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El Matrimonio: Gran misterio es éste



P. Vicente Gallo, S.J.

Misterio del Sacramento, 1º Parte





I

Hablando del matrimonio, San Pablo exclama en su Carta a los Efesios: “Gran misterio es este, que yo lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 12). Al leer estas palabras del Apóstol en la Carta a los Efesios, generalmente se comprende que hable de “un misterio”. Pero solemos dejarlo en eso, un “misterio”; y pasamos adelante sin más, no tratamos de profundizar en él.

En la liturgia para las Bodas, la Iglesia le dice a Dios: “Es deber nuestro y es nuestra salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno; porque estableciste con tu Pueblo la Nueva Alianza para hacer partícipes de la naturaleza divina y coherederos de tu gloria a los redimidos por la muerte y la resurrección de tu Hijo Jesucristo. Toda esta liberalidad generosa la has significado en la unión del hombre y la mujer, para que este sacramento que celebramos nos recuerde tu amor inefable” (el amor con el que se une Cristo con su Iglesia) ...“Y así, al que creaste por amor y al amor le llamas, le concedes participar en tu amor eterno; de manera que el sacramento de los desposorios, signo de tu amor y caridad, consagra el amor humano por Jesucristo el Señor nuestro”. (Prefacios de la Misa de Matrimonios).

La unión del varón y la mujer en matrimonio, y el amor con que se unen queriendo permanecer en él unidos para siempre, es algo que brota como cosa natural de los seres humanos: así lo hallamos en todas las culturas, épocas y religiones. Se realiza con ello una “alianza” distinta de todos los otros pactos humanos; con un amor distinto también de todos los otros modos de amarse que usan los hombres. Hacerlo así es algo natural, no precisa enseñarse.

Pero nuestra fe, ya desde su origen judío, lo entiende como el plan que tuvo Dios al crear a los seres humanos: Dios los hizo pareja, y así es como los hizo “a su imagen y semejanza”. Los mismos Libros Santos, contemplando la Alianza que Dios hace con Israel su Pueblo, la comparan con la alianza que el hombre y la mujer pactan al casarse. Esa “alianza” que el hombre y la mujer creyentes hacen, casándose porque se aman, es semejante a la “Alianza” de Dios con su Pueblo Israel, y más aún con la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios.

Veamos que una “alianza” no es igual que “un contrato”. Sería un “contrato” el decir: “desde ahora, yo traeré el dinero, y tú te ocuparás de la casa y de los hijos”; “ en nuestro matrimonio tú pondrás el 50 por ciento, y yo pondré el otro 50”; o cosas parecidas. Pero una “alianza” no implicará tales negociaciones. En ella se proclama la decisión de los dos para amarse sin poner límites; en ambos cónyuges se da la promesa de serle fiel al otro, de amarle pase lo que pase, y así respetarse y ayudarse todos los días de la vida. En una “alianza” lo que importa es la fidelidad mutua: el amor mutuo, y no por los derechos y obligaciones que se hayan fijado en un pacto, pero que hoy se asumen, y mañana, si llega el caso, se rescinden junto con el contrato.

Posteriormente a Israel, la fe cristiana nos hace tomar en serio que Dios es Tres Personas, unidas con tal relación de Amor que son un solo Dios. Afirma también el misterio de que Dios decide hacerse hombre, en su Hijo, para hacer suya nuestra humanidad como un esposo hace suya a la esposa de sus amores. Así Cristo hace a la humanidad su Esposa en quienes se entregan a ser de El por el bautismo o por el matrimonio constituyendo su Iglesia.

El matrimonio entre un varón y una mujer que son cristianos, es la realización cabal de ser “imagen y semejanza de Dios”. Se unen con un amor distinto de cualquier otro “amor”. Se unen con el amor con el que Dios es Tres Personas, haciendo un solo Dios; con el Amor por el que Dios se une en Alianza con los hombres haciéndolos su Cuerpo; con el amor divino que Dios pone en nuestros corazones de creyentes por el Espíritu Santo que nos da. Eso es amar el esposo a su mujer como Dios la ama, y con ese mismo amor la esposa a su marido: como Cristo ama a la Iglesia su Esposa, su Cuerpo. Cumpliendo así aquella sentencia divina de “los dos serán una sola carne”. Verdaderamente este es “un gran misterio”, un misterio de nuestra fe.


II


Como Pablo reflexiona, en su Carta a los Efesios, nosotros vemos estas obvias consecuencias: amar el esposo cristiano a su esposa cristiana “como Cristo ama a su Iglesia”, es enamorarse de ella como “salvador” de esa mujer a la que hace “su cuerpo”. La ama con el amor de querer ayudarla, y ella con la sumisión (Ef 5, 21) necesaria para dejarse ayudar y salvar. Con un amor por el cuál cada uno se entrega a sí mismo, dando su vida por el otro, para salvarlo de su situación de verse perdido, y sin que ninguno se muestre rebelde al amor del otro, no dejándose amar o no queriendo responder de modo parecido.

