu da vida. Que si el ministerio de la muerte, grabado con letras sobre tablas de piedra, resultó glorioso hasta el punto de no poder los hijos de Israel fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, aunque pasajera, ¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu!” (2Cor 3, 5-8).

Qué entiende el Apóstol con la oposición letra – Espíritu, se deduce de lo que escribe poco antes, hablando de la comunidad del Nuevo Testamento: “Evidentemente sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones” (2 Cor 3, 3).

La letra es por tanto la ley mosaica escrita sobre tablas de piedra y, por extensión, toda ley positiva exterior al hombre; el Espíritu es la ley interior, escrita en los corazones, la que en otro lugar el Apóstol define “la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús y que liberó de la ley del pecado y de la muerte” (cf. Rm 8, 2).

San Agustín escribió un tratado sobre nuestro texto – el De Spiritu et littera – que constituye un hito en la historia del pensamiento cristiano. La novedad de la nueva alianza respecto a la antigua, explica, es que Dios ya no se limita a mandar al hombre que haga o no haga, sino que hace él mismo con él y en él las cosas que le manda. Donde impera la ley de las obras amenazando, la ley de la fe impetra creyendo... Con la ley de las obras Dios dice al hombre: 'Haz lo que te mando', con la ley de la fe el hombre dice a Dios: 'Dame lo que me mandas'” [3].

La ley nueva que es el Espíritu es mucho más que una “indicación” de voluntad; es una “acción”, un principio vivo y activo. La ley nueva es la vida nueva. La oposición letra – Espíritu equivale en san Pablo a la oposición ley – gracia: “ya que no estáis bajo la ley sino bajo la gracia” (Rm 6,14).

También en la Antigua Alianza está presente la idea de gracia, en el sentido de benevolencia, favor y perdón de Dios (la hesed): “hago gracia a quien hago gracia” (Ex 33,19); los salmos están llenos de este concepto. Pero ahora la palabra gracia, charis, ha adquirido un significado nuevo, histórico: es la gracia que viene de la muerte y resurrección de Cristo y que justifica al pecador. Ya no es solo una disposición benévola, sino una realidad, un “estado”: “Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos” (Rm 5, 1-2).

Juan describe la relación entre antigua y nueva alianza de la misma forma que Pablo: “Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1, 17).

Da esto se deduce que la ley nueva, o del Espíritu, no es, en sentido estricto, la promulgada por Jesús en el monte de las Bienaventuranzas, sino la escrita por él en los corazones en Pentecostés. Los preceptos evangélicos son ciertamente más elevados y perfectos que los mosaicos; con todo, por sí solos, también estos habrían sido ineficaces. Si hubiese bastado proclamar la nueva voluntad de Dios a través del Evangelio, no se explicaría qué necesidad había de que Cristo muriese y viniese el Espíritu Santo; no se explica por qué el Jesús de Juan hace depender todo de su “elevación”, es decir, de su muerte en cruz (cf. Jn 7, 39; 16, 7-15).

Los apóstoles son la prueba viviente de esto. Éstos habían escuchado de la viva voz de Cristo todos los preceptos evangélicos, por ejemplo que “quien quiera ser el primero se haga el último y el siervo de todos”, pero hasta el final les vemos preocupados por establecer quién era el más importante entre ellos. Sólo tras la venida del Espíritu sobre ellos les vemos olvidarse completamente de sí mismos y dedicados sólo a proclamar “las grandes obras de Dios” (cf. Hch 2, 11).

Sin la gracia interior del Espíritu, también el Evangelio, por tanto, también el mandamiento nuevo, se habría quedado en ley vieja, letra. Retomando un atrevido pensamiento de san Agustín, santo Tomás de Aquino escribe: “Por letra se entiende toda ley escrita que queda fuera del hombre, también los preceptos morales contenidos en el Evangelio; por lo que también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiese, dentro, la gracia de la fe que sana” [4]. Aún más explícito es lo que escribió un poco antes: “La ley nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu que se ha dado a los creyentes” [5].


3. No por constricción, sino por atracción

¿Pero cómo actúa, en concreto, esta ley nueva que es el Espíritu? ¡Actúa a través del amor! La ley nueva no es otra cosa que lo que Jesús llama el “mandamiento nuevo”. El Espíritu Santo ha escrito la ley nueva en nuestros corazones, infundiendo en ellos el amor (Rm 5, 5). Este amor es el amor con el que Dios nos ama y con el que, contemporáneamente, hhace que nosotros le amemos a él y al prójimo. Es una nueva capacidad de amar.

