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Cuando no se puede hablar de la muerte en el matrimonio



P. Vicente Gallo, S.J.


Otros temas difíciles, 4º Parte




Veamos también otro problema que, al escuchar su mención, quizás puede resultar un tema banal, inútil, o macabro. Y por ello es tema difícil de abordarlo y dialogar sobre él. Me refiero al tema de la muerte tan segura, de cada uno, y de los al final. Se quiera pensarlo o no, uno de los dos se ha de morir primero; el otro, entonces, se quedará solo. Y al final, cuando los dos hayan muerto, ¿qué quedará de sus sueños juntos y de sus afanes por haberlos realizado? ¿Serán recordados con gratitud o quizás olvidados con menosprecio? Tantas preguntas posibles que puede hacerse uno sobre ese tema sin que puedan soslayarse si no es neciamente.

Puede llegar uno a enfrentarse con esa triste realidad cuando se ha tenido un percance en el que estuvo él casi en las manos de la muerte, salvando por esta vez la situación no sabe uno por qué. También, cuando alguna persona muy allegada a quien le ha ocurrido otro percance distinto, murió a causa de ello inesperadamente. Sencillamente, poniéndose un día a pensar en esa posibilidad de tener que morir uno de los dos, sin saber cómo ni cuándo, pero con la certeza de que llegará el caso y no muy tarde.

Las preguntas que entonces uno se hace, cuando es desde un verdadero amor de pareja, son muy distintas de las que nos hacemos en tantos otros problemas. Son preguntas muy entrañables. “¿Qué será de mí si llega a faltarme mi pareja a quien ahora amo sólo a mi manera sin pensar que no siempre vamos a estar juntos?” “¿Qué será de mi pobre pareja si llego a morirme yo?” “Si yo llego a morirme inesperadamente o aun esperándolo, ¿me arrepentiré de haber amado tan poco y de modo tan deficiente a mi cónyuge al que no podré ya amar en adelante?” “¿Me arrepentiré de haberme dejado amar tan poco y de no haber gozado en plenitud la compañía de mi pareja?” Y otras preguntas parecidas. Además de las que podrá hacer pensando en los hijos, que quedan aquí al morir uno de los dos.

Ante tales preguntas u otras, indudablemente surgirán sentimientos muy fuertes. En un cristiano, podrían ser sentimientos de alegría, como San Agustín nos cuenta que eran los de su madre Mónica al verse en el trance de morir, como sucedió de hecho a los pocos días. Igual que San Pablo al escribir con amor a los cristianos de Filipos desde la cárcel cuando ya estaba condenado a muerte. Esa alegría se siente sólo teniendo la misma fe de ellos, que no es fácil tenerla; por lo que esas preguntas producen sentimientos de angustia, de temor, de tristeza y otros parecidos.

Cuando los sentimientos son negativos y dolorosos: de tristeza y pena por haberse amado poco y tan mal; de rabia, porque no se podría volver atrás para recuperar ese tiempo perdido y amarse mejor, de temor grande, ante la certeza de que esa lamentable realidad llegará más pronto de lo que uno querría y que es inevitable. Una confrontación con pelea o sin ella, es cosa fuera de lugar. Conversar sobre el tema, es de mal gusto, y no valdría para que el amor que se tienen crezca en intensidad y en madurez.

Sólo cabe dialogar sobre los sentimientos que ante dichas preguntas a uno le invaden. Algo que no suele hacerse, pero que sí sería muy sano hacer ese diálogo alguna vez. Con ello, se fortalecería mucho el amor anodino que se están teniendo en la pareja; buscarían cómo amarse más de veras ya desde ahora, sin continuar perdiendo el tiempo que tienen para hacerlo, y sentirse felices viviendo unidos. En vez de un diálogo macabro, será un diálogo muy amoroso ese que experimentarán, y lograrán sentir la más profunda intimidad, el objetivo por el que Dios les hizo el uno para el otro y con su amor los unió en matrimonio.


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Agradecemos al P. Vicente Gallo SJ por su colaboración


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