Cada esposo debe amar su pareja como Cristo a su Iglesia. Para hacerle santo siendo pecador, para purificarle mediante el baño del sacramento recibido con fe en la Palabra divina. Para presentársele a sí mismo luciendo de hermosura, “sin mancha ni arruga ni nada semejante sino santo e inmaculado”. Cada uno de los dos es quien tiene que hacer al otro tan digno de ser amado. Como Cristo lo hace con su Iglesia.

Así deben amar los maridos a sus mujeres: “Como a sus propios cuerpos”. “El que ama a su mujer, se ama a sí mismo”, y “nadie -dice Pablo- aborreció jamás a su propia carne, sino que la alimenta y la cuida con cariño; lo mismo que Cristo a su Iglesia porque somos miembros de su Cuerpo”. Este, afirma San Pablo, es el “gran misterio que yo digo respecto a Cristo y a la Iglesia”. Porque, según la Escritura, “Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”.

Junto con la Iglesia, podemos decir a los esposos: Marido, tu mujer se verá tan hermosa, radiante y feliz de estar casada contigo, cuanto tú seas capaz de hacértela para ti así cada día; Esposa, tu marido será tan digno de que estés enamorado de él, cuanto tú seas capaz de hacértele así siempre. Como Cristo lo hace con cada uno de nosotros, su Iglesia, aunque seamos pecadores.

La mujer, al casarse, le dice a Dios: “Yo tomo a este hombre como esposo, (tal como es y le conozco); y prometo serle fiel, para amarle, respetarle y ser su ayuda todos los días de mi vida”. Diciendo “quiero amarle” como él es, “respetarle” como él es, y “ayudarle” a ser mejor como él quiere serlo y como yo deseo encontrarle, para vivir enamorados todos los días de la vida. Lo mismo que ha dicho el hombre al tomar por esposa a esa mujer como es, no a otra distinta.

En otro lugar dice San Pablo, hablando del “amor que nunca pasa”: es un amor que, a semejanza del amor de Dios, “es comprensivo, se expresa en servicios, no tiene envidia; no quiere aparentar, ni busca el propio interés; no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de encontrar lo reprochable, se goza siempre con la verdad. Es el amor que disculpa sin límites, cree en el otro sin límites, espera en el otro sin límites, lo soporta todo sin límites”. Así nos ama Dios. Ese es el amor que promete el hombre a la mujer y la mujer igualmente a su marido: amarse uno al otro como Dios ama a cada uno.

Amar al otro como Dios le ama, es lo distintivo del matrimonio cristiano. Un matrimonio así, es indisoluble; porque se funda en un amor que no se puede traicionar. Es a Dios a quien se le hacen las Promesas, a través de la Iglesia; y lo que se promete a Dios nunca se podrá violar, como Dios no viola lo que nos promete. Hechos Cuerpo de Cristo mediante el Sacramento del Matrimonio, son de El los corazones de cada uno: para que Cristo ame al otro con ese corazón que se le da. Amarse así, no debe acabarse, como por nada se acaba el amor que nos tiene Dios; y eso es lo que da la verdadera felicidad. Un amor que no tenga esa garantía no puede hacerlos feliz en el matrimonio.

Abrazarse dos personas llorando juntas, es signo de la amistad profunda que se tienen. Darse la mano y brindar juntos después de un contrato, es signo de la fidelidad de amigos y aun de hermanos con la que han firmado el acuerdo. Tener un crucifijo en un escritorio de trabajo es signo de que son de Cristo quien allí trabaja y el servicio que quiera prestar con su labor.

De ese mismo modo, el casarse un hombre y una mujer cristianos delante de Jesucristo presente en los creyentes y el ministro de la Iglesia, que es ante quienes se casan, es signo de que se unen en matrimonio siendo Iglesia de Cristo: para realizar en su matrimonio el plan de Dios por Cristo manifestado. Se hacen de Jesucristo como pareja, en una Alianza como con Dios; no con simple contrato, que hoy se hace y mañana acaso se rompe.

Quieren vivir el ser pareja de casados, siendo de Cristo, en el amor con que Cristo los ama; para ser permanencia y continuadores del Amor con el que Cristo ama al Padre, el Padre le ama a él y él a su Iglesia, que es un amor indisoluble. Y para con ese amor con el que se casan, prometen salvarse el uno al otro siempre, con la única salvación en la que se cree, la de Jesucristo. De esa manera serán ambos partícipes de la felicidad de Dios (Jn 15, 11) en todas las situaciones que unidos puedan compartir.

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Agradecemos al P. Vicente Gallo SJ por su colaboración

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