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Homilía: Solemnidad de Santa María Madre de Dios


Lecturas: Num 6,22-27; S. 66; Ga 4,4-7; Lc 2,16-21
En el principio ya existía, era Dios,
y por su medio se hizo todo

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Es claro que Jesús, Dios y hombre verdadero, es el centro de la historia humana y de la revelación de Dios a los hombres. Toda la Escritura, por eso, se reduce a Cristo y nos habla de Cristo. En consecuencia cuando leemos la Escritura, no se la puede entender sin relacionarla con Cristo. Todo lo que en ella se nos dice tiene relación con Jesús. Sólo se entiende si se descubre correctamente la relación de la palabra con la Palabra. Consciente de esta verdad ha elegido la Iglesia los textos de la misa de hoy con especial cuidado.

El Antiguo Testamento viene a ser el anuncio de un futuro hermoso que llegaría para aquel pueblo privilegiado. Los descendientes de Aarón, el hermano de Moisés, fueron favorecidos con el privilegio de ser los sacerdotes, los mediadores entre los demás israelitas y Dios. Dios les manda por Moisés que bendigan a sus hermanos. La bendición es una invocación al Todopoderoso para que los proteja y les comunique los bienes divinos, se lo manda pedir con una fórmula muy bella: que les proteja, que les mire con amor, que se “ilumine su rostro” de amor al contemplarlos, que les conceda su favor, todo lo que sepa que es bueno para ellos, que su mirada bondadosa vaya siguiéndoles y protegiéndoles y así tengan paz. Cuando ellos lo hagan invocando así al Señor, Él asegurará que los bendecirá, es decir que concederá a sus hermanos lo que pidan.

Semejante promesa tuvo toda su eficacia con el nacimiento de Jesús. Fue anunciado por los ángeles a los pastores. Fue confirmado por los signos que les dieron y que vieron confirmados: “Les ha nacido el Salvador”. A los ocho días todo se confirma y se cierra poniendo a aquel niño el nombre que le corresponde en el pueblo de Israel y en la historia de la humanidad: “Jesús”, que significa “el Señor salva”; porque no ha habido, ni hay, ni habrá otro nombre por el que los hombres puedan ser salvos (v. Hch 4,12).

Porque éste es el destino de Jesús en el mundo, ésta es la misión que realizará rescatar a todos los que estaban bajo el pecado para que fueran hijos de Dios, capaces de invocarle con verdad ¡Abbá! (Padre), porque ya todos pueden llegar a dejar de ser esclavos del pecado y hacerse hijos de Dios y por tanto herederos del Cielo, que, como a tales hijos, les pertenece. Esto en lo que a Jesús toca lo ha realizado ya. Basta que cada hombre ponga de su parte lo que le corresponde: creer con la fe y abrirse a Dios por el arrepentimiento.

Esto lo ha realizado Jesús gracias a la colaboración de María. Para que Jesús pudiera comunicarnos todas esas maravillosas bendiciones, fue necesario que María colaborase con su colaboración y aceptación de ser la Madre de aquel niño. En los designios maravillosos de la Providencia era necesario que el Hijo de Dios formara plenamente parte de la historia humana, fuese un hombre como los demás, heredase de Adán todo lo propio de la condición humana, incluyendo las consecuencias que la desobediencia del pecado, que debía reparar, había acarreado a los hombres. En todo semejante a nosotros menos en el pecado, nacido de mujer, sujeto al dolor y la muerte como el resto de sus hermanos, como un hombre cualquiera.
Por eso María fue necesaria para realizar este plan divino. La existencia de Jesús empezó como la de cualquier miembro de la familia humana en el seno de una mujer. Primogénito de pleno derecho de la humanidad pudo desde el momento de su venida al mundo en el seno de María ofrecerse para redimir el pecado del mundo: No pueden satisfacerte, Padre, los sacrificios de animales ni objetos para compensar el pecado, pero ahora tengo un cuerpo, soy uno más entre los seres humanos, en nombre de todos vengo para hacer tu voluntad, para cumplirla y cumplirla hasta la cruz (S. 40,7-9: Hb 10,5-7).

Esta necesidad de un redentor que fuera simultáneamente Dios y hombre para poder realizar la salvación del pecado exigía su concepción virginal. Por eso cuando tras el pecado de Adán y Eva Dios diseña su revancha en el futuro aparece en el horizonte de la historia, como el norte al que toda ella se dirige, la figura de Jesús y la de María: “Entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo –condenó Dios a la serpiente –pondré una aversión radical e insuperable. Él te aplastará la cabeza” (Gn 3,15).

Y esto explica la solemnidad de hoy. Celebramos la circuncisión de Jesús, el momento en que legalmente todo hijo de Abrahán es incorporado al Pueblo de Dios, recibe su nombre y ocupa un lugar y una misión. A Jesús se le puso este nombre porque significa “el Señor salva” y ha venido a salvar. Y la Iglesia une a este misterio el de la Maternidad divina de María, porque para que Jesús salve tuvo que comenzar por ser concebido virginalmente en el seno de María.

El misterio nos atañe y afecta a todos. Para salvarnos a todos y cada uno el Hijo toma carne en María, el niño acepta la cruz y María, concebida sin pecado, concibe del Espíritu Santo y accede a ser compañera de la cruz del Hijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”.
En el nacimiento de Jesús –ora la liturgia– Dios ha establecido “el principio y la plenitud de toda religión” (v. col. 31 dic.). Como Jesús se entregó, como María se dio, nosotros nos confiamos a su misericordia infinita, que nos ha hecho sus hijos y también herederos por voluntad de Dios.
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