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Homilías: Domingo 30 T.O. (A)

Lecturas:; Ex 22,21-27; S. 17; 1Ts 1,5-10; Mt 22,23-40

“Con todo el corazón, con toda el alma”
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.


Como les indiqué el domingo pasado, estas discusiones tienen lugar en los últimos días de la vida mortal de Jesús, entre el Domingo de Ramos y el Miércoles Santo. Se discutía mucho entre los doctores de la ley cuál era el mandamiento principal de la ley. Contaban hasta 613 preceptos y había muchas opiniones y discusiones al respecto. Para Jesús fue una pregunta fácil. No dudó ni un segundo. Lo tenía muy claro: “Amar a Dios”. Nada existiría, nada tendría razón para existir si Dios no lo hubiera querido. Por su inmensa bondad lo ha hecho todo para bien del hombre y ningún hombre llega a ser perfecto sin llegar a Él. Y no se llega a Dios si no se le ama. El amor de Dios es así no sólo importante, sino necesario y lo más fundamental. Si no se alcanza a Dios, no puede haber realización ni felicidad humana. Por eso Jesús recalca que no es cualquier amor sino “con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”.

Pero la respuesta no es completa. Por eso Jesús añade otro mandato, el que llama segundo, del que dice que es semejante y vuelve todavía a añadir que entre los dos sostienen la Ley y los profetas. La Ley y los profetas para el judío incluyen toda la revelación de Dios.

Sin duda que todos están de acuerdo con las palabras de Jesús tan repetidas y oídas muchas veces. Pero las expresiones verbales, las mejores, se gastan con su monótona repetición y acaban perdiendo su significado, dejan de inquietarnos la conciencia y esto no siempre es bueno, por ejemplo en este caso. Temo que le haya pasado también a esta palabra de Jesús de tanto repetirla sin compromiso personal y, por tanto, sin vivirla con verdad. Porque no basta con estar de acuerdo sino que además hay que vivirla de modo operativo.

En la explicación de la Carta a los Romanos ya expliqué cómo nuestro arrepentimiento de los pecados no tiene su primer origen en nosotros sino en Dios. Vuelvo a repetirlo: Así como un enfermo no puede curarse con sus fuerzas y conocimientos, sino que necesita del médico y las medicinas, el pecador no puede arrepentirse de sus pecados y convertirse si previamente Dios misericordioso no se vuelve a él y le llama a la conversión. Esta vuelta de Dios hacia el pecador es gratuita, no se merece nunca, sino que Dios la da por puro amor sin obligación ninguna. De forma que toda relación de Dios con el hombre no tiene otra causa original que la misericordia y el amor gratuito de Dios a cada persona. Para cumplir este doble precepto hace falta mucha gracia de Dios y pedirla todos los días.

La obligación es clarísima y continuamente repetida en la Biblia: “Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, sólo el Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden grabadas en tu corazón estas palabras que yo te mando hoy. Se las repetirás a tus hijos, se las dirás tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes; las atarás a tu mano como una señal, como un recordatorio ante tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas. Cuida de no olvidarte del Señor” (Dt 6,4-9.12). “¿Qué te pide tu Dios sino que le ames con todo tu corazón y con toda tu alma?” (Dt 10,12). Son expresiones del Antiguo Testamento, que podrían multiplicarse casi hasta el infinito. Sin embargo el hombre del Antiguo Testamento no era capaz de acoger la manifestación completa de ese amor de Dios. Porque “tanto amó Dios a los hombres que les dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Jesús es el gran sacramento, la gran manifestación y entrega del amor del Padre a los hombres. “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9). Y al ser incorporados por el bautismo y los demás sacramentos a Cristo, ese amor del Padre se derrama sobre nosotros, cuerpo de Cristo, y nos hace objeto predilecto de su amor y de sus dones gracia: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Ro 5,5). “Él nos amó primero” (1Jn 4,19) y, como amor con amor se paga, el amor de Dios no puede menos de ser la primera obligación moral nuestra. El primer lamento del Señor en sus revelaciones a Santa Margarita María y a Santa Faustina ha sido la falta de amor de tantos cristianos al Amor de Dios, manifestado en Jesús.

Pero a aquel fariseo, escriba experto en la ley y con un fondo de buena voluntad como lo indica Marcos, quiso Jesús completarle la respuesta, que a la verdad no era suficiente para alcanzar la Vida: “El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. San Juan lo explica bien: “En esto hemos conocido lo que es amor, en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1Jn 16). “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,7-9). “Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1Jn 4,20-21).

Los textos de la Escritura podrían multiplicarse hasta la saciedad. “¡Ay de vosotros, los fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de toda legumbre, y dejan a un lado la justicia y el amor a Dios. Esto es lo que había que practicar, aunque sin omitir aquello” (Lc 11,42)

“Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas”. Para demostrarlo bastaría con recorrer la Escritura. La primera lectura de hoy es un ejemplo: no maltratarás al forastero, no explotarás a viudas ni a huérfanos, no prestarás con usura; son formas de faltar al amor al prójimo, que “si grita a mí, yo lo escucharé” –dice el Señor.

Pero el amor es una actividad vital y por eso hay que cuidarlo y practicarlo cada vez mejor, porque de otra forma disminuye y aun se pierde. El sacramento de la reconciliación es magnífico medio para ello. El examen puede resumirse en las preguntas: ¿He amado a Dios? ¿He amado al prójimo, a todo prójimo? ¿Con todo el corazón, toda el alma, todo mi ser? ¿No he podido más? ¿He hecho, deseado, pensado, hablado como creo que es bueno que hagan, deseen, piensen, hablen de mí?

“Con todo el corazón, con toda el alma”. La oración, la Eucaristía son otras magníficas ocasiones: ¿Le doy gracias? ¿Me doy cuenta del amor de Dios a mí, de los bienes que me da de continuo, del amor con que me los da? ¿Acojo sus dones con acción de gracias? Éste es el sentido que tiene la bendición de la mesa en familia. ¿Oro cada día para pedir no sólo cosas, sino para agradecer, pedir ayuda para cumplir su voluntad, cargar con su cruz con ánimo y fe, superar mis defectos, soportar con paciencia los de los demás, confiar en su providencia? ¿Y pido la gracia para amar al prójimo como a mí mismo? El prójimo es la familia: mi esposo, mi esposa, mis hijos, mis padres, mis hermanos. El prójimo son mis vecinos, mis compañeros de clase y trabajo, cualquier persona con la que encuentro. Es la imagen de Jesús. ¿La veo?

No es fácil ser cristiano a fondo. Hay que pedirlo constantemente a Dios. Cada día con su gracia demos un paso adelante.

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