¿No es un contrasentido hablar del amor como de una “ley”? A esta pregunta debe responderse que hay dos maneras según las cuales el hombre puede ser inducido a hacer, o a no hacer, una cosa: o por constricción o por atracción. La ley externa lo induce de la primera forma, por constricción, con la amenaza del castigo; el amor lo induce de la segunda forma, por atracción. Cada uno de hecho es atraído por lo que ama, sin que sufra obligación alguna desde el exterior. El amor es como un “peso” del alma que atrae hacia el objeto del propio deleite, en el que sabe encontrar su reposo [6]. La vida cristiana debe vivirse por atracción, no por constricción.

El amor por tanto es una ley, “la ley del Espíritu”, en el sentido de que crea en el cristiano un dinamismo que le empuja a hacer todo lo que Dios quiere, espontáneamente, porque ha hecho suya la voluntad de Dios y ama todo aquello que Dios ama.

¿Qué lugar tiene, nos preguntamos, en esta economía del Espíritu, la observancia de los mandamientos? También después de la venida de Cristo, subsiste de hecho la ley escrita: están los mandamientos de Dios, el decálogo, están los preceptos evangélicos; a ellos se han añadido, posteriormente, las leyes eclesiásticas. ¿Qué sentido tienen el Código de Derecho Canónico, las reglas monásticas, los votos religiosos, todo aquello, en suma, que indica una voluntad objetivada, que se impone desde el exterior? ¿Son, estas cosas, como cuerpos extraños del organismo cristiano?

Ha habido, en el curso de la historia, movimientos que han pensado así y que han rechazado, en nombre de la libertad del Espíritu, toda ley, hasta el punto de llamarse, precisamente, movimientos “anomistas”, pero siempre han sido negados por la autoridad de la Iglesia y por la propia conciencia cristiana. La respuesta cristiana a este problema nos viene del Evangelio. Jesús dice que no ha venido a “abolir la ley”, sino a “darle cumplimiento” (cf Mt 5, 17). ¿Y cuál es el “cumplimiento” de la ley? “¡El pleno cumplimiento de la ley – responde el Apóstol – es el amor!” (Rm 13, 10). Del mandamiento del amor – dice Jesús – dependen toda la ley y los profetas (cf Mt 22, 40).

La obediencia se convierte así en la prueba que se vive bajo la gracia: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14,15). El amor, entonces, no sustituye a la ley, sino que la observa, la “cumple”. En la profecía de Ezequiel se atribuía precisamente al don futuro del Espíritu y del corazón nuevos, la posibilidad de observar la ley de Dios: “Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas” (Ez 36, 27). “Se ha dado la ley – escribe lapidariamente san Agustín – para que se buscase la gracia, y se dio la gracia para que se observase la ley” [7].


4. Actualidad del mensaje de la gracia

Hasta aquí las consecuencias que el mensaje paulino sobre la nueva alianza puede tener en el modo de concebir y vivir la vida cristiana. En esta ocasión quisiera sin embargo poner en evidencia sobre todo la luz que éste arroja sobre el problema de la evangelización en el mundo actual y del diálogo interreligioso y, en consecuencia, sobre el papel del sacerdote como ministro de la verdad de Dios.

Agustín escribió su tratado sobre La letra y el Espíritu para combatir la tesis pelagiana según la cual para salvarse es suficiente con que Dios nos haya creado, dotado de libre arbitrio y dado una ley que indica su voluntad. En la práctica, la tesis de que el hombre puede salvarse por sí solo y que la venida de Cristo es, ciertamente, una ayuda extraordinaria pero no indispensable para la salvación.

Se puede discutir – y hoy se discute entre los expertos – si el santo interpretó correctamente el pensamiento del monje Pelagio. Pero esto no debería sorprendernos. Los Padres que tuvieron que combatir herejías han explicitado a menudo las que (¡desde su punto de vista!) eran las implicaciones lógicas de una determinada doctrina, sin tener demasiado en cuenta el punto de vista y el lenguaje distinto del adversario. Estaban más preocupados por la doctrina que por las personas, de la verdad dogmática que de la histórica. Agustín, al contrario, se mostró mucho más respetuoso y cortés hacia Pelagio de cuando lo fue, por ejemplo, Cirilo de Alejandría hacia Nestorio.

