P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Hch 1,1-11; S. 46; Ef 4,1-13; Mc 16,15-20
Celebramos hoy con el grado de “solemnidad”, que es el máximo en la liturgia, el misterio de la Ascensión de Jesús en cuerpo y alma al Cielo. Si sin ninguna explicación previa se nos hubiera preguntado, creo que hubiéramos opinado en general, como los apóstoles, que preferíamos a Jesús en este mundo mejor que en el Cielo. Sería y es una opinión discordante con la fe.
Celebramos hoy con el grado de “solemnidad”, que es el máximo en la liturgia, el misterio de la Ascensión de Jesús en cuerpo y alma al Cielo. Si sin ninguna explicación previa se nos hubiera preguntado, creo que hubiéramos opinado en general, como los apóstoles, que preferíamos a Jesús en este mundo mejor que en el Cielo. Sería y es una opinión discordante con la fe.
Jesús visiblemente desaparece de este mundo, pero esta marcha es providencial. Nos conviene, es mejor así, que se haya ido. ¿Por qué?
En primer ya les dijo Jesús a los once que era mejor, pues así les enviaría el Espíritu Santo (Jn 16,7). El relato evangélico de hoy constata una vez más que Jesús, antes de ascender, les mandó divulgar el Evangelio y, como signos para estimular la fe de los oyentes, les prometió poder contra los demonios, hablar lenguas nuevas y curar enfermos. El evangelista observa que esto se realizó de hecho.
La primera lectura es justo el comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por S. Lucas como continuación de su evangelio. Comienza con la última aparición de Jesús en Jerusalén el día de la Ascensión, engarzando y repitiendo en parte datos ya reseñados al final de su evangelio. Jesús vuelve a repetir que van a recibir el Espíritu Santo y que así recibirán fuerza para cumplir con el mandato de ser sus testigos ante todos los hombres. Luego asciende al Cielo ante sus ojos.
La segunda lectura, tomada de la carta a los Efesios (la comunidad cristiana de la ciudad de Éfeso), explica algo más lo que nos da el Espíritu Santo. Voy a centrarme sobre todo en ella, desarrollando así la doctrina enseñada el domingo anterior.
Vimos entonces que en el bautismo, además de perdonársenos los pecados, se nos unía como sarmientos a la vid, de modo que veníamos a participar de la vida de Cristo resucitado. Así somos hechos hijos de Dios. Esa vida divina transforma nuestras almas y nos da capacidades nuevas para actos nuevos, que son los que realizamos con las virtudes divinas de la fe, la esperanza y la caridad y también otras virtudes, llamadas infusas, además de otros posibles dones y carismas.
San Pablo en la carta a los Efesios aclara bien que esa vida de Jesús la participamos porque se nos ha dado, también en el bautismo, el don del Espíritu Santo. En realidad es el don más importante. El mismo Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad, ha venido a habitar en nosotros. Por eso, recuerden, San Pablo dice que somos templo del Espíritu Santo y que Dios habita en nosotros. Igualmente San Pedro escribe que formamos como un templo habitado por Dios y que somos piedras vivas, porque cada uno está también habitado por Dios.
Hoy San Pablo argumenta, en el fragmento leído, a favor del amor mutuo porque todos los creyentes, toda la Iglesia, somos como un solo cuerpo y cada miembro del cuerpo obra a favor del conjunto. Eso lo hace el Espíritu Santo. Es como el alma, que es una y junta y da vida a todos los miembros del cuerpo. En otro sitio llama a Cristo cabeza de la Iglesia, porque de Cristo viene la vida a cada uno de los miembros. Cristo nos da su Espíritu a cada uno y entonces cada miembro tiene vida y puede obrar. Como los miembros del cuerpo, cada uno es distinto del otro y tiene funciones diversas, pero todos forman un solo cuerpo, así en la Iglesia participamos todos del mismo Espíritu, estando unidos todos a la misma cabeza, Cristo, pero somos distintos y tenemos distintas funciones en la Iglesia. “Él ha constituido a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelizadores, a otros pastores y maestros, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio y para la edificación del cuerpo de Cristo”, es decir para que todos seamos cada vez más santos y en la Iglesia entren todos los hombres. “Hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud”, es decir que, como he recalcado otras veces, ese crecimiento hasta la plenitud se hace viviendo más y más de la fe, conociendo más y más a Cristo y asemejando cada vez mejor su vida, sentimientos y pensamientos.
Una vez más llegamos a descubrir maravillas. Somos portadores de Dios. Cristo no nos aporta meramente un código de conducta, una serie de obligaciones morales, que por lo demás todo el mundo reconoce que debe de cumplir: el menos religioso sabe muy bien que no puede matar, ni robar, ni violar. Claro que continuamos con esos deberes morales; incluso podemos aceptar que son mayores porque aumenta nuestra conciencia de su obligación. Pero más allá de la ley moral, Jesús resucitado nos da la participación de su vida, la presencia del Espíritu Santo en nuestras almas, y nos ofrece los dones y virtudes necesarios para realizar muy bien nuestras misiones en la Iglesia y en el mundo. Cada uno de ustedes tiene responsabilidades especiales por ser padre, madre, hijo, por tener que trabajar y estar bajo responsabilidades especiales. Ahí pueden y deben hacerse santos y ejercitar carismas, dones y virtudes. Todos ustedes pueden orar cada vez mejor, ser mejores padres y padres, mejores hijos, mejores trabajadores, etc. ¿Cómo hacerlo? Pidan lo que necesitan de todo ello cada día y luego esfuércense en obrar según la inspiración del Espíritu. Verán que en su interior va surgiendo una fuente de agua viva (Jn 7,38). Con la ayuda de María, háganlo. Y que así sea.
Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog
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