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Homilía: Domingo 3º de Cuaresma (C)






Lecturas: Ex 3,1-8.13-15; S. 102; 1 Cor 10,1-6.10-12; Lc 13,1-9

Conviértanse. El Reino de Dios está aquí


P. José R. Martínez Galdeano, S.J.



Tengamos en cuenta, hermanos, de que la Iglesia nos propone hoy un tema muy de la Cuaresma: la conversión YA, sin esperar más.

Jesús comenta dos tristes noticias dando por buena la opinión popular de que han sido un castigo de Dios a los pecados de aquellas personas. Es lo que sucedió con Sodoma y Gomorra, con Saúl, con la desaparición de los reinos de Israel y de Judá. No se convirtieron como, en cambio, hicieron los ninivitas. “Y si ustedes no se convierten, todos perecerán de la misma manera”– concluye Jesús.

Todavía añade Lucas una parábola que abunda en la misma enseñanza. A todos se ha dado y se da todavía tiempo para dar fruto. Todavía el Señor nos sigue cultivando, nos sigue llamando. ¡Cuidado!, que si no nos convertimos de una vez, acabará cortándonos.

Convertirse es transformarse. Tratándose de personas convertirse se refiere normalmente a transformarse una persona en lo religioso y moral. Pero podemos precisar algo más. Como sabemos, toda persona bautizada ha recibido el don de la presencia en su alma del Espíritu Santo. Sin embargo esta alma continúa con el virus, digamos, de la concupiscencia. El Espíritu Santo estimula hacia el bien, la concupiscencia hacia el mal. Luego, a lo largo de la vida, los actos del hombre, buenos o malos, van aumentando las fuerzas para el bien y las del mal, conformando, es decir modificando en su forma de ser al espíritu humano y desarrollándolo en dimensiones muy varias. De ellas unas son buenas y otras malas. Cuando uno peca se hace pecador o, si se quiere, más pecador, se aleja de Dios y además se hace a sí mismo menos capaz de hacer el bien y de evitar el mal. Lo contrario sucede cuando se obra el bien; la persona mejora y aumenta su capacidad de obrar bien y de resistir al mal.

Por conversión se entiende lo más frecuentemente el cambio de quien vivía normalmente en pecado grave, privado de la gracia santificante, otorgada por el bautismo, o incluso carecía de fe, y pasa a la situación de vivir en gracia o creer. Es un cambio de actitud radical respecto de Dios y respecto del pecado. Es el caso de las que podemos también llamar grandes conversiones.

Pero, como reconoce el mismo San Pablo, aun en aquellos que ya se convirtieron de esa forma e incluso en los que no necesitaron de tal conversión para llegar a la fe, “el pecado habita en mí… advierto otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado, que está en mis miembros” (Ro 7,17.23); existe la concupiscencia y todos sienten y sentimos frenos internos a la caridad con Dios y con el prójimo. Por eso todos necesitamos de conversión.

El sacramento de la penitencia (llamado también del perdón, de la misericordia o más normalmente confesión) es un gran instrumento de conversión. Jesús viene a compararlo con la misión del médico. “No es el médico para los sanos sino para los enfermos. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores a penitencia” (Lc 5,32). El sacramento de la penitencia no sólo perdona los pecados, sino que sana el alma, le inyecta fuerza contra los vicios cuyos pecados se acusaron y a favor de la virtudes, débiles para evitarlos.

Sin embargo, como toda gracia, requiere el complemento de la cooperación humana. No basta que un carro tenga combustible, es necesario un chófer que lo ponga en marcha y maneje. No basta la gracia que hace posible a la voluntad poder obrar bien, es necesaria la decisión de la misma voluntad, su acto de querer obrar bien. Es lo que en la confesión se llama el propósito.

El propósito mira más al futuro que al pasado. No importa tanto en alta mar de dónde partió la nave, sino a dónde va. El propósito no es tomar conciencia de que el pecado pasado fue pecado; tal conciencia es necesaria ya para y antes de que el pecado se cometa. El propósito de la enmienda es un acto de la voluntad que mira hacia el futuro: es la decisión actual de poner en el futuro los medios necesarios para evitar el pecado que se confesó.

Ocurre que a veces se usa de la confesión no como un acto de conversión, sino como una acción piadosa. Una acción piadosa se puede repetir sin más: se puede rezar el rosario una vez a la semana (los sábados) o todos los días o rezar varios rosarios al día. Las personas que se confiesan con regularidad y sobre todo con frecuencia tienen el peligro de la rutina, de hacerlo sin propósito o con un propósito muy flojo. Si sus faltas no se corrigen, siendo a veces hasta pecados graves, posiblemente es que no hay propósito. A veces se puede dudar aun de la validez de tales confesiones por falta de tal propósito. No hay conciencia de que hay que cambiar.

El cristiano debe estar en lucha perpetua; contra el pecado y contra sí mismo, porque el pecado “esta en mí”, lo lleva dentro (v. Mt 15,19). Eso es lo que significa la continua llamada a la vigilancia y a la lucha, como nos amonesta la Escritura (v. 2Pe 5,8; Mt 11,12; Lc 12,51). San Pablo emplea otra metáfora menos belicosa, la del deporte (v. 1Co 9,24). Estamos siempre en carrera. Hay que estar esforzándose siempre, sin pararse nunca; como la luz, que, si se apaga, de sí misma no tiene capacidad de volver a alumbrar. La primera pregunta al hacerse el examen de conciencia podría ser: ¿He estado en carrera? ¿Me he esforzado? ¿Mi tónica ha sido la del esfuerzo?

Es bueno tener un cierto ritmo en la práctica del sacramento de la penitencia. Pero no nos confesemos nunca meramente porque “ha pasado un mes, o quince días o…”. Confesémonos por haber caído en tal pecado o defecto o por ir procediendo con una actitud pecaminosa; en definitiva porque no estamos sanos sino enfermos.

Porque un cristiano de verdad siempre está activo, siempre está en carrera, siempre está en lucha, siempre se da cuenta de algo que le está llevando a la inacción perezosa o a la cobardía; o le está impidiendo o empieza a impedirle el bien o el bien mejor o el bien perfecto o le quita la alegría en el bien o le disminuye la fe. “Conviértanse –dice el Señor– porque está cerca el Reino de los cielos”.

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