P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.†
Lecturas: Is 50,5-10; S.114; St 2, 14-18; Mc 8,27-35
El texto de este evangelio es inmediato al del domingo pasado. Cronológicamente tienen lugar en el viaje del que hablamos, en los días finales. Cesarea de Filipo es una de las ciudades de la Decápolis, reconstrucción de otra anterior por Herodes Filipo y llamada así en honor del emperador romano César Augusto y de sí mismo. Jesús lleva como un año y medio de predicación y está casi a un año de su muerte.
Ha hecho muchos milagros, su predicación ha causado sensación; sin embargo la gente no capta lo verdaderamente importante. Los discípulos tampoco atinan. A la pregunta de Jesús: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”, solo Pedro da con la respuesta acertada: “Tú eres el Mesías”. En el paralelo de Mateo tenemos la felicitación de Jesús, que ya hemos comentado otras veces. Una vez más aparece Pedro tras el texto de Marcos, cuyo texto tiene como fuente primera la catequesis de Pedro en Roma. Humildemente Pedro silencia o baja el tono de todo lo que pueda redundar en alabanza propia, como aquí las palabras de Jesús.
Una primera conclusión: no es nada fácil conocer a Jesús y al misterio de su persona. Jesús dice a Pedro, como recuerda Mateo, que ha sido una gracia de su Padre. San Pablo dice en Efesios que hinca sus rodillas pidiendo para sus lectores el conocimiento de la anchura, largura, altura y profundidad del amor de Dios que se manifiesta en Cristo (Ef 3,14-19). De sí mismo dice que continua esforzándose, corre, para alcanzar la meta, porque todavía no llega (1Cor 9,26s). Que cada uno saque las conclusiones debidas. Conocer a Cristo es una gracia que no se logra sin oración y sin respuesta generosa.
Concluye Jesús con una frase enigmática: “Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie”. ¿Por qué? La respuesta general de los exegetas (especialistas en la Biblia) es ésta: Los judíos estaban persuadidos de que el Mesías vendría con unos poderes humanos extraordinarios; que con ellos reuniría a los judíos, los libraría de la dependencia política de otros pueblos, a los que bajo su mando dominarían, y restablecería el reino de David con una prosperidad material inigualable. Cualquier sospecha mesiánica desataba así un movimiento fanático político, independentista y belicoso. La prueba está unas semanas antes. Tras la multiplicación de panes y peces la multitud quiere elegir a Jesús como a rey; el evangelio dice que el Señor tuvo que escapar al monte y obligar a los discípulos a embarcarse (Jn 6,15). Las envidias entre los discípulos (Mc 10,37.41; Lc 22,24) tienen la misma explicación y la decepción y traición de Judas Iscariote.
Confirma la explicación anterior la frase: “Y empezó a instruirlos”. A partir de este momento Jesús predice a sus discípulos su futura pasión; también lo hace en parábolas a la gente y a sus adversarios; insiste por fin en la exigencia de la cruz, del sacrificio, de la humildad y de la renuncia para ser su discípulo.
El texto de hoy es el primero que marca el cambio. Releámoslo: “Y empezó a instruirlos. El Hijo del Hombre –término enfático que Jesús reserva para afirmaciones graves– tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días. Se lo explicaba con toda claridad –subraya el mismo texto–. Entonces Pedro lo llevó aparte y se puso a increparlo”.
Pedro tiene un carácter espontáneo. Es posible que el ascendiente adquirido por la bendición de Jesús poco antes lo haya envalentonado para hablar a Jesús como lo hizo; pero la rapidez, el tono y los términos indignados de la respuesta ahorran todo comentario: “Jesús se volvió, y de cara a los discípulos increpó a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás!”. A nadie antes se había dirigido Jesús llamándole así. El máximo había llegado al referirse veladamente a Judas en Cafarnaúm como a un diablo el día del escándalo por la promesa de la Eucaristía; pero no se había dirigido a él de forma directa y personal.
“¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Este es el punto clave. “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos –dice el Señor–. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros” (Is 58,8-9).
En la escena anterior no había “gente”. Sólo estaban los discípulos. Es posible que a la gente se lo dijera, pero otro momento. Sin embargo Pedro entiende que aquellas palabras tan severas no le atañían sólo a Él, sino a todos los que se habían convertido a Jesús y habían recibido el bautismo: “Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”.
La verdad: es lección difícil de aprender. La repetirá Jesús solemnemente otras dos veces. Los mismos doce, los predilectos, Pedro y Juan el discípulo amado, no la entenderán. Necesitaron la enorme gracia del Espíritu Santo en Pentecostés. La exigencia aparece muchas otras veces en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La primera lectura de hoy, la de Isaías, es otra clara predicción, y todo el famoso cuarto canto del Siervo: “Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores, despreciable” (Is 53,3). San Pablo, que recibió gracias tan fantásticas, resume su predicación en “Cristo crucificado, escándalo para judíos y ridículo para gentiles; sólo para nosotros, los que tenemos fe, es sabiduría de Dios y poder de Dios” (1Cor 1,24-25).
Ahora preguntémonos nosotros cada uno con honradez: ¿Son mis pensamientos siempre los de Dios, los de Jesús, o los de los hombres? ¿Qué crees necesitar para ser mejor cristiano? ¿Para dar mejor testimonio de Jesucristo? ¿Más dinero? ¿Más prestigio social? ¿Más salud? ¿Más sabiduría humana? No eres de verdad cristiano; con ese modo de pensar no los serás nunca.
¿Qué hacer? En primer lugar el cambio es obra de la gracia. Pide esa gracia, especialmente a Cristo crucificado. Que el Señor de los Milagros te conceda ese milagro del corazón. Pide y luego esfuérzate lo primero en llevar con paciencia, con calma y aun con alegría las astillas de la cruz que aquí y allí te hacen sufrir: una enfermedad, un dolor, una palabra humillante, hasta un defecto moral que a veces muestra que no eres ningún santo… Vete aceptando estos dolores; que con ellos el Señor te va entrenado a afrontar en su momento cruces mayores. Y del dolor necesario no huyas nunca; con frecuencia el evitar el pecado y obrar la caridad no es posible sin hacer frente al rebelarse de la propia naturaleza. Entonces hay que orar como Cristo: “No se haga mi voluntad sino la tuya” y aceptar el cáliz.
Mañana celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el martes la memoria de Nuestra Señora de los Dolores; pidamos al Señor que nos conceda la gracia de “gloriarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Ga 6,14).
Ha hecho muchos milagros, su predicación ha causado sensación; sin embargo la gente no capta lo verdaderamente importante. Los discípulos tampoco atinan. A la pregunta de Jesús: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”, solo Pedro da con la respuesta acertada: “Tú eres el Mesías”. En el paralelo de Mateo tenemos la felicitación de Jesús, que ya hemos comentado otras veces. Una vez más aparece Pedro tras el texto de Marcos, cuyo texto tiene como fuente primera la catequesis de Pedro en Roma. Humildemente Pedro silencia o baja el tono de todo lo que pueda redundar en alabanza propia, como aquí las palabras de Jesús.
Una primera conclusión: no es nada fácil conocer a Jesús y al misterio de su persona. Jesús dice a Pedro, como recuerda Mateo, que ha sido una gracia de su Padre. San Pablo dice en Efesios que hinca sus rodillas pidiendo para sus lectores el conocimiento de la anchura, largura, altura y profundidad del amor de Dios que se manifiesta en Cristo (Ef 3,14-19). De sí mismo dice que continua esforzándose, corre, para alcanzar la meta, porque todavía no llega (1Cor 9,26s). Que cada uno saque las conclusiones debidas. Conocer a Cristo es una gracia que no se logra sin oración y sin respuesta generosa.
Concluye Jesús con una frase enigmática: “Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie”. ¿Por qué? La respuesta general de los exegetas (especialistas en la Biblia) es ésta: Los judíos estaban persuadidos de que el Mesías vendría con unos poderes humanos extraordinarios; que con ellos reuniría a los judíos, los libraría de la dependencia política de otros pueblos, a los que bajo su mando dominarían, y restablecería el reino de David con una prosperidad material inigualable. Cualquier sospecha mesiánica desataba así un movimiento fanático político, independentista y belicoso. La prueba está unas semanas antes. Tras la multiplicación de panes y peces la multitud quiere elegir a Jesús como a rey; el evangelio dice que el Señor tuvo que escapar al monte y obligar a los discípulos a embarcarse (Jn 6,15). Las envidias entre los discípulos (Mc 10,37.41; Lc 22,24) tienen la misma explicación y la decepción y traición de Judas Iscariote.
Confirma la explicación anterior la frase: “Y empezó a instruirlos”. A partir de este momento Jesús predice a sus discípulos su futura pasión; también lo hace en parábolas a la gente y a sus adversarios; insiste por fin en la exigencia de la cruz, del sacrificio, de la humildad y de la renuncia para ser su discípulo.
El texto de hoy es el primero que marca el cambio. Releámoslo: “Y empezó a instruirlos. El Hijo del Hombre –término enfático que Jesús reserva para afirmaciones graves– tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días. Se lo explicaba con toda claridad –subraya el mismo texto–. Entonces Pedro lo llevó aparte y se puso a increparlo”.
Pedro tiene un carácter espontáneo. Es posible que el ascendiente adquirido por la bendición de Jesús poco antes lo haya envalentonado para hablar a Jesús como lo hizo; pero la rapidez, el tono y los términos indignados de la respuesta ahorran todo comentario: “Jesús se volvió, y de cara a los discípulos increpó a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás!”. A nadie antes se había dirigido Jesús llamándole así. El máximo había llegado al referirse veladamente a Judas en Cafarnaúm como a un diablo el día del escándalo por la promesa de la Eucaristía; pero no se había dirigido a él de forma directa y personal.
“¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Este es el punto clave. “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos –dice el Señor–. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros” (Is 58,8-9).
En la escena anterior no había “gente”. Sólo estaban los discípulos. Es posible que a la gente se lo dijera, pero otro momento. Sin embargo Pedro entiende que aquellas palabras tan severas no le atañían sólo a Él, sino a todos los que se habían convertido a Jesús y habían recibido el bautismo: “Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”.
La verdad: es lección difícil de aprender. La repetirá Jesús solemnemente otras dos veces. Los mismos doce, los predilectos, Pedro y Juan el discípulo amado, no la entenderán. Necesitaron la enorme gracia del Espíritu Santo en Pentecostés. La exigencia aparece muchas otras veces en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La primera lectura de hoy, la de Isaías, es otra clara predicción, y todo el famoso cuarto canto del Siervo: “Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores, despreciable” (Is 53,3). San Pablo, que recibió gracias tan fantásticas, resume su predicación en “Cristo crucificado, escándalo para judíos y ridículo para gentiles; sólo para nosotros, los que tenemos fe, es sabiduría de Dios y poder de Dios” (1Cor 1,24-25).
Ahora preguntémonos nosotros cada uno con honradez: ¿Son mis pensamientos siempre los de Dios, los de Jesús, o los de los hombres? ¿Qué crees necesitar para ser mejor cristiano? ¿Para dar mejor testimonio de Jesucristo? ¿Más dinero? ¿Más prestigio social? ¿Más salud? ¿Más sabiduría humana? No eres de verdad cristiano; con ese modo de pensar no los serás nunca.
¿Qué hacer? En primer lugar el cambio es obra de la gracia. Pide esa gracia, especialmente a Cristo crucificado. Que el Señor de los Milagros te conceda ese milagro del corazón. Pide y luego esfuérzate lo primero en llevar con paciencia, con calma y aun con alegría las astillas de la cruz que aquí y allí te hacen sufrir: una enfermedad, un dolor, una palabra humillante, hasta un defecto moral que a veces muestra que no eres ningún santo… Vete aceptando estos dolores; que con ellos el Señor te va entrenado a afrontar en su momento cruces mayores. Y del dolor necesario no huyas nunca; con frecuencia el evitar el pecado y obrar la caridad no es posible sin hacer frente al rebelarse de la propia naturaleza. Entonces hay que orar como Cristo: “No se haga mi voluntad sino la tuya” y aceptar el cáliz.
Mañana celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el martes la memoria de Nuestra Señora de los Dolores; pidamos al Señor que nos conceda la gracia de “gloriarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Ga 6,14).
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Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita†
Director fundador del blog
Es tan difícil entender cómo piensa Dios... en verdad que habrá que pedir esa gracia, porque nuestros pensamientos humanos están atados al suelo, a nuestra época, a nuestra propia experiencia y todo esto nos hace tan pequeños...
ResponderEliminar¿Cómo entender entonces?