La revaloración moderna de autores como Pelagio o Nestorio no significa por tanto en lo más mínimo revaloración del pelagianismo o del nestorianismo. Esta distinción ha contribuido, en tiempos recientes, al restablecimiento de la comunión con las iglesias llamadas nestorianas o monofisitas de Oriente.

Todo esto, con todo, nos interesa relativamente. Lo más importante que recordar es que Agustín tiene razón sobre el problema principal: para salvarse no bastan la naturaleza, el libre arbitrio y la guía de la ley, sino que es necesaria la gracia, es decir, es necesario Cristo. Pensar diversamente significaría hacer superflua su venida y con ella su muerte y la redención; significaría considerar a Cristo un ejemplo de vida, no “causa de salvación eterna para todo el que cree” (Hb 5, 9).

Y es en este punto donde el pensamiento de Agustín – y antes el de Pablo – se revela de una extraordinaria actualidad. Lo que, según el Apóstol, distingue la nueva de la antigua alianza, el Espíritu de la letra, la gracia de la ley, hechas las debidas distinciones, es exactamente lo que distingue hoy al cristianismo de toda otra religión.

Las formas son cambiantes, pero la sustancia es la misma. “Obra de la ley”, u obra del hombre, es toda práctica humana, cuando de ésta se hace depender la propia salvación, concibiendo esta como comunión con Dios o como comunión consigo mismos y en sintonía con las energías del universo. El presupuesto es el mismo: ¡Dios no se entrega, sino que se le conquista!

Podemos ilustrar la diferencia así. Toda religión humana o filosofía religiosa comienza diciendo al hombre lo que debe hacer para salvarse: los deberes, las obras, sean éstas obras ascéticas o caminos especulativos hacia el propio yo interior, el Todo o la Nada. El cristianismo no comienza diciendo al hombre lo que tiene que hacer, sino lo que Dios ha hecho por él. Jesús no comenzó a predicar diciendo: “Convertíos y creed al evangelio para que el Reino venga a vosotros”; comenzó diciendo: “El Reino de Dios ha llegado entre vosotros: convertíos y creed al evangelio”. No antes la conversión y luego la salvación, sino primero la salvación y luego la conversión.

También en el cristianismo – lo hemos recordado – existen deberes y mandamientos, pero el plano de los mandamientos, incluyendo el más grande de todos que es amar a Dios y al prójimo, no es el primer plano, sino el segundo; antes está el plano del don, de la gracia. “Nosotros amamos porque él nos amó primero” (1 Jn 4,19). El deber surge del don, no al revés.

Nosotros los cristianos no entraremos en diálogo con las demás confesiones, afirmando la diferencia o la superioridad de nuestra religión; esto sería la negación misma del diálogo. Insistiremos más bien sobre lo que nos une, los objetivos comunes, reconociendo a los demás el mismo derecho (al menos subjetivo) de considerar su fe la más perfecta y la definitiva. Sin olvidar, por otro lado, que quien vive con coherencia y de buena fe una religión de las obras y de la ley es mejor y más agradable a Dios que quien pertenece a la religión de la gracia, pero descuida completamente tanto creer en la gracia como cumplir las obras de la fe.

Todo esto sin embargo no debe inducirnos a poner entre paréntesis nuestra fe en la novedad y unicidad de Cristo. No se trata siquiera de afirmar la superioridad de una religión sobre las demás, sino de reconocer la especificidad de cada una, de saber quienes somos y que creemos.
No es difícil explicar el por qué de la dificultad de admitir la idea de gracia y su instintivo rechazo por parte del hombre moderno. Salvarse “por gracia” significa reconocer la dependencia de alguien y esto resulta lo más difícil. Es conocida la afirmación de Marx: “Un ser no se considera independiente sino en cuanto que sea señor de sí mismo, y no es señor de sí mismo si no en cuanto debe a sí mismo su existencia. Un hombre que vive por 'gracia' de otro se considera un ser dependiente [...]. Pero yo viviría completamente por la gracia de otro, si él hubiese creado mi vida, si él fuese la fuente de mi vida y ésta no fuese mi propia creación” [8].El motivo por el que se rechaza a un Dios creador es también aquel por el que se rechaza a un Dios salvador.

Es la explicación que san Bernardo da del pecado de Satanás: él prefirió ser la más infeliz de las criaturas por mérito propio, antes que la más feliz por gracia de otro; prefirió ser “infeliz pero soberano, antes que feliz pero dependiente: misere praeesse, quam feliciter subesse[9].

El rechazo del cristianismo, en curso en ciertos niveles de nuestra cultura occidental, cuando no es rechazo de la Iglesia y de los cristianos, es rechazo de la gracia.


5. “Nosotros predicamos a Cristo Jesús Señor nuestro”

¿Cuál es, en este campo, la tarea de los sacerdotes en cuanto administradores de los misterios de Dios y maestros de la fe? El de ayudar a los hermanos a vivir la novedad de la gracia, que es como decir la novedad de Cristo.

Jesús en el evangelio utiliza la expresión “los misterios del Reino de los cielos” para indicar toda su enseñanza y, en particular, lo que se refiere a su persona (cf. Mt 13, 11). Tras la Pascua se pasa cada vez más a menudo del plural al singular, de los misterios al misterio: todos los misterios de Dios se resumen ya en el misterio que es Cristo.

San Pablo habla del “misterio de Dios, es decir, Cristo, en el que están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col 2, 2-3). Nos invita a pensar en Cristo como en un palacio, en el que, conforme uno se adentra, va de maravilla en maravilla. El universo material, con todas sus belezas y su incalculable extensión, es la única imagen adecuada del universo espiritualque es Cristo. No por nada éste se hizo “por medio de él y para él” (Col 1,16).

El Apóstol señaló con más claridad que nadie el centro y el corazón del anuncio cristiano y lo expresó de forma programática, a modo de manifiesto: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Cor 1, 23) y “Nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús Señor nuestro” (2 Cor 4,5). Estas palabras justifican plenamente la afirmación según la cual el cristianismo no es una doctrina sino una persona.

¿Pero qué significa, en la práctica, predicar a “Cristo crucificado”, o “Cristo Jesús Señor nuestro”? No significa hablar siempre y solo del Cristo del kerygma o del Cristo del dogma, es decir, transformar las predicaciones en lecciones de cristología. Significa más bien “recapitular todo en Cristo” (Ef 1,10), fundar todo deber en él, hacer servir cada cosa al objetivo de llevar a los hombres al “sublime conocimiento de Cristo Jesús Señor nuestro” (Fil 3, 8).

Jesús debe ser el objeto formal, no necesariamente y siempre el objeto material, de la predicación, lo que la “informa”, lo que le da fundamento y da autoridad a cualquier otro anuncio, el alma y la luz del anuncio cristiano. “Árido es todo alimento del alma – exclama san Bernardo – si no estña aderezado con este óleo; insípido si no está aderezado con esta sal. Lo que escribes no tiene sabor – non sapit mihi – si no palpita dentro el corazón de Jesús – nisi sonuerit ibi Cor Jesu” [10].

En la Liturgia de las horas en lengua alemana, el Stundengebet, hay un himno (Laudes del Martes de la segunda semana) que me ha sido querido desde el primer momento en que lo recité. Comienza así: Göttliches Wort, der Gottheit Schrein, für uns in dein Geheimnis ein. “Verbo eterno, Dios vivo y verdadero, haznos penetrar en tu misterio”. La expresión “el misterio de Cristo” es la más comprensiva de todas: recoge en su ser y en su actuar su humanidad y su divinidad, su preexistencia y su encarnación, las profecías del Antiguo Testamento y su realización en la plenitud de los tiempos. Podemos repetirlo como una jaculatoria: “Verbo eterno, Dios vivo y verdadero, haznos penetrar en tu misterio”.



Referencias


[1] PO, 2.
[2] Cf. J.-M. Tillard, “Sacerdoce”, en DSpir. 14, col.12.
[3] Agustín, De Spiritu et littera, 13,22.
[4] Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 106, a. 2.
[5] Ibid., q. 106, a. 1; cf. Agustín, De Spiritu et littera, 21, 36.
[6] Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, 26, 4-5: CCL 36, 261; Confesiones, XIII, 9.
[7] Agustín, De Spir. et litt. ,19,34.
[8] C. Marx, Manuscritos de 1844, en Gesamtausgabe, III, Berlín 1932, p. 124 y Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, en Gesamtausgabe, I, 1, Frankfurt del M. 1927, p. 614 s.
[9] Bernardo de Claraval, De gradibus humilitatis, X, 36: PL 182, 962.
[10] Bernardo de Claraval, Sermones super Canticum, XV, 6: Ed. Cistercense, Roma 1957, p.86.


[Traducción del italiano por Inma Álvarez]


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Fuente ZENIT


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