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Homilías: Domingo de Epifanía (B) - La estrella es verdad que se ve



P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.

Lecturas: Is 60,1-6; S 71; Ef 3,2-6; Mt 2,1-12 

“¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!”. La lectura de Isaías es un canto triunfal de entusiasmo. Se repiten los términos de luz, gloria, resplandor de aurora, alegría radiante, asombro y ensanchar del corazón, regalos y abundancia. Cualquier comentarista de la Biblia podría citar otros muchos textos parecidos de Isaías, sobre todo, así como de Ezequiel, Miqueas, Zacarías, Sofonías. Por eso el pueblo judío se había forjado tantas esperanzas en la venida del Mesías. No se equivocaba en la magnitud de las esperanzas. En lo que erró fue en la clase de bienes de que se trataba. A nosotros puede pasar lo mismo. Y sería más culpable en nosotros, pues estamos oyendo continuamente de qué se trata. 

Los capítulos evangélicos sobre los primeros años de vida de Jesús manifiestan desde el principio los puntos más importantes de su persona y su misión. En las homilías de días pasados hemos reflexionado ya sobre la divinidad y humanidad de Jesús, su concepción virginal, mesianidad y misión redentora. Su mesianidad es la del siervo sufriente de Isaías 53 y la misión redentora se realizará por la cruz, como se ve con la profecía de Simeón, la muerte de los inocentes y la necesaria huída a Egipto. La fiesta de hoy y el fragmento leído del capítulo 2 de Mateo se fijan en otra característica: La misión de Jesús es universal. No se limita al pueblo de Israel. Alcanza a todos los hombres. Es universal, es católica. “Ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus apóstoles y profetas que también los otros pueblos (es decir los no judíos, nosotros) comparten la misma herencia, son miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo por medio del Evangelio”. Si bien los primeros invitados serían los israelitas, Jesús no se iba a limitar ni se limitó a ellos. Vino a salvar a todos los hombres de sus pecados, porque Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4), “pues no hay diferencia alguna: todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados (hechos “justos”) por el don de su gracia en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Ro 3,19-20). Para ello Dios usó los conocimientos de los mismos Magos (eran astrónomos y conocían la cultura y religión judías) para hacerles saber que sí, que era verdad y que había nacido el Rey salvador, que los judíos esperaban. 

Hay muchos que creen que Dios existe (a al menos que tal vez exista), pero que en todo caso está muy lejos y que ningún hombre puede entrar en contacto con él. Así en este mundo no habría diferencia entre el creyente y no creyente, cada uno baila con su pañuelo y nada más. De estos principios se deduce que Cristo no es Dios, porque Dios no puede venir a este mundo, que los milagros no pueden darse y cosas peores. Semejantes principios llevan, en nuestra opinión, a la desmoralización de la vida pública, al “fin justifica los medios”, a la moral del superhombre de Nietzsche que justifica la violencia con tal de que triunfe, a la justificación del aplastamiento de los pobres, a las negación de los derechos humanos más elementales. 

Dios se comunicó a los Magos en el lenguaje que ellos podían entender y entendieron, y Dios se comunica hoy con todos los hombres en algún momento de su vida para que se pongan en camino y encuentren al Salvador. Especialmente se comunica con nosotros, que somos sus elegidos. Es de nuestros días (por lo menos de los míos, ya que murió hace doce años a los 80 de edad), la conversión de André Frossard, conocido periodista francés. Hijo de un primera espada comunista, sin ninguna preocupación religiosa, entra en una pequeña capilla buscando a un amigo. Esta terminando la exposición al Santísimo Sacramento, de la que no entiende, ni cree, ni comprende, ni le interesa nada, pues nunca nadie le ha hablado de ello. De repente se desencadenan en él una cadena de fenómenos que le van a cambiar totalmente. Él mismo cuenta que lo primero le llegan las palabras de “vida espiritual”, como dichas en voz muy baja y que se le clavan. Siente como que el cielo se abre y se eleva y descubre un mundo distinto de un resplandor y de una densidad que despide al nuestro a las sombras frágiles de los sueños. Se le presenta como la realidad, la verdad que ve desde la ribera oscura de este mundo, donde se encuentra retenido. Descubre que hay un orden en el universo y en su vértice, más allá de una bruma resplandeciente, la evidencia de Dios: La evidencia hecha presencia y la evidencia hecha persona de Aquel mismo a quien habría negado un momento antes y a quien los cristianos llaman Padre nuestro y del que “me doy cuenta –dice– que es dulce, con una dulzura semejante a ninguna otra, que no es la cualidad pasiva que se designa a veces con ese nombre, sino una dulzura activa que quiebra, que excede a toda violencia, capaz de hacer que estalle la piedra más dura y más duro que la piedra, el corazón humano. Todo ello en medio de una inmensa alegría , la alegría de ser salvado del pecado en que, sin darse cuenta antes, estaba inmerso y ahora lo ve”. Al mismo tiempo se le da una nueva familia: la Iglesia. Todo simultáneo y “todo dominado, por la presencia más allá y a través de una inmensa asamblea, de Aquel cuyo nombre jamás podría escribir sin que le viniese el temor de herir su ternura, ante quien tiene la dicha de ser un niño perdonado, que se despierta para saber que todo es regalo”. Maravillosa conversión, como la de San Pablo o tal vez más. (A. Frossard, “Dios existe. Yo me lo encontré”, Rialp 1983, 157-160). 

El hecho no es tan raro. La Carta a los Hebreos dice: “De muchos modos (ni siquiera de sólo uno) habló Dios en el pasado a nuestros Padres (Abrahán, Jacob, etc.) por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (1,1-2). Dios habla y habla con frecuencia; Dios nos ha hablado en esta Navidad. ¿Le han escuchado? ¿Se dan ustedes cuenta de que Dios les habla cuando les habla? Porque, recuerden, Jesús dice que estará con la Iglesia hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20), que los apóstoles “no serán ellos los que hablen sino el Espíritu de su Padre hablará por ellos” (Mt 10,20), que el Espíritu Santo “se lo enseñara todo y les recordará lo que Él, Jesús, nos ha dicho” (Jn 14,26). En otras ocasiones he hablado de las gracias actuales, gracias que nos estimulan a hacer obras buenas (orar, arrepentirse, perdonar, entender la Biblia, obrar la caridad, etc.); todas ellas son palabras de Dios. ¿Las escuchamos? ¿Las comprendemos? ¿Las practicamos? 

Dios habla, Dios sigue hablando, Dios nos ha hablado, nos va a seguir hablando, sin duda que en esta misa. Si obras como los Magos. Si te pones en marcha, mejor acompañado por la Iglesia, por la iglesia doméstica, la familia, por el grupo parroquial; si preguntas cuando temas haber perdido la pista, entonces escucharás, lo encontrarás. Si lees y meditas la Palabra, si estudias el catecismo de la Iglesia, si oras, si obras en consecuencia con tu fe, lucirá muchas veces la estrella. Podrás adorarlo y ofrecerle de tu oro, incienso y mirra. Para volver luego a tu tierra y contar allí (en tu familia, en tu trabajo, a tus amigos, a todo el mundo) “lo que has visto y oído”. Si crees, entenderás. Dios te habla. Escucha.





Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